Ludwig Beck: Hay que matar a Hitler

El 18 de agosto de 1938, Ludwig Beck, jefe del Alto Mando Alemán, presentó su dimisión a Hitler. Llevaba tiempo advirtiendo de que las ansias expansionistas del Führer podían conducir a Alemania a una guerra contra todo el mundo y suponer el fin de su gloriosa nación. Tanto en la política como en la vida, todo está en los tiempos y Beck, por lo que fuera, no los midió bien.

Cuando con más fuerza se opuso a los planes de Hitler, más grandes fueron los aciertos de Adolf. Sin embargo, en términos generales, llevaba razón, como quedó patente con una Alemania arrasada como la palma de la mano en 1945. Beck, como no logró pararle por las buenas, luego lo intentó por las malas en la famosa Operación Valkiria. Tampoco acertó. Por no acertar no acertó ni a volarse la cabeza cuando le detuvieron. Dos tiros se intentó meter en el cráneo y ninguno fue letal. Tuvieron que rematarlo sus captores por compasión.

Nacido en la ciudad prusiana de Biebrich el 29 de junio de 1880, Ludwig pertenecía a una familia ilustrada. Su padre había escrito una obra de cuatro volúmenes titulada Historia del acero por la que consiguió un doctorado honoris causa en Ingeniería. El hombre también tocaba el violín junto a su mujer, la madre del futuro general, que acompañaba al piano. El ambiente familiar era de amor a la música, el arte y la literatura. Sin embargo, a Ludwig le tiró más que en su pueblo las gentes habían luchado contra Austria en 1866 y Francia en 1871 y 1872 y preso de ese ambiente guerrero se enroló en los cadetes del ejército prusiano pese a su elevada formación.

Con diecinueve años se enrola en el 15 Regimiento de artillería prusiana y un año después ya era teniente. Enviado a la Escuela Unificada de Artillería e Ingenieros de Berlín, por sus excelentes calificaciones es seleccionado para asistir a la Escuela de Guerra de donde los mejores serían elegidos para el Alto Estado Mayor. En clase, fueron amigos suyos de su misma promoción Fedor von Bock, al que le encomendaron años después la toma de Moscú en la Operación Barbarroja, y Werner von Fritsch, que murió desangrado en el frente en la invasión de Polonia supuestamente negándose a recibir ayuda médica. Una muerte tal vez buscada tras haber sido acusado por Himmler de ser homosexual en una purga contra los oficiales del ejército no del todo convencidos de la infalibilidad del nazismo y su profeta.

En 1913, finalmente, Beck entró en el Estado Mayor General. Contrajo matrimonio durante la Gran Guerra, en 1917, pero su mujer murió al año. Se quedó viudo al cuidado de su hija Gertrud y nunca más volvió a casarse. Desde el Estado Mayor trabajó en el envío de tropas a Verdún, batalla en la que murieron cien mil alemanes. Puede que esa experiencia marcase su carácter. Años después dijo que las guerras eran una tragedia nacional “aunque se ganasen”.

Al término de este conflicto, con la traumática derrota alemana, todavía se definía como monárquico. En noviembre del 18 había escrito que los militares no estaban para socavar el poder político, sino para encarnar el Estado. Era del ideal prusiano. Beck entendía que los generales tenían que trabajar conjuntamente con los políticos, y lo creyó toda su vida. Ni por encima ni subordinados, al mismo nivel.

Ascendido a teniente coronel, el 1 de octubre del 22 fue nombrado jefe de Estado Mayor de la 4ª División en Dresden. En su staff estuvieron Erwin von Witzleben, que participó activamente en la Operación Valquiria y en el juicio no le dejaron llevar ni cinturón ni su dentadura postiza para luego ahorcarle con una fina cuerda de cáñamo; Erich Fellgiebel, sentenciado a la horca por su colaboración con el citado complot, y Friedrich Olbricht, fusilado por el mismo motivo.

