Los 300, la batalla de Vilcapugio

La posesión del Potosí era indispensable para el éxito de la Revolución de Mayo. Ser dueños del cerro y su colosal producción de plata, era la única manera de asegurarse los medios para sostener los gastos de la contienda contra España. Por eso, era esencial mantener a los godos lo más alejados posible de esta ciudad reputada por ser la más rica del mundo.

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El general Manuel Belgrano dio instrucciones a los coroneles Baltazar Cárdenas y Cornelio Zelaya de sublevar a las poblaciones indígenas a espaldas de los realistas para cortar la retirada de sus líneas. Conociendo las dificultades para el desplazamiento de las tropas al mando de Joaquín de la Pezuela por la escasez de mulas, Belgrano pensaba estrangular la posición de los españoles atacando por ambos extremos. En septiembre de 1813, mientras Belgrano acampaba en la Pampa de Vilcapugio, Pezuela capturaba a Cárdenas, cuyas tropas mal instruidas, no resistieron el ataque español. Entre los papeles de Cárdenas se encontraban las órdenes de Belgrano y su intención de rodear a los Realistas. Pezuela decidió adelantarse a los hechos y lanzarse al ataque de las tropas patrias en el campo de Vilcapugio. Este avance tomó por sorpresa al ejército de Belgrano, que soportó en embate inicial a pie firme. Los patriotas reaccionaron persiguiendo a las tropas españolas, pero la llegada al campo de batalla de la caballería Realista, además de órdenes confusas, desordenaron a los hombres de Belgrano que pronto se vieron sobrepasados por el avance español, a punto tal de que la artillería quedó en manos de los españoles.

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Ante el desbande generalizado, Belgrano ascendió a un morro cercano y asiendo la bandera, convocó a reunión. Solo trescientos acudieron al llamado, la mayor parte de ellos heridos y extenuados; casi mil quinientos hombres se hallaban muertos o dispersos. Solo trescientos quedaban, como los del paso de las Termópilas, dispuestos a sostener la posición en espera de la noche.

Eustoquio Díaz Vélez, Lorenzo Lugones y Gregorio Perdriel encabezaron la marcha rumbo al Potosí, ciudad a la que debían llegar a toda costa. Arrastrando sus heridos, dispuestos a defenderse hasta el final, el general Belgrano, fusil al hombro y siguiendo a la enseña que había creado, cerraba la formación de esos valientes esperanzados en vengar la derrota. No sabían que aún les esperaba otro día aciago.

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