«Ni vencedores ni vencidos» – La Revolución Libertadora

La revolución de septiembre

En las primeras horas del 16 de septiembre de 1955, el general Eduardo Lonardi, acompañado por una decena de oficiales y de civiles, salió de una finca situada en la localidad cordobesa de La Calera e ingresó a la Escuela de Artillería. Allí intimó al jefe de la unidad a sumarse a la revolución y, ante un amago de resistencia, le descerrajó un balazo que le rozó la oreja. “Hay que ser brutales y proceder con la máxima energía”, fue la consigna de Lonardi.

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Eduardo Ernesto Lonardi (1896-1956).
Eduardo Ernesto Lonardi (1896-1956).

 

Una vez arrestados los militares leales al gobierno, Lonardi habló por teléfono con el jefe de la vecina Escuela de Infantería, el coronel Guillermo Brizuela. Como no hubo respuesta, Lonardi ordenó abrir fuego. Entonces comenzó el primer combate de ese largo día.

La situación fue en un momento tan crítica que Lonardi admitió: “Creo que hemos perdido, pero no nos rendiremos. Vamos a morir aquí”. Casi de inmediato, y en forma inesperada, llegó la oferta de parlamentar. Entonces el jefe rebelde invitó al jefe leal a dar por terminada la lucha que había durado diez horas.

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Civiles y militares dispuestos a marchar al frente en apoyo del general Lonardi.
Civiles y militares dispuestos a marchar al frente en apoyo del general Lonardi.

 

“Esta será la última revolución, la que sin vencedores ni vencidos afirmará la unidad de los argentinos”, dijo Lonardi. Y mientras Brizuela lamentaba que se hubiera derramado sangre de hermanos, el jefe insurrecto le aseguró que por haber luchado con valor se les rendirían honores a los caídos. Así se hizo, en uno de los actos más emotivos de esa jornada sangrienta.

Cuando se estableció la tregua, es probable que la sombría visión de los muertos en cumplimiento del deber en la Escuela de Infantería haya ratificado en el jefe de la Revolución Libertadora la idea de salir de la crisis mediante una política de conciliación, plena de buenas intenciones. Sin embargo, resultó imposible de realizar por el clima de violencia y de intolerancia que se vivía en el país. Muchos otros oficiales de la Revolución no avalaban la política de reconciliación propugnada por Lonardi.

En efecto, mientras se peleaba en La Calera, las radios tomadas por los insurrectos transmitían la proclama firmada por Arturo Illía y otros dirigentes radicales convocando a la rebelión armada para “defender la libertad, la democracia, la justicia y la paz de la familia argentina”.

La colaboración de los civiles, provistos de armas entregadas por los oficiales rebeldes, era indispensable para asegurar el triunfo, porque éstos carecían de tropas de infantería para ocupar los lugares clave de “la Docta”. Por la tarde, cuando la acción se trasladó a la plaza San Martín, una columna integrada mayoritariamente por civiles, con el general Dalmiro Videla Balaguer y el comodoro Julio César Krause al frente, tomaron violentamente la sede policial.

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Civiles y militares, encabezados por el general Dalmiro Videla Balaguer.
Civiles y militares, encabezados por el general Dalmiro Videla Balaguer.

 

 

Cabe recordar que el mismo 16 de septiembre, la Marina tuvo las primeras víctimas en el bombardeo de la aviación leal a la base de Río Santiago, donde se había insubordinado el almirante Isaac Francisco Rojas, jefe de la base y director del Colegio Naval.

Ese día se presentaron ante Rojas el general Juan José Uranga y sesenta oficiales del Ejército que no habían logrado sublevar a las guarniciones de la Capital y Campo de Mayo, pero no querían quedarse fuera de la lucha. Ésta se desencadenó cuando los aviones de la base de Morón y tropas leales del Regimiento 7 de Infantería, bombardearon la base y los buques durante todo ese día.

Al atardecer los rebeldes evacuaron Río Santiago y se embarcaron en la flota. Buques de guerra argentinos llegarían esa tarde al puerto de Montevideo con su carga de muertos y heridos, entre los que había cadetes de la Escuela Naval, oficiales y suboficiales.

Merece destacarse, la fuerza con que reaccionó el cuerpo de suboficiales en el foco rebelde de Curuzú Cuatiá, cuya guarnición tenía considerable peso en el sistema defensivo de la Mesopotamia. Allí, el mayor Juan José Montiel Forzano se rebeló, auxiliado por pocos oficiales y numerosos civiles. Horas más tarde, llegaba a esta guarnición el general Pedro Eugenio Aramburu para encabezar la rebelión. Hubo indecisión y desconcierto entre los rebeldes ante la certeza de que fuerzas poderosas venían a reprimir; este hecho dio lugar a que el cuerpo de suboficiales, que permanecía leal a Perón, retomara ese mismo día la guarnición.

