La conspiración de Álzaga

El que Álzaga conspirara era, no solo comprensible, sino casi inevitable dadas sus convicciones, su carácter orgulloso y la manera denigrante en que había sido tratado por los sucesivos gobiernos revolucionarios.

Recapitulemos brevemente lo acontecido hasta entonces, Martín de Álzaga, Felipe Sentenach y Miguel de Esquiaga habían sido sometidos a juicio luego de fracasar el motín del 1ero. de enero de 1809 contra Liniers. La acusación contra ellos, de buscar la independencia, era muy seria porque significa un delito de lesa majestad, penado con la muerte. El 24 de julio de 1810 fueron sobreseídos por un tribunal en el cual figuraban dos futuros revolucionarios: Martín Rodríguez, que llegaría a ser gobernador de Buenos Aires, y Juan Bautista Bustos, que ocuparía igual cargo en Córdoba.

Por orden de la Primera Junta, y a pesar de haber sido sobreseído, Álzaga fue confinado, desde agosto de 1810 a febrero de 1811, en la isla de la Magdalena, pueblito cerca de Ensenada, y luego en Guardia del Salto, 40 leguas al norte de Buenos Aires, para que no pudiera comunicarse con Elio, el virrey actualmente en Montevideo. Recién en noviembre de 1811, se le permitió instalarse en su quinta de Barracas, aunque no cesaron por eso sus males. En la Primera Junta había tenido como enemigos a Saavedra (que apoyara a Liniers cuando Álzaga tratara de derrocarlo) y a Castelli, Belgrano y Rodríguez Peña, amigos de los ingleses contra los cuales Álzaga había combatido eficazmente durante las invasiones. La relación con Mariano Moreno, su letrado, se había deteriorado, aunque la precoz desaparición de éste, empeoró la situación de Álzaga, especialmente cuando asumió el Primer Triunvirato. El 13 de enero de 1812 se dictó un bando disponiendo que se entregaran al gobierno los fondos pertenecientes a los españoles no residentes en el país. Con tal motivo Álzaga fue conminado a pagar 50.797 pesos (vale recordar que el sueldo del Virrey era de 15.000 pesos anuales y un local frente a la Plaza de la Victoria valía unos $ 20.000). A pesar de exhibir los libros de su casa de comercio para demostrar la falsedad del aserto, Álzaga fue encarcelado con dos pares de grillos por orden del doctor Pedro José Agrelo, masón a quien Álzaga había recusado por estar “prevenido contra mi sin mérito alguno de mi parte”.

Un comerciante español, Pedro Varela, declaró que “presenció en la cárcel los castigos que se ejecutaron a Álzaga y a sus socios y temió que fuese igual su suerte”. Cabe imaginar la indignación de Álzaga ante este tratamiento denigrante e injusto, máxime viniendo de un gobierno que se había comprometido a reconocer la unidad del Río de la Plata con la nación española y a mandar diputados a las Cortes. Liberado porque amigos suyos le facilitaron el dinero que el gobierno injustamente le exigía, Álzaga se dedicó a conspirar contra el Triunvirato.

En junio de 1812 se conoció en el Río de la Plata el texto de la Constitución promulgada por las Cortes de Cádiz el 10 de mayo, día de San José. Los absolutistas, enemigos de dicha Constitución, la calificaran de ser un “viva la Pepa”, nombre con el que pasó a la historia. Por su carácter liberal había sido recibida con aceptación en Montevideo y en Lima. Existía el peligro, en Buenos Aires, de que muchos se inclinaran a buscar nuevamente un arreglo con la España constitucional y liberal que parecía perfilarse en esos momentos. Esto hubiera descolocado y puesto en peligro a los miembros del gobierno y a los jefes militares que los apoyaban. Es posible que, al descubrirse la conspiración de Álzaga, acosados por el pánico, las autoridades locales hayan decidido liquidar a los contarios para salvar sus propias cabezas.

Según informaron las autoridades, el 1ero. de julio una vecina denunció que el español Francisco Lacar le había dicho a uno de sus esclavos que esa semana estallaría un levantamiento en coincidencia con un desembarco luso-español, ya que el ejército de Portugal estaba a menos de 50 km de Buenos Aires, en Colonia del Sacramento. En pocas horas podían invadir a Buenos Aires.

Resulta por demás dudoso que un partícipe de en la conspiración le comunicara estos detalles incriminatorios a un esclavo. Es más probable que el gobierno hubiera sido alertado por John Rademaker, un coronel británico al servicio de Portugal encargado de negociar con Nicolás Herrera un cese de hostilidades en la Banda Oriental.

El cónsul norteamericano, W.C. Miller, le escribió a James Monroe, entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, que Álzaga le había presentado a Rademaker “un documento firmado por 48 individuos que le ofrecían un millón de dólares para que suspendiera la retirada portuguesa mediante una contraorden”. Miller le había dicho a Pueyrredón, presidente del Triunvirato entonces, “que sería prudente que el Ejecutivo estuviera alerta, pues se hablaba de una situación crítica y estaba rodeado de enemigos”.

