La Piedra Rosetta, el fin del misterio

Si no hubiese sido por las ansias imperiales de Bonaparte, quien sabe si hoy podríamos entender el significado de los jeroglíficos de las Pirámides. Napoleón, en realidad, buscaba un camino hacia la India para atacar al corazón del Imperio Británico. Como persona de una notable cultura, Napoleón no solo contaba con soldados para pelear, sino que también incluyó científicos e investigadores, a fin de develar los secretos de esta tierra milenaria.

Entre ellos, se encontraba Jean Baptiste Joseph Fourier, uno de los primeros en ver la piedra con antiquísimas inscripciones de 1,10 metros de alto y 760 kg de peso. Ésta fue hallada por el soldado Pierre-François Bouchard en 1799, mientras cavaba una trinchera en la localidad de Rashid, (los franceses llamaban Rosetta a este lugar). Sin bien la inscripción de los jeroglíficos estaba en dos lenguas ya conocidas (escritura demótica egipcia y griego antiguo) no resultó tan fácil descifrarla. Los esfuerzos de Johannes Goropius Becanus, Atanasio Kircher y Jörgen Zoega solo lograron un moderado avance en la traducción del texto, hasta que la genialidad políglota de Jean-François Champollion (que hablaba con fluidez varias lenguas muertas) permitió determinar las claves del enigma.

Como los franceses habían sido expulsados de Egipto (la campaña había sido un fracaso, solo resarcido por la victoria de la Batalla de las Pirámides y el prestigio del pequeño Corso) la piedra Rosetta terminó en manos de los ingleses, quienes se la llevaron al Museo Británico, donde Thomas Young se dedicó a descifrar el significado de las inscripciones. Champollion, que se había familiarizado con el estudio sobre jeroglíficos realizados por Silvester de Saçy, se dedicó con una vehemencia casi obsesiva a descifrar los secretos del lenguaje de las Pirámides, corrigiendo y ampliando el trabajo de Young, con quien mantuvo inicialmente una amable relación epistolar, que finalmente se transformó en franca enemistad.

Hacia 1815 Champollion decidió seguir a Napoleón en su retorno a París. Durante los célebres 100 días del Gran Corso, Champollion fue uno de sus más entusiastas seguidores; fervor que le costó el destierro después de Waterloo. Recién en 1818 le fue permitido volver a Francia, donde se dedicó a completar su interpretación de los jeroglíficos. Así logró componer una tabla con 300 signos y también pudo detectar la existencia de letras homoformas, es decir que podían sonar igual, aunque se escribiesen de distinta forma. El 27 de septiembre de 1822 Champollion presentó el resultado de sus estudios en la Academia de París. No todos dieron crédito a sus afirmaciones y Thomas Young lo acusó de plagio.

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<p>Tabla de Champollion con los caracteres fonéticos jeroglíficos y sus equivalentes demóticos y griegos (1822).</p>
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Tabla de Champollion con los caracteres fonéticos jeroglíficos y sus equivalentes demóticos y griegos (1822).

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Champollion tuvo un tardío reconocimiento cuando fue nombrado curador de la Colección Egipcia del Museo del Louvre. Recién entonces pudo viajar a conocer la tierra de los jeroglíficos a la que había dedicado su existencia. Después de 18 meses de trabajar como arqueólogo en Egipto, Champollion volvió enfermo a Francia, donde murió de diabetes y tisis, cuando solo tenía 41 años.

Curiosamente, existe un busto del sabio egiptólogo en el boulevard Oroño de Rosario, Argentina.

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