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Isaac Rojas - Pedro Eugenio Aramburu.
Isaac Rojas – Pedro Eugenio Aramburu.

 

La proclama del jefe de la Revolución Libertadora difundida el 17 de septiembre, mencionó como justificativo del alzamiento el discurso de Perón del 31 de agosto (el famoso “5 x 1”) que puso punto final a la breve pacificación posterior a la intentona de junio, que tantos muertos y retaliaciones había costado.

Entre tanto, en Puerto Belgrano se ponía el máximo esfuerzo para alistar las naves de la Flota de Mar, que debían asegurar el bloqueo del Río de la Plata decretado por Rojas como jefe de la Marina rebelde. Tocados en su amor propio, los oficiales navales querían responderle con hechos a Perón, quien había dicho despectivamente: “A esos, yo los corro con los bomberos”.

Lonardi, acorralado por las tropas leales que avanzaban sobre comando desde el Litoral y desde el norte (y que ya estaban luchando en el sector de Alta Córdoba) le mandó un telegrama a Rojas: “Mi situación en Córdoba es muy comprometida. Le pido que haga alguna demostración para aliviarla”.

Rojas entendió que dicha colaboración podía hacerse con el incendio de los tanques de combustible de Mar del Plata para evitar que la columna leal que avanzaba sobre Bahía Blanca pudiera abastecerse. La operación, que se concretó en la mañana del 19 con éxito y sin víctimas, le daba la señal a Perón sobre la determinación de los sublevados. Si no renunciaba la destrucción seguiría. Los próximos puntos serían la refinería de La Plata -con nuevas instalaciones correspondientes a la destilería Presidente Perón- y los depósitos de Dock Sud.

Esa mañana las tropas leales ocuparon el aeródromo de Pajas Blancas (Córdoba). Entonces si pareció que los imponderables se habían vuelto en contra de los rebeldes. Precisamente en ese momento de incertidumbre, a mediodía, se leyó por radio un comunicado de la Presidencia de la Nación que cambió el curso de las cosas en forma verdaderamente inesperada: el presidente renunciaba y ponía al gobierno en manos del Ejército, la institución que para Perón era y sería una garantía de honradez y patriotismo.

Se trataba, aclaró, de una decisión personal ante la amenaza de bombardeos de los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes. “Yo, que amo profundamente a mi pueblo, me horrorizo al pensar que por culpa mía los argentinos puedan sufrir las consecuencias de una despiadada guerra civil.

El general Franklin Lucero, jefe de las fuerzas de represión, fue el primero en enterarse de esta situación cuando el presidente entró a su despacho del Ministerio a las 5:30 del 19 de septiembre. El ministro se sorprendió porque esa madrugada el cuadro de situación favorecía a los leales. Los rebeldes solo tenían Córdoba y Bahía Blanca y en Cuyo se esperaba una reacción de las tropas. A pesar de sus reservas, Lucero obedeció. Dio a conocer el texto de la renuncia al Ministro del Interior y al secretario general de la CGT e invitó al cardenal Santiago Luís Copello para que transmitiera un mensaje pacificador por la radio oficial. El ofrecimiento fue aceptado por el prelado esa misma tarde.

El último acto de Lucero como ministro, fue renunciar, y organizar la junta de quince generales que iniciaría conversaciones con los mandos rebeldes.

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De izquierda a derecha: CN Arturo Rial, Dr. Clemente Villada Achaval, Gral. Julio A. Lagos, Gral. Eduardo Lonardi, Gral Dalmiro Videla Balaguer y comodoro Julio César Krausse.
De izquierda a derecha: CN Arturo Rial, Dr. Clemente Villada Achaval, Gral. Julio A. Lagos, Gral. Eduardo Lonardi, Gral Dalmiro Videla Balaguer y comodoro Julio César Krausse.

 

Al atardecer de ese lunes lluvioso, apenas se supo que Perón renunciaba, la oposición se lanzó a las calles. Fue un delirio. Hubo manifestaciones de alegría en varios puntos del país: hasta en la lejana ciudad de San Carlos de Bariloche los estudiantes del nuevo Instituto de Física cantaron “La Marsellesa” a orillas del lago. En Buenos Aires, miles de ciudadanos recorrieron las calles entonando cánticos y estribillos, mientras caía una lluvia torrencial.

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Uno de aquellos manifestantes, Jorge Luís Borges, evocaría en versos escritos años más tarde “las épicas lluvias de septiembre que nadie olvidará”; esas lluvias que pese al vaticinio del poeta fueron arrastradas por la fragilidad de la memoria y por la catarata de sucesos políticos que le siguieron.

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