Nace la República Oriental del Uruguay

La historia de un país no consiste en la sumatoria de actos heroicos o mezquinos, de discursos encendidos o frases poco felices, en ella también se combinan actos insólitos, gestos lejanos y ¿por qué no? el amor en sus muchas variables. En este caso, el Uruguay debe en parte su independencia a la historia de una relación impropia.

El Rey George IV de Inglaterra era proclive a amar a cuanta bella dama su corazón le permitiese albergar y sin dudas era su corazón el músculo más elástico de su anatomía. Comentan que el monarca solía conservar algunos cabellos de las damas que había conocido carnalmente a lo largo de su vida. Al llegar a su glorioso y trajinado fin el bueno de Georgie contabilizaba, según algunas versiones, varios cientos de mechones.

A los 21 años el príncipe ya se había enamorado de María Ana Fitzherbert, una dama que no pertenecía a la más rancia nobleza (aunque era una viuda de buen pasar), seis años mayor que él, y para colmo católica. El acta de Matrimonios Reales de 1772 establecía claramente que cualquier heredero al trono que contrajese matrimonio con una católica perdía instantáneamente su derecho sucesorio. Para casarse, Georgie necesitaba el consentimiento de su padre George III, llamado “el Rey loco” (1)(aunque siempre mostró más sentido común

que su vástago), quien obviamente no se lo otorgó. Desafiando las normas, en un gesto arrebatado propio del romanticismo reinante, el joven príncipe se casó, pero el matrimonio se mantuvo en secreto para bien del estado inglés. El silencio de la Sra. Fitzherbert fue comprado a buen precio.

Para acceder al trono, George debía casarse con una princesa de sangre real y la elegida fue su prima, Carolina de Brunswick-Wolfenbüttel. El matrimonio fue un fiasco, aunque la breve convivencia de los cónyuges permitió engendrar una heredera al trono, la princesa Carlota Augusta. Para ese entonces a George se le conocían varios hijos bastardos nacidos de sus frecuentes relaciones extramaritales. Uno de ellos, Miguel Hines, llegó con los invasores ingleses y terminó sus días en la ciudad de Colonia, en oscuras circunstancias. Las naves inglesas atracadas en el Río de la Plata honraron al muerto como a un miembro de la Casa Real.

Pero volvamos al voluble corazón del príncipe que se encaprichó en esta oportunidad con lady Conyngham, una dama de la aristocracia, amiga muy cercana de lord John Ponsonby. Podemos afirmar que esta relación era tan estrecha que indispuso al príncipe contra el joven lord, ya que lo veía como una competencia peligrosa para sus apetencias amorosas. El príncipe convenció al ministro George Canning de tomar cartas en el asunto, y éste no encontró mejor opción que enviar a Ponsonby a la corte de Río de Janeiro, donde se discutía el espinoso tema de la guerra entre Brasil y sus vecinos del Río de la Plata.

El joven diplomático aceptó con patriótico entusiasmo la misión y siguió al pie de la letra la filosofía de lord Canning: “La América española es libre y si no administramos mal nuestros negocios, ella será inglesa”. Para lograr este cometido, la mejor estrategia era sin dudas la de “divide and conquer” (dividir para conquistar).

Lord Ponsonby enseguida percibió la profunda inquina que existía entre los orientales y los brasileños. Portugal era el Imperio conquistador y esclavista que había hostigado a las Misiones y a los habitantes de la Provincia Cisplatina desde tiempo inmemorial. Eran sus enemigos naturales. Gran parte de la información que lo ayudó a discernir esta situación provenía de Pedro Trápani, un saladerista oriundo de Montevideo de notable influencia sobre los Caballeros Orientales, amigo y socio(2) del tío del joven diplomático, el comerciante Robert Ponsoby Staples, una especie de cónsul británico sin título en la lejana Buenos Aires. De esta forma, el diplomático Ponsoby se mantenía al tanto de manera fidedigna de todo lo que acontecía en ambas orillas del Plata.

Por otro lado, no toda la dirigencia oriental se sentía cómoda con la conducción unitaria y porteñista de las Provincias Unidas, que le había soltado la mano en los momentos más dramáticos de su existencia. Si bien Lavalleja había tomado Soriano al grito de “argentinos orientales”, no todos compartían esta idea, comenzando por su compadre Rivera. Éste mantenía fluidos contactos con los separatistas brasileños y desconfiaba de los porteños que lo habían declarado traidor y habían ordenado su muerte, aunque llegado el momento había incorporado las Misiones conquistadas a la “gran Nación Argentina”.

Era seguro que los orientales no querían ser brasileños, pero ¿querían ser argentinos? Lord Ponsonby debió barajar varias posibilidades que iban desde convertir a la Provincia Cisplatina en un Protectorado británico —circunstancia que no le caería en gracia a los países vecinos y demás potencias extranjeras, como Francia—, u optar por la independencia de esta provincia —la opción menos traumática, que además contaba con la indiscutible ventaja de poner una barrera entre las naciones en pugna—. Era para Ponsoby la mejor forma de conciliar la paz entre imperiales y argentinos. Así nació el Estado de Cristal (que algunos con menos elegancia llamaron Estado Tapón) de forma tan impensada que no tuvo su conducción nombre adecuado para bautizarla.

La Provincia Cisplatina —como se la llamó en el tratado del 27 de agosto de 1828—, buscó un nombre que la identificara. Perseverar con su carácter cisplatino era reconocer la sujeción al Brasil, por eso se consideraron extrañas posibilidades como “Estado de Montevideo” —rechazado por someter al nuevo país a la voluntad de la gran ciudad— o “Estado de Solís” —con demasiadas reminiscencias hispánicas para el gusto de los orientales— o el “Estado del Nord Argentino” —dejado rápidamente de lado por sus connotaciones geográficas inaceptables—. Finalmente, como la nueva nación estaba al este del río Uruguay, se la llamó República Oriental del Uruguay, y nació el 18 de julio de 1830, con Constitución y Cámara de Representantes incluida, cuando pocas de sus hermanas latinoamericanas tenían aún Ley Suprema. Esta Carta Magna era republicana y representativa, y proclamaba la separación de los poderes, como había propugnado Artigas. Todo parecía muy bonito y hasta tenía aires democráticos, aunque la realidad fuese muy distinta, ya que la condición de ciudadano se suspendía por ser analfabeto —circunstancia que comprometía aproximadamente al setenta y cinco por ciento de la población— o por ser jornalero, sirviente a sueldo, ebrio consuetudinario o soldado de línea. Es decir, a lo sumo y en el mejor de los casos, votaba menos del quince por ciento de la población.

Así y todo, esta Constitución imperfecta fue una de las mejores leyes máximas que conoció América, aunque pocos en la nueva república tuvieron la intención de respetar el derecho de las mayorías o promover la división de los poderes. Hasta entonces los orientales sólo habían conocido las imposiciones de una monarquía invasora y la sumisión de la colonia. Había mucho para aprender antes de convertirse en ciudadanos.

(1). Aparentemente era víctima de una rara forma clínica de porfiria.

(2). Tenían en sociedad con John Mac Niele, un saladero en la Ensenada de Barragán.

Extracto del libro LA PATRIA POSIBLE. Disponible en librerías y en Olmo Ediciones.

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