La gran plaga de Londres: distintos tiempos, similares reacciones

El mismo hábito que adquirimos de enterarnos diariamente sobre la cantidad de infectados y muertos por esta pandemia la tenían los ciudadanos de Londres cuando la gran epidemia de peste bubónica los azotó en 1664. Bills of mortality era la publicación realizada por orden de su majestad, que cada semana y a lo largo de los meses que duró la peste anunciaba el número de víctimas. Aunque en su título hablaba de mortalidad, esta lista enumeraba los entierros semanales que, a todas luces, no eran la totalidad de los fallecimientos, ya que muchos cadáveres eran abandonados en terrenos baldíos. Y tampoco todos los incluidos en dicho “Bill” habían muerto de peste.

La crónica de esos días de desesperación y desesperanza comenzaron en la parroquia de St. Giles, donde se detectaron los primeros casos, y fue descripta minuciosamente por un funcionario llamado Samuel Pepys quien, en su diario, llevaba una detallada descripción de su vida cotidiana, mientras tropezaba con cadáveres insepultos en las calles desiertas de una de las urbes más populosas del mundo.

Si bien los casos iniciales datan de diciembre de 1664, Pepys no tomó conciencia de la envergadura del problema hasta abril de 1665, cuando se enteró de la clausura de algunos negocios vecinos, que las autoridades marcaban con una cruz roja en la puerta. “Que Dios se apiade de nosotros”, escribió Pepys después de la primera mención de una peste que cobraba entre 6000 y 10.000 víctimas por semana.

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Londres - 1665

Londres – 1665

A pesar de estas cifras escalofriantes para una ciudad como Londres -de algo más de 400.000 habitantes-, en ningún momento se propuso una cuarentena. Cada cual procuraba su forma de combatir la peste: no sabían que se transmitía por la picadura de una pulga de la rata.

El rey abandonó el palacio con su corte, los jueces abandonaron los tribunales y los políticos sus escaños. El terror a la enfermedad, que entonces implicaba una espantosa muerte, provocó la diáspora de la ciudad y la proliferación de remedios poco efectivos que implicaban una buena dosis de deseo autocumplido y pensamiento mágico.

El primer remedio que utilizó Pepys para alejar las miasmas contagiosas era el recientemente introducido tabaco que, originalmente había sido prohibido por el rey James I y le costó el favor real de quien le había traído de América: sir Walter Raleigh. Aunque el tabaco no impedía la diseminación de la enfermedad, al menos tapaba los espantosos hedores que se diseminaban por la ciudad. También se tomaban infusiones llamadas “aguas de la plaga”, con un “blend” de hierbas aromáticas, inútiles pero estimulantes.

Hombre informado, Pepys conocía la Teoría Hipocrática de los Humores y sobre la génesis de la melancolía por el exceso de bilis negra. Para no deprimirse trataba de no abatirse por las noticias de las muertes de personas que frecuentaba, como su médico. Finalmente, Pepys abandonó Londres para encontrar el rechazo de los habitantes de las comarcas que frecuentaba, quienes pensaban que él podía ser un transmisor de la enfermedad.

Sin embargo este miedo paranoide que lo embargaba no le impedía visitar a su amante. Algunas urgencias nos hacer correr riesgos, que desde una perspectiva, pueden parecer superfluos, aunque respondan a esas necesidades que estimamos impostergables.

Los últimos meses de 1665 marcaron el pico de la enfermedad. Tampoco esta hecatombe le impidió concurrir al teatro. Curiosamente asistió a una tragedia (The Maid´s Tragedy, de Francis Beaumont y John Fletcher), como si necesitase ver el drama de los otros para alejarse de los problemas cotidianos -vale recordar que al comienzo de la actual pandemia el libro más leído fue La peste, de Albert Camus-. Como podemos apreciar, el miedo a enfermar puede ser superado por otras pasiones o simplemente la evasión, el deseo de pasar un buen momento con amigos.

Para febrero las muertes habían caído lo suficiente para que la ciudad volviese a la normalidad. Las muertes acumuladas según Bills of mortality sumaban 68.000 víctimas, aunque las estimaciones hablan de 30.000 casos no registrados. El monarca volvió con su corte a Windsor, los jueces a Westminster y el Parlamento a sus debates. Sin embargo, otro desastre se cernía sobre la ciudad llena de casas y locales abandonados: el fuego.

La vieja Londres de maderas y arcilla quedó reducida a cenizas para ser reconstruida por arquitectos como Christopher Wren. Atrás quedaba una época oscura descripta por Samuel Pepys, en un libro que trabajó durante esos tiempos de la epidemia.

Este texto fue publicado en La Nación

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