Historia de la Universidad de Buenos Aires

La Universidad de Buenos Aires fue fundada después de una serie de intentos que no prosperaron, iniciados en la Ciudad en 1778 por el Virrey Juan José de Vértiz, siendo rey de España Carlos III. El 9 de agosto de 1821, un Edicto del Gobierno provincial de Martín Rodríguez, refrendado por su Ministro Bernardino Rivadavia, dispuso la erección de la Universidad de Buenos Aires, fundación que se hacía con un explícito propósito pedagógico. Aunque su texto sólo llega hasta el año de su primera edición, sigue siendo el mejor libro sobre la “Historia de la Universidad de Buenos Aires” el de Tulio Halperin Donghi, publicado por Eudeba en 1962. A él resulta útil complementarlo con la lectura del texto de Pablo Buchbinder “Historia de las Universidades Argentinas”, editado en 2005.

La Universidad de Buenos Aires nacía como una institución moderna y laica, impregnada del progresismo iluminista. El primer Rector fue el Dr. Antonio Sáenz. La actividad del Dr. Sáenz al respecto, databa de unos años antes, cuando el febrero de 1816 el entonces Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón le encomendara preparar la fundación de una Universidad. Sin embargo, el proyecto de la época de Pueyrredón tiene diferencias sustanciales con el del tiempo de Rivadavia, especialmente en el carácter filosófico.

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Antonio Sáenz, primer rector.

Antonio Sáenz, primer rector.

La Institución nace como “Universidad Mayor”, con fuero y jurisdicción académica. El 12 de agosto de 1821 se realizó el acto de inauguración de la nueva Universidad e instalación de sus autoridades – Rector, Vicerrector, Secretario, Cancelario, Doctores integrantes de su Sala-, ceremonia que se llevó a cabo en el templo de San Ignacio, en la “Manzana de las Luces”, que por entonces pertenecía al Estado y carecía de funciones religiosas. El edificio, la iglesia más antigua que se conserva en Buenos Aires, había sido erigido por los Jesuitas, pero la Compañía de Jesús había sido expulsada por orden del rey Carlos III en el año 1767 y sus bienes habían pasado a la Junta de Temporalidades. A partir de 1772 el templo fue utilizado como Salón de Actos del Real Colegio de San Carlos y lo fue también, a partir de 1818 del Colegio de la Unión del Sur, siendo Juan Crisóstomo de Lafinur el primer laico profesor de filosofía.

El 12 de agosto de 1821 la UBA nació para defender la libertad. Y para defender la independencia del país “bajo el orden representativo y único imperio de la ley”: tales las exigencias que planteaba el juramento exigido al Rector y a los doctores… Pero la exigencia era aún mayor: “¿Juráis y prometéis conservar y sostener todos los fueros y privilegios de la Universidad?”. La UBA nació como extensión de la revolución de la Independencia hacia el campo cultural, pero además, como entidad autónoma, obligada a defender la libertad y a sostener el gobierno representativo y la ley. Quebrados éstos la Universidad quedaba libre para sostenerlos en rebeldía hasta su restablecimiento. Y esa es su historia de dos siglos, nacida allí, en la Manzana de las Luces.

En su Edicto de erección, en 1821, se describía su circunstancia fundacional: “Las calamidades del año veinte lo paralizaron todo, estando a punto ya de realizarse. Pero habiéndose restablecido el sosiego y la tranquilidad de la Provincia, es uno de los primeros deberes del gobierno entrar de nuevo a ocuparse en la educación pública y promoverla por un sistema general”. La educación era parte insoslayable del proyecto de país, el camino para construir aquella soñada “nueva y gloriosa nación” que se levantaba “a la faz de la Tierra”.

Desde que el periódico “El Argos” la llamara “Manzana de las Luces” el 1° de septiembre de 1821, menos de un mes después de la instalación en ella de la Universidad de Buenos Aires en un clima intelectual claramente iluminista, aquel que había sido el solar jesuítico se convirtió en el lugar de la ciudad que mejor documenta la evolución cultural de la Argentina. El sitio en donde habían florecido el tomismo y el barroco pasó a ser el lugar desde donde irradiaban las luces de la inteligencia ahora empeñadas en la germinación local de las ciencias naturales y de la filosofía empirista.