En 1929 es ascendido a coronel y puesto al mando del 5° Regimiento de Artilleria en Stuttgart. Durante su mando intercedió en favor de tres oficiales que mantenían contactos con el partido nazi. Desde el año 21, estaba prohibido que el ejército participase en los partidos. El entonces coronel condenó la indisciplina de sus hombres, pero él estaba con ellos. Quería un resurgir nacional de la Alemania humillada en Versalles. Capitulaciones que había que revisar seriamente, porque el espacio vital, porque el Lebensraum, etcétera, etcétera.

Wilhelm Groener, ministro de Defensa de consenso entre Hindenburg y los socialdemócratas, pensaba que Beck también era un nazi y maniobró para expulsarlo del ejército. Al entonces coronel le tuvo que proteger el general Kurt von Hammerstein-Equord, que, paradójicamente, fue destituido a los cuatro días de la llegada de Hitler al poder, lo que le llevó a conspirar contra él y que toda su familia acabase en Buchewald y Dachau. También recibió apoyo Beck de Kurt von Schleicher, asesinado junto a su mujer en 1934 en la noche de los cuchillos largos.

Los militares al inicio de la década de los treinta estaban divididos entre los que creían que debía salvarse el país con un gobierno de unidad nacional y los que pensaban básicamente lo mismo, pero creían que esa misión correspondía al pujante nacionalsocialismo. En esta época, 1931, Ludwig Beck fue ascendido a general de división y en 1932 a teniente general. En 1933, era jefe del Estado Mayor General. Su ideal prusiano, militares y políticos trabajando a la par por el destino glorioso de la nación, era compatible con el ascenso de Hitler.

Aunque él en aquellos días estuvo inmerso en la tarea de modernizar las fuerzas armadas y construir un ejército moderno. En su gabinete estaba el genio militar de Erich von Manstein, quien sí que llegó a escribir un memorándum criticando la obligada supremacía de la raza aria en el ejército y la expulsión de todos los oficiales con algún antepasado judío. Algo que no le impidió luego ser uno de los estrategas de Hitler durante toda la Segunda Guerra Mundial, ni esto a su vez le impidió convertirse también en uno de los padres de las fuerzas armadas de la República Federal de Alemania en la posguerra.

En 1933, Hitler llegó al poder por medios democráticos, como se repite habitualmente. Aunque no lo eran del todo, porque para ello tuvo que llevar la violencia a las calles con sus matones de las SA, del mismo modo que, una vez canciller, se aferró al cargo inconstitucionalidad tras inconstitucionalidad tras la Ley Habilitante de 1933 que relegaba la Constitución de Weimar y que aprobó ante los escaños vacíos de los socialdemócratas. Y nada de esto, en principio, inquietó a Beck.

El general consideraba que Alemania tenía que mandar en, por lo menos, Europa Central, para lo que Checoslovaquia constituía un obstáculo intolerable, y veía que Hitler tenía la determinación suficiente para trabajar en este sentido. En un principio, de hecho, no le fue mal en el trato con los camisas pardas. Beck se negó a que las SA se convirtieran en una policía militar y logró convencer a Hitler el 28 de febrero de 1934 para que primase el ejército sobre ellas. Se supone que ese día el líder de estos grupos, Ernst Röhm, exclamó quejándose que Hitler era un “cabo ridículo”, palabras que llegaron a oídos del Führer y el día 30 se asesinó a ochenta y cinco gerifaltes de las SA, Röhm incluido.

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Ludwig Beck, jefe del Estado Mayor con el  coronel Speidel (izquierda) y el teniente general Kühlenthal, agregado  militar de la embajada alemana en París, al abandonar el departamento de  guerra francés después de la entrevista con el general Gemelin. Foto: German Federal Archives (CC BY-SA 3.0)

Ludwig Beck, jefe del Estado Mayor con el coronel Speidel (izquierda) y el teniente general Kühlenthal, agregado militar de la embajada alemana en París, al abandonar el departamento de guerra francés después de la entrevista con el general Gemelin. Foto: German Federal Archives (CC BY-SA 3.0)

Ahí Beck ya dudó. Esos métodos expeditivos para resolver problemas le hicieron arquear la ceja. El gran estudioso de la resistencia alemana al nazismo, Peter Hoffman, señala que aunque Beck saliera fortalecido de este pulso con las SA, ese día empezó a desconfiar e incluso aborrecer el régimen.

