Prilidiano Pueyrredón, el primer cultor del erotismo nacional

Prilidiano Pueyrredón (1823-1870) era hijo del brigadier y Director Supremo Martín de Pueyrredón. Tuvo Prilidiano una excelente formación técnica y humanística en Europa, donde asistió al Instituto Politécnico de París, graduándose de ingeniero. Sin embargo, al volver a Buenos Aires, alternó su actividad técnica con la artística. En 1849 pintó el célebre retrato de Manuelita en su vestido rojo punzó que actualmente se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes.

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Manuelita Rosas por Prilidiano Pueyrredón.

Manuelita Rosas por Prilidiano Pueyrredón.

 

En 1851 partió hacia Europa para poner distancia a un desengaño amoroso. Su prima Magdalena Costa había rechazado sus pretensiones. Desde entonces Prilidiano hizo la vida de un solterón, cosa que no le impidió tener una hija con una joven, Alejandra Heredia, mientras vivía en Cádiz.

Sus últimos años los pasó muy atareado con sus labores civiles, como el Puente de Barracas, que años antes se había llevado la corriente y en el que invirtió 2.000.000 de pesos. Del mismo año de su muerte (1870) es el retrato que hizo de su padre -fallecido 20 años antes- ya senil y con una hemiplejia con parálisis facial.

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Juan Martín de Pueyrredón por Prilidiano Pueyrredón.
Juan Martín de Pueyrredón por Prilidiano Pueyrredón.

 

Afectado por la diabetes, Prilidiano Pueyrredón fue atendido por su primo -Nicanor Albarellos, con la asistencia del Dr. Juan Mariano Larsen- destacado políglota y docente, además de médico. A pesar de que la diabetes afectaba sus ojos y lo obligaba a usar gafas oscuras, no se traducen en sus obras finales defectos atribuibles a problemas oftalmológicos.

Vivió sus últimos días en su quinta de 5 Esquinas (Juncal y Libertad), atendido por su ama de llaves, Romualda Lisboa Cané, la mulata que había cuidado a su madre hasta pocos meses antes.

Ferviente admirador del desnudo que irrumpía en el arte europeo del siglo XIX, Prilidiano Pueyrredón se atrevió a reproducir esa tendencia disoluta en la pacata ciudad de Buenos Aires.

Se sospecha que Pueyrredón pintó varias obras eróticas pero sólo se conservan dos óleos suyos con esta temática, puesto que sus parientes, escandalizados por otras obras del mismo tenor, las destruyeron a la muerte del artista.

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En “La siesta” (obra casi simultánea a la homónima pintada por Courbet), se puede ver a dos mujeres en la cama, entregadas al mismo abandono sensual que Ingres imprimió en sus odaliscas. Parecen no ser dos mujeres, sino la misma pintada en dos posiciones distintas. Como modelo para estas obras se valió de su criada, quien al parecer, no sólo cuidó de su amo maltrecho por la diabetes que lo llevaría a la tumba, sino que además abrigó sus noches y esas largas siestas de hombre solo.

En otro cuadro se muestra a la misma modelo disfrutando alegremente de un baño. Estas obras, si bien no fueron expuestas al público hasta el siglo XX, circularon en el entorno de jóvenes porteños adinerados y con aires de hombres de mundo que rodeaban al artista. Podríamos decir que fue el primer pornógrafo nacional.

En el retrato que Pueyrredón hizo de Santiago Calzadilla -el autor de “Las beldades de mi tiempo”- en su propio taller, se ve al fondo un cuadro en el cual se adivinan dos desnudos femeninos. Según el crítico y artista Eduardo Schiaffino, Pueyrredón tenía entre sus amigos a uno que se hizo célebre por su “sensualidad” y para quien el artista pintó varios desnudos ultralibertinos que manos anónimas destruyeron para evitar que ojos indiscretos se posaran sobre esos cuerpos librados a goces indebidos.

Ya en junio de 1870 no podía caminar, afectadas sus piernas por una polineuritis, complicación muy común de la diabetes. Prilidiano muere el 3 de noviembre de ese año en la propiedad de la familia en San Isidro. Y hoy descansa en el Cementerio de la Recoleta, en una bóveda por él diseñada, junto a su madre y su padre.

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Prilidiano, un hombre de honor y gratitud, no olvidó en su herencia a esta mujer que había reflejado en su intimidad. Con ese dinero, “La Mulata”, su criada, pudo pasar una acomodada vejez, recordando de vez en cuando esos momentos en los que con gozo y desinhibición había posado para su amado patrón.

 

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