Los aborígenes vuelven a su tierra

La restitución de los los restos de nueve caciques y aborígenes Qom que se realizó ayer (VER NOTA) tiene una lejana relación con la revolución de Vaimaca Pirú, el último charrúa. Esta es su historia:

Vaimaca Pirú murió añorando su tierra, su familia lejana, sus cuchillas orientales (que tan bien conocía cuando, al frente de sus charrúas cimarrones, hostigaba a los cristianos). Se dejó morir, cansado de ser estudiado, medido, palpado en toda la extensión de su anatomía. Su muerte fue una nueva excusa para alimentar a las ciencias.

Jefe de los charrúas, soldado de Artigas, animal de experimentación, último líder de una nación agónica, Vaimaca Pirú murió a los 55 años, en Chausée d’Antin 27, París, el 13 de septiembre de 1833.

Difícil es precisar cuándo nace una historia. ¿Debemos remontarnos a Solís, devorado por un ancestro del cacique, o al momento impreciso de su nacimiento en algún lugar al norte de Río Negro? Era de sangre de jefes y, cuando joven, supo cabalgar con don José Gervasio Artigas, blandengue del rey que no combatía a la indiada. El caudillo los respetaba como hombres y guerreros, y supo tenerlo a Vaimaca entre sus tropas cuando llegó el momento de pelear por la patria que nacía y protegerla del invasor lusitano. Como dice una vieja canción oriental: «Ven a los indios formar el escuadrón». Y allí se lo veía al cacique al frente de trescientas lanzas que respondían ciegamente sus órdenes.

Artigas no tuvo suerte y los porteños le enrostraron su pasado, y sus viejos amigos lo dejaron de lado. Después de tanto sacrificio, se fue al Paraguay, donde vivió treinta y cinco años más, trabajando la tierra que «El Supremo», el doctor Rodríguez Francia, le había dado por prisión sin rejas.

Vaimaca y los suyos volvieron a sus pagos. Cada tanto se alzaban con algunas vacas, o se arriaban unos pocos borregos. El general Fructuoso Rivera, primer presidente de la nueva nación oriental, presionado por la prensa y por todo el espectro político de su país, quiso terminar con los desórdenes de esta tribu dedicada a la rapiña y al robo. Don Frutos les tendió una trampa a sus viejos compañeros de campaña en Salsipuedes, convocándolos como amigos a una reunión, el 18 de abril de 1831. Treinta y tantos charrúas murieron al resistirse a ser aprehendidos por las fuerzas de Rivera; algunos lograron escaparse y se tomaron venganza contra Bernabé, el sobrino de Don Frutos. Cuando este intentó darles alcance, la derribaron de su caballo, intentaron ahogarlo y, estando vivo, lo cuerearon como un toro cimarrón. Los orientales enterraron a Bernabé en el Cementerio Central de Montevideo, donde le levantaron un monumento que narra su padecimiento.

Muchos charrúas fueron llevados en cadenas hasta la capital. Entre ellos, iba Vaimaca, que se reponía de un sablazo en la frente. Lo dejaron suelto por las calles: la ciudad como prisión. Vestido en harapos, se gastaba lo poco que tenía en vino y aguardiente. Pasaba el día borracho para no verse reducido a la mendicidad. Aun así, las autoridades le temían. Lo vigilaban de cerca. Sabían, o creían saber, que de un grito podía alzar a los pocos charrúas que las guerras y las enfermedades habían dejado con vida.

Un día, apareció un tal François de Curel, que terminó con esta amenaza llevándose a Vaimaca y a su gente a Francia. ¿Qué les habrá prometido? ¿Sabían dónde iban cuando subieron al paquebote Phaéton el 25 de febrero de 1833? Al cacique lo acompañó su amigo de siempre, Senaqué, el médico que lo curara de este último sablazo y de tanta herida y enfermedad. Iban también Micaela Guyunusa, la adolescente que había tomado por esposa, y Laureano Tacuabé, el joven guerrero.

