Leandro Alem

Su padre, Leandro Antonio Alen, junto a otros mazorqueros como Badia y el coronel Cuitiño, fue juzgado por su lealtad a Rosas y ahorcado en la Plaza de Mayo. Cuitiño pidió aguja e hilo, y coció el pantalón a la camisa para evitar que al enfrentar a la muerte quedaran expuestas sus partes (última ignominia reservada para los reos). El padre de Alem perdió el temple y debió ser arrastrado hacia su destino. Después de esta desgracia Leandro Niceforo cambio su apellido para alejarse de la penosa sombra de su padre (aunque todos lo conociesen en esa Gran Aldea).

El nombre de Leandro Alem no ha perdido su connotación romántica ni caudillezca por su origen popular. No está ausente de la memoria colectiva, como instrumento destinado a sostener los principios republicanos y democráticos de los argentinos. No faltan estudios sobre sus ideas políticas y su influencia, pero en una versión acotada e interesada de nuestra historia que llega al gran público, que no siempre refleja a este hombre valiente que clamaba por la pureza electoral y no vacilaba en empuñar el revolver en su afán de imponer sus ideas aun por la fuerza.


 

Leandro Alem cultivaba una oratoria sencilla y viril, como antaño lo hiciera Adolfo Alsina, un discurso grato a un pueblo que solía moverse más por sentimientos espontáneos que por los mandatos de la razón. Caudillo de compadritos y orilleros, pero también de “gente decente” Alem aspiraba a un vuelco en las costumbres ciudadanas, aquel hombre de barba entrecana y carácter recio que despertaba, con su sola presencia, una especie de mística entre quienes lo seguían fielmente por los avatares políticos de esos tiempos tumultuosos.

Sin embargo, sabía expresar con precisión su pensamiento en los recintos parlamentarios cuando era necesario fundar proyectos relevantes o sostener la primacía de la Constitución. En aquellos debates de insignes oradores, exponía sus ideas iluminadas por sus convicciones y la cultura que había construido a lo largo de su agitada vida. Su discurso sobre la federalización de Buenos Aires, que pronunció en una Cámara de Diputados provincial adversa, se convirtió en una profecía. Un Buenos Aires macrocéfalo, la deformación monstruosa del sueño federal.

Alem convocaba a batallar en favor de una nación republicana, legalista, honesta, en la que no tuvieran lugar pactos espurios a espaldas de las mayorías. Por eso contó con el incondicional apoyo de la juventud, que lo reconoció como un auténtico cruzado de la decencia cívica.

Al igual que sus contrincantes Roca y Pellegrini, tuvo su bautismo de fuego en los campos de batalla del Paraguay. Toda una generación despertó bruscamente a la vida en los esteros guaraníes, y volcó sus pasiones en las contiendas políticas.

Estos adversarios se conocían profundamente y cada cual tenía su percepción del camino que les parecía viable para la construcción del país. Roca, militar metódico, y paciente, acostumbrado a enfilar a sus soldados en el Ejército de Línea como a los hombres que lo seguirían en las lides políticas, preparándose para ser un estadista eficaz y pragmático. Pellegrini, “el Gringo”, se encerraba en su cuerpo de gigante con alma ardiente, capaz de explosiones temperamentales, pero que poseía una mente organizada y una percepción sutil, capaz para detectar y resolver los problemas del país. Alem, siempre se inclinó en poner el pecho a los entreveros sin disciplina pero con más convicción para lograr sus ideales.

Había sufrido y padecía grandes tormentas personales: era una criatura cuando su padre, miembro de la temible Sociedad Popular Restauradora de tiempos de Rosas, fue ajusticiado con otros “mazorqueros”. Su niñez resultó tan triste como su juventud signada por las privaciones y los desencantos. Sin embargo, halló fuerzas para oír el llamado de la patria y formar parte de la vanguardia del Ejército Argentino en la primera etapa de la lucha contra los paraguayos y para concluir su carrera de Derecho. La pobreza lo mordió sin piedad. Sus dietas de legislador, que en ocasiones puso en manos de instituciones de beneficencia, no alcanzaban para cubrir los gastos de sus familiares. Quizá por eso no formó su propio hogar y permaneció soltero. Salvo unos pocos años en que se alejó de la política y afianzó su carrera en el foro, casi siempre lo atenacearon las deudas, a tal punto que sus vencimientos impagos en los bancos fueron esgrimidos como filos arma destructiva en sus días iniciales en el radicalismo.

Su coraje lo llevó a enfrentarse con Miguel Juárez Celman en la Revolución del 26 de julio de 1890, después de hacer oír su voz en las grandes asambleas populares junto a algunos personajes políticos que no apreciaba pero toleraba, en aras de unir a la oposición en un solo cuerpo. Logró la formación de la Unión Cívica Radical, donde su liderazgo no tardó en ser cuestionado a pesar de la devoción de buena parte de sus correligionarios, aunque no consiguió poner en práctica un programa. Si se conjugaron en su contra poderosos intereses y adversarios externos, además de soportar larvadas internas que terminaron por quebrar su voluntad.

Era senador nacional electo cuando optó por el camino de una nueva revolución, que estalló en varios puntos del país en 1893 y fue derrotada. Preso en la cárcel de Rosario, dirigió a sus correligionarios la conocida carta: “Aquí nadie se ha rendido y nada se ha perdido. Cada uno a su casa, guardando bien las armas”. Mucho se había perdido, y escasos habían sido los logros.

Sus años finales estuvieron signados por las derrotas y los desencuentros. Él, que había proclamado que vivía “en una casa de cristal”, su conducta estaba a la vista de todos, no aceptaba dobles intenciones ni subterfugios. Deprimido al sentir que su propio sobrino Hipólito Yrigoyen cuestionaba su liderazgo, tomó la más drástica de las medidas en una vida envuelta por el drama. La intransigencia en la lucha contra sus adversarios se proyectaba en su interior, y lo encerró en su propia torre de marfil hasta poner fin a su vida de un balazo (el 1 de julio de 1896) a los 54 años, cuando se encaminaba al Club del Progreso, para morir entre amigos, con los que no siempre había compartido una misma ideología, pero a los que se sentía unido por una hermandad de sentimientos y deseos de ver una patria noble y fuerte, su sueño más deseado.

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Mesa donde yacía el cuerpo de Leandro N. Alem luego de suicidarse el 1° de julio de 1896.
Mesa donde yacía el cuerpo de Leandro N. Alem luego de suicidarse el 1° de julio de 1896.

 

Compartimos este programa de TENEMOS HISTORIA con la participación del historiador Miguel Ángel de Marco, autor de “Alem. Caudillo popular. Profeta de la República”

Leandro N Além – Miguel Ángel de Marco

 

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