Sobre todo porque después de las SA tuvo que lidiar con las SS de Himmler y Heydrich y en agosto de ese mismo año tragarse el juramento de fidelidad al Führer. Hay fuentes que dicen que quiso dimitir en ese momento, pero que su viejo amigo, el general Freiherr von Fritsch, le convenció de que no lo hiciera. No obstante, Beck anticipó las graves consecuencias que podría acarrear ese juramento en un país con unos oficiales con un elevado sentido de la disciplina.

En cuanto a las SS, se negó a que fuesen consideradas en plano de igualdad con el ejército y dijo que si iban a ir armadas tendrían que estar bajo su control y se limitasen sus efectivos de artillería; asimismo, rechazó que hicieran maniobras conjuntas con la tropa. En 1935, a propósito de las persecuciones raciales y la arbitrariedad legal que empezaron a ser diarias en Alemania y desprestigiaron su imagen internacional, se sabe que le dijo al coronel Karl-Heinrich von Stulpnagel: “No es lo que hacemos, sino cómo lo hacemos”.

Por estos problemas, Beck le puso la proa al NSDAP que, entre otras cosas, ya se había hecho con el poder absoluto ilegalizando todos los partidos. Sin embargo, su mayor quebradero de cabeza era el ritmo de rearme. Él estaba completamente a favor de resucitar a las fuerzas armadas, había propuesto tiempo atrás el servicio militar obligatorio, pero tenía miedo de que el rearme pudiese llevar a Alemania a una guerra que no pudiese ganar. En los primeros memorándums que escribió, su escenario favorito era un conflicto en Europa que pudiese involucrar a Francia, Checoslovaquia, Polonia y Bélgica en el que Reino Unido y la URSS no tomasen parte.

A finales de 1935, Beck pidió más tropas ante el aumento de la inestabilidad en Europa. Kenneth J. Campbell, en un artículo en American Intelligence Journal, sostiene que Beck era una cachondo, porque el aumento de la inestabilidad en Europa se debía al rearme alemán. De su gabinete, con Von Manstein a la cabeza, salió el diseño de un ejército de tierra basado en vanguardias de carros de combate, tropas mecanizadas y artillería. Guderian luego trató de atribuirse el mérito, pero en realidad fue algo que, según Campbell, se hizo a su pesar.

El hombre llevó un doble juego, digamos que consciente del miedo a lo que deseas por si se cumple. La incorporación del Sarre y de Renania le trajeron por el camino de la amargura, aunque las considerase fundamentales para la defensa de Alemania, por provocar a las potencias y que fulminasen a Alemania. Hoffman consultó una carta que le escribió a su sobrino Rudolf Beck en enero de 1936 desaconsejándole la carrera militar con el argumento de lo difícil que es para un oficial volver a la vida civil después de perder una guerra. Se supone que su sobrino debía haber destruido la carta después de leerla, pero ahora sabemos que ya vislumbraba por dónde iban a ir los tiros.

El doble juego siguió con la posible invasión de Checoslovaquia. Consideraba un peligro su existencia porque estaba solo a trescientos kilómetros de Berlín, en su oficina se trabajó en planes para adaptar la industria a las necesidades que llevaría un conflicto con Praga, pero en 1937 era totalmente contrario a la ofensiva. Entendía que un contraataque desde Francia les derrotaría. En estos días empezó a temer con más nitidez que el anexionismo de Hitler llevase a una coalición de Reino Unido, Francia, la URSS y “quizá también” Estados Unidos. El 21 de diciembre de 1937 calificó los planes de Hitler de “wishful thinking”.