Como Rademaker se trasladó a Colonia para entrevistarse con el comandante de las fuerzas portuguesas, Diego de Souza luego de firmar el armisticio con Herrera, algunos autores piensan que el inglés pudo haber sido el encargado de llevar el dinero prometido a ese general, y que denunció la conjura para no rendir cuenta de esos fondos y quedarse con ellos.

Según el doctor Agrelo (el mismo que antes hiciera poner preso injustamente a Álzaga), el general Souza le habría mostrado a Rademaker, como justificación de su negativa a retirarse, la lista de quienes aportarían dinero para los gastos de transportar sus tropas a Buenos Aires y así reiniciar la contrarrevolución.

La versión de Vicente Fidel López también implica a Rademaker pero es distinta. Según él, al volver Rademaker a Buenos Aires luego de pedirle a Souza, sin resultado, que se retirara a la frontera, llegó a sus manos, por error, una comunicación proveniente de Montevideo, con detalles de la conjura; “Radameker antes de partir habló sobre esto con el señor Pueyrredón, presidente del Triunvirato, y en términos vagos pero hábiles le hizo sentir que algo grave pasaba en la ciudad”.

Lo cierto es que Radameker, retornó repentinamente a Río de Janeiro, antes de que se descubriera el complot y sin esperar la ratificación del armisticio.

A pesar de que el complot no había tenido principio de ejecución alguno, ni se conocía la amplitud y alcances del mismo, la Logia Lautaro y la Sociedad Patriótica pidieron un castigo ejemplar de los conjurados.

Lo que vino a continuación fue un verdadero baño de sangre. El 2 de julio, Chiclana hizo ejecutar al primer acusado, Francisco Lacar, y a partir de esa fecha se ajustició, por fusilamiento o en la horca, a treinta y dos personas. Martín de Álzaga fue capturado y ejecutado el día 6 en la Plaza de la Victoria. El deán Funes le escribió cuatro días después a su hermano Ambrosio: “Álzaga ha dejado aturdidos a todos por la serenidad y presencia de ánimo con que se presentó al suplicio; no parece sino que, despreciando la muerte, pretendía insultar a los que se la daban”.

El 13 de julio se ejecutó al Superior del Bethlemitas, fray José de las Ánimas, que era así mismo director del Hospital de Belén. Los cadáveres de los ajusticiados quedaron expuestos en horcas levantadas en la Plaza. Esta cruenta y excesiva represión fue ordenada por tribunales constituidos por Rivadavia, Vieytes, Monteagudo, Chiclana, Agrelo y Miguel de Irigoyen. Con este acto, la revolución liquidó a un conjunto de líderes de la resistencia a las invasiones inglesas y, para mayor escarnio, fueron colgados en la Plaza de la Victoria (así nombrada para conmemorar el triunfo sobre los invasores).

Liniers, héroe de la Reconquista, Gutiérrez de la Concha, que comandara el transporte de las tropas desde Colonia y Allende, que luchara contra los ingleses en Montevideo, habían sido ejecutados en 1810, en Córdoba.

Moría ahora Martín de Álzaga, brillante organizador de la defensa de Buenos Aires cuando la segunda invasión y fray José de la Ánimas, que había sido destituido de su cargo durante la ocupación inglesa por ser el único religioso que se negara a jurar obediencia al rey de Inglaterra. Entre otros ejecutados estaban: el coronel Felipe Sentenach, profesor de la Escuela de Matemáticas que proyectar un túnel bajo las Temporalidades para atacar a los ingleses durante la primera invasión, Matías de la Cámara, yerno de Álzaga, ejecutado por no haber podido indicar el paradero de su suegro y Francisco Tellechea, un rico comerciante español. Con la hija única y menor de edad de Tellechea, Juan Martín de Pueyrredón, el ex presidente del Triunvirato que condenara a muerte a su padre, se casó tres años después. De éste había heredado su hija, entre otras cosas, la propiedad hoy conocida como la “Quinta de Pueyrredón”.

De los tres hijos varones de Álzaga, uno continuó su carrera militar en el Río de la Plata, pero el otro volvió a España, donde instó a la recuperación de la ex colonia. Un tercero fue acusado de un asesinato y permaneció prófugo por muchos años.

La esposa de Álzaga, avergonzada por este trágico fin, prohibió que sus hijas saliesen de su casa y así fue; todas murieron en el hogar paterno, que solo abandonaron para habitar la bóveda familiar en el Cementerio de la Recoleta donde, después de 1866, fue enterrado Don Martín, héroe de la Resistencia y una figura que podría haber logrado un arreglo con España, menos violento que las guerras que debimos sufrir.

 

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