Con la creación de la UBA, el desarrollo de las humanidades y de las ciencias tuvo en la Manzana un potente faro que iluminó el avance del país, una República fundada en la razón.

Después de varias décadas de labor, con altibajos causados por las turbulencias políticas de la Provincia de Buenos Aires y del país, la Universidad de Buenos Aires fue reorganizada en tiempos del romanticismo durante el gobierno provincial de Bartolomé Mitre, siendo su gran Rector de aquel tiempo el humanista Juan María Gutiérrez, destacado miembro de la Joven Argentina y de la Generación del ’37, cuyo rectorado se extendió entre 1861 y 1873.

Durante el rectorado de Gutiérrez, como parte de una política cultural, científica y social que continuaba la idea fundacional de la UBA, se acentuó el carácter institucional universitario independiente del influjo teológico y favorable al desarrollo de la actividad científica y filosófica libre. En ese contexto, la principal innovación pedagógica fue la recuperación de los estudios teóricos y experimentales en ciencias formales (“matemáticas puras y aplicadas”) y “ciencias naturales”, con su complemento y derivación en la inclusión en la UBA de disciplinas y trayectos de formación universitaria en áreas como ingeniería y arquitectura, todas ellas incluidas en el nuevo Departamento de Ciencias Exactas, fundado por Gutiérrez.

En 1865 elaboró un reglamento universitario que establecía que la UBA sería gobernada por un Consejo de Catedráticos presidido por el Rector y en 1872 Gutiérrez redactó un proyecto de Ley que constituye una de las bases doctrinarias fundamentales de la autonomía universitaria en la Argentina.

Por entonces, la UBA era en realidad una federación de facultades, y, a diferencia de lo imaginado por Gutiérrez, poco después la Universidad quedó a cargo del control de la expedición de títulos profesionales habilitantes, acentuándose la función profesional en permanente tensión con la función disciplinar vinculada al saber y la dilatación del conocimiento. Por primera vez, el influjo del positivismo francés prevaleció sobre la inspiración británica y la adhesión al pensamiento de Wilhelm von Humboldt.

En 1880, al término del período político de la “Organización Nacional”, la República Argentina pudo resolver el último de los conflictos pendientes desde 1810, con la federalización de la Ciudad de Buenos Aires y su declaratoria como Capital Federal de la Nación. Este proceso culminó con la distribución entre el Estado Provincial y el Estado Nacional, de las instituciones estatales que hasta entonces habían funcionado en la ciudad y la provincia de Buenos Aires, como las escuelas, las bibliotecas, los museos, los bancos y la Universidad. La UBA quedó entonces dentro de la jurisdicción nacional. Estos hechos ocurrieron, además, en un contexto de crecientes conflictos entre los sectores ideológicos laicistas y clericales, tomando la Ciudad, el Estado Nacional y la Universidad de Buenos Aires un rumbo decididamente neutral en materia religiosa que constituía la principal proposición del sector laicista, en gran medida influído por las derivas de las ideas de Charles Darwin, Thomas Huxley y Herbert Spencer. Este clima intelectual favoreció la investigación científica y la docencia libre de condicionamientos externos de carácter religioso o político, implicó un fortalecimiento intelectual de la UBA, un creciente influjo sobre la sociedad, y un gran impulso para las llamadas “profesiones liberales”.

La sanción en 1885 de la “Ley Avellaneda” (N° 1597/85), la primera norma universitaria de alcance nacional en el país, basada en el texto redactado y propuesto por el Dr. Nicolás Avellaneda, ex presidente de la República y a la sazón Senador Nacional y Rector de la UBA.

En el transcurso del debate parlamentario del proyecto, se produjo un valioso intercambio de ideas en torno a la conveniencia o inconveniencia del