El 10 de marzo de 1938 llegó la hora de la verdad. Hitler ordenó que había que incorporar Austria al III Reich. Beck creía que no podían asumir los riesgos de una guerra europea, pero el Führer sabía que no habría resistencia. Además, la invasión del país vecino se iba a llevar a cabo sin el más mínimo plan, no habían pensado en nada. Beck estaba desesperado. En palabras de Ian Kershaw:

Goebbels, cuando llegó, se encontró a Hitler profundamente concentrado en sus pensamientos, inclinado sobre unos mapas. Se analizaron planes para transportar a cuatro mil nazis austríacos que habían estado exiliados en Baviera, junto con siete mil reservistas paramilitares más. Al alto mando de la Wehrmacht le cogió completamente por sorpresa la petición de planes para una intervención militar de Hitler. Keitel, que recibió de pronto orden de presentarse en la Cancillería del Reich la mañana del 10 de marzo, sugirió débilmente que se llamase a Brauchitsch y a Beck, sabiendo muy bien que no existía ningún plan, pero deseoso de evitar el tener que decírselo a Hitler. Brauchitsch no estaba en Berlín. Beck le explicó con desesperación a Keitel: “No hemos preparado nada, no ha pasado nada, nada”. Pero Hitler desechó sus objeciones. Se le ordenó marchar y regresar en unas horas para informar de qué unidades del ejército estarían listas para iniciar la marcha la mañana del día siguiente.

El 12 de marzo entraron seis divisiones alemanas en Austria. El 14, las tropas de ambos países marchaban juntas dando a entender que toda resistencia civil era inútil. Hitler había tenido razón.

El segundo plato fue, en abril de 1938, los Sudetes, región de habla alemana en Checoslovaquia. En estas fechas las que se estaban rearmando eran Francia y Reino Unido, lo que se correspondía con los temores de Beck. Semejante medida debía justificarse por su éxito, entendía, pero para entonces Hitler preparaba en persona los detalles de la invasión, lo que para el general era una injerencia en el ejército. El Führer, cita Campbell, consideraba que las discrepancias con los militares eran “estériles” porque estaban “encerrados en sus conocimientos técnicos”. A los militares preocupados por las consecuencias de nimiedades como invadir otro país, les envió a oficiales fanatizados y obedientes a convencerles de que no iba a pasar nada, que no era para tanto, que no se rayasen.

Estaba a punto de desatarse la Segunda Guerra Mundial y no cabe duda de que de todo lo narrado hasta este punto dieron buena cuenta nuestros servicios diplomáticos al presidente del gobierno de la República española, Juan Negrín. Hay una enfoque muy interesante que han reflejado aficionados a la historia. Si la guerra hubiese estallado en ese momento, la República tal vez podría haberse visto asistida por las democracias y haber ganado la guerra civil. Podría haber pasado por esa vía o por otra, la de Beck, que tenía un plan.

Hoffner sostiene que el general le encargó al general Ewald von Kleist, que luego cumplió muy bien las órdenes de Hitler en los Balcanes y la URSS, una misión en Londres. Le dijo:

Apórteme el testimonio cierto de que Inglaterra luchará si Checoslovaquia es atacada, y yo consigo entonces que este régimen llegue inmediatamente a su fin.

Con el riesgo de una amenaza de guerra contra Alemania, Beck tendría los argumentos necesarios para reunir fuerzas en un golpe de Estado contra Hitler. El problema fue que los militares conservadores alemanes como él tenían peor reputación en Inglaterra en ese momento que los nazis. Tiene mérito que prefieran a Hitler porque tú eres demasiado facha.

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Beck hacia 1936. Foto: German Federal Archives (CC BY-SA 3.0)

Beck hacia 1936. Foto: German Federal Archives (CC BY-SA 3.0)

El recuerdo de la Gran Guerra estaba tan caliente todavía que en buena parte motivaba las políticas “apaciguadoras” de las democracias que, ante todo, no querían que se repitiese un conflicto de esa magnitud otra vez. No en vano, Hoffman subraya que el interés nacional que movía a estos militares no era otra cosa que preservar sus viejos privilegios, que, lógicamente, veían en peligro si su país era borrado del mapa por una política exterior temeraria. Pese a todo, había algo más. Hitler le estaba dando candela al comunismo. Así explica Joachin Fest cómo reaccionaron las democracias:

Los conservadores alemanes así como los círculos militares, por los cuales hablaban casi todos los emisarios, eran entre los occidentales sospechosos por sus simpatías tradicionales hacia los países del Este; a todos ellos se les tenía por faltos de escrúpulos, y el shock de Rapallo no había sido todavía olvidado, como tampoco la colaboración durante muchos años entre la Reichswehr y el Ejército Rojo, a la cual solo Hitler le había puesto fin. Por tal motivo, a algunos de los interlocutores extranjeros podía parecerles que este movimiento de resistencia estaba integrado por las fuerzas monárquico-reaccionarias de la vieja Alemania, los terratenientes y los militaristas, de forma que la alternativa era de “Hitler o Prusia”, por lo que no todo el mundo se hallaba dispuesto a ofrecer su apoyo a los espíritus fantasmales de ayer en contra del dictador algo tosco, pero orientado indiscutiblemente hacia Occidente. “¿Quién nos garantiza que Alemania no será después bolchevique?”, fue la tajante contestación que recibió el jefe del Alto Estado Mayor francés Gamelin cuando, en un 26 de septiembre dramático, habló a Chamberlain de las intenciones del movimiento resistente alemán; Chamberlain opinaba que las garantías de Hitler eran mucho más seguras que las de los conservadores alemanes.

Como todo el mundo sabe, Chamberlain accedió al “derecho de autodeterminación” sobre los Sudetes que demandaba Hitler si así se garantizaba la paz en Europa. Checoslovaquia fue sacrificada, como ya lo había sido España con la “no intervención” que solo cumplían las democracias. La conferencia de Múnich en la que se ratificó este acuerdo ha sido calificada como una gran traición. De hecho, los militares alemanes que iban a dar el golpe de Estado adujeron que fue Chamberlain quien lo paró con su presencia en Múnich para negociar la paz.

De todos modos, en perspectiva, conviene tener presente este razonamiento de AJP Taylor en Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial que explica el porqué de los sacrificios:

En 1938, Checoslovaquia fue traicionada. En 1939, Polonia fue salvada. Menos de cien mil checos murieron durante la guerra. Seis millones y medio de polacos fueron asesinados. ¿Qué fue mejor, ser un checo traicionado, o un polaco salvado? (…) reconozco la sinceridad de los que pensaron que el precio era demasiado alto.

Todos tenían claro que algo había que hacer con Alemania dado su creciente poder después de la derrota en la Gran Guerra, pero por un lado trataban de que no se desatase otra guerra mundial ni de debilitarla los suficiente como para que al final acabase la URSS conquistando Europa. Era un rompecabezas. Hitler tuvo suerte, por así decirlo, sentencia Taylor, pues pudo aprovecharse de que, en realidad, “nadie sabía qué hacer con él”.

Ante la buena estrella de Adolf, la peor papeleta fue la de Beck. Ese verano sus memorándums criticando los planes de Hitler fueron sonados. Escribió que Alemania no sobreviviría “bajo ningún concepto” a “una lucha a vida o muerte” si se obstinaba en desafiar al resto del mundo. Instó a sus compañeros de armas a dar un paso el frente y oponerse al Führer. El 18 de julio, sin embargo, cuando Hitler había anunciado que resolvería el problema de los Sudetes por la fuerza, Ludwig Beck presentó su dimisión. Volviendo a Fest:

La solicitud de dimisión de Beck se produjo, y no en último término, por la impresión deprimente que había obtenido ante los esfuerzos infructuosos por conseguir de las potencias occidentales un lenguaje mucho más enérgico respecto a Hitler. La voluntad de resistencia de la oposición alemana no podía ser menos decisiva que la de los primeros ministros británico o francés.

No obstante, la dimisión de Beck cayó como una gota de agua en el mar. Otra vez, no pasó nada. No hubo guerra. Tras el verano del 38, lo que vieron los demás militares era que el general díscolo se había vuelto a equivocar, como con Austria. Otra vez Hitler había tenido razón. Beck había perdido el crédito a sus cincuenta y ocho años en un ejército lleno de trepas y al que ya se habían incorporado oficiales que habían militado en las Juventudes Hitlerianas.