Setenta días después, desembarcaron en el puerto francés de Saint-Malo. Los diarios de Francia dieron cuenta de estos quatre sauvage charruas y relataron sus costumbres. Hablaron de Micaela que, aún encinta de Vaimaca, se unió a Tacuabé. Sin penas, ni celos, ni escenas, ni gritos, como respetando las leyes aún no enunciadas por el inglés que anduvo husmeando en tierras americanas los secretos de la naturaleza. Era la ley del más fuerte, del más apto para sobrevivir.

Cansado de exponerse, de mostrarse como un animal de circo, exótico y bestial, Vaimaca se dejó morir de hambre y vergüenza. Se fue, convencido de que, detrás de ese tenue velo que llamaban muerte, podría volver a cabalgar con los suyos en medio de las cuchillas orientales, buscándolo a Rivera para vengarse.

Antes había muerto Senaqué, sin remedios contra la fuerza del destino. Al poco tiempo, Micaela dio a luz a una niña y, días después, falleció. En su lecho de muerte, le pidió a su esposo que cuide a la recién nacida, hija del último jefe charrúa, líder de una nación que agonizaba. Laureano la cuidó como pudo. Pero la civilización fue más fuerte. Murió la niña un año después y Laureano pudo volver a su tierra, donde se pierde su rastro.

El cadáver de Vaimaca fue «entregado» a la ciencia, más precisamente al laboratorio de Anatomía del Museo del Hombre. Allí se lo disecó, se lo midió meticulosamente y se hizo una máscara mortuoria con su rostro. Al final, quedó reducido a huesos que durmieron por ciento setenta años en ese museo dado por sarcófago. El cacique era solo huesos, a los que a veces desempolvaban y contemplaban con curiosidad. «¿No era que los charrúas eran dolicocéfalos?», se preguntaban los especialistas. ¿Por qué este último jefe insistía en tener redondeces craneanas, siendo un claro braquicéfalo como el de araucanos y patagones? Estas dudas pronto fueron dejadas de lado, olvidadas junto al cráneo de Vaimaca.

Por las migraciones y el mestizaje, los charrúas hacía años que habían perdido la pureza mezclándose con las tribus a las que sometían. ¿Eran acaso los huesos de un jefe charrúa, o algún burócrata los había guardado en el lugar equivocado? Vaya uno a saber… Lo cierto es que el cacique olvidado durmió entre hotentotes, bantúes y bosquimanos hasta que, en 1990, se iniciaron los trámites para devolverlo a su tierra.

Vaimaca fue repatriado y depositado dentro del Panteón Nacional, en el Cementerio Central de Montevideo. Esta ubicación suscitó airadas quejas de algunos de sus ahora compatriotas, que veían este tránsito como un postrer insulto al jefe charrúa. ¿Enterrado entre aquellos que habían reducido su raza a cenizas? Si solo a pasos del Panteón está el monumento a Bernabé Rivera, asesino de su estirpe. Las opiniones se dividieron. ¿Por qué no enterrarlo junto a su jefe Artigas cerca de Salsipuedes, donde fuera apresado?

Su retorno al suelo natal no se acompañó de paz eterna, sino de los mismos estudios, de las mismas medidas antropométricas que tanto fastidiaron al cacique. ¿Y ese cráneo curioso que no se condecía con los de su raza? ¿Era el verdadero Vaimaca Pirú el que había llegado desde París o se habían equivocado con algún araucano de los que había enviado Argentina para la exposición de 1890? ¿Cómo saber? ¿Con quién cotejar sus cromosomas?

Lo mismo daba. Uno de los indígenas enviados como curiosidad para divertimento de los burgueses europeos del siglo XIX, a fin de confirmar la superioridad cultural de la raza blanca, volvía cubierto por la bandera de una patria que nunca había sido la suya, aunque haya peleado por su nacimiento.

Vaimaca Pirú por fin descansa en la tierra que lo vio cabalgar con sus cuchillas peleando para ser libres.

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