Aislado, Beck siguió conspirando contra Hitler, pero esta vez en la clandestinidad. En 1943, junto al general Henning von Tresckow, trabajaron en lo que se ha conocido como la Operación Valquiria. Fue justo después de no ser capaces de tomar Moscú y antes de la hecatombe de Stalingrado. Beck, enfermo de cáncer intestinal, urdió el plan pese a que en ese periodo de tiempo fue operado quince veces. La derrota en la batalla del Kurk y el desembarco de Sicilia fueron su “ahora o nunca”.

En abril del 44 envió a dos emisarios, Hans Gisevius, ex de la Gestapo, y a Eduard Watjen, un abogado, a Berna a entregar un mensaje para Roosevelt. Ahí cometió un error en el que reiteraron todos los oficiales alemanes que plantearon rendiciones un año después. Beck ofrecía una entrada “sin oposición” de las tropas británicas y americanas en el Reich, a condición de que les dejasen seguir luchando en la URSS. Los estadounidenses nunca estuvieron por la labor de traicionar a los soviéticos. La situación era como la de 1938, pero al revés, y en ambas Occidente no acudió a la llamada del general. El 22 de junio, la URSS puso en marcha la Operación Bagration, que se llevó por delante cuatrocientos mil soldados alemanes.

La respuesta inmediata de Beck fue la orden de cargarse a Hitler a la menor oportunidad, aunque ya había habido varios intentos fallidos por diferentes motivos. El llamado complot del 20 de julio. El coronel Claus von Stauffenberg introdujo una bomba en una sala de reuniones que, esta vez sí, lograron que explotase, pero el Führer, milagrosamente, salió ileso.

Corriendo y deprisa, el general Friedrich Fromm, que estaba en el ajo, fusiló en una noche a todos los miembros de conspiración que pudo atrapar. Así no podían delatarle bajo las torturas que les esperaban. En el momento de abrir fuego el pelotón de fusilamiento contra Von Stauffenberg, su colaborador, el teniente Werner von Haeften, se puso en medio y paró las balas con su pecho.

Fromm en persona fue a buscar a casa a Beck y se produjo la hilarante escena de suicidio relatada al principio de este texto. El 22 de julio detuvieron también a Fromm y le fusilaron casi un año después, el 12 de marzo del 45. A otro implicado, el general Carl-Heinrich von Stülpnagel, le detuvo el mariscal Günther von Kluge, quien le dio la oportunidad honrosa de suicidarse. Von Stülpnagel fue en coche hasta la orilla de río Mosa en Verdún, sagrado campo de batalla de la Gran Guerra, y se voló la cabeza, pero solo logró quedarse ciego. Desfigurado y detenido de nuevo, en agosto fue colgado de un gancho de carnicero con una cuerda de piano.

Entra dentro de lo lógico que tanto militar se exasperase con el Führer. La conclusión de AJP Taylor es que Hitler nunca tuvo realmente un plan para el dichoso Lebensraum. Le estaba pidiendo a prusianos de la vieja escuela que fueran a por lo más sagrado de manera prácticamente improvisada. Con españoles hubiera ido bien, pero esas gentes cortocircuitaron. Según el historiador británico:

No hubo estudio de los recursos de los territorios que habían de ser conquistados; ni se definió lo que estos territorios iban a ser. No se constituyó ningún Estado Mayor General para llevar a cabo estos planes, ni se investigó sobre los alemanes que podían ser movilizados. Cuando grandes partes de la Rusia soviética fueron conquistadas, los administradores de los territorios conquistados se encontraron sin saber qué hacer, sin poder conseguir ninguna directiva sobre si debían exterminar a las poblaciones existentes o explotarlas, o sobre si debían tratarlas amistosamente o no.

Campbell concluye en su análisis de Inteligencia, destinado al estudio de perfiles de militares susceptible de volverse contra el poder político, que Beck era “fiel a Alemania”, de hecho, geopolíticamente, coincidía con Hitler en muchos puntos, sin embargo, lo que no pudo fue “soportar la estupidez”.

Texto extraído del sitio: https://www.jotdown.es/2019/12/la-dimision-en-1938-del-general-aleman-ludwig-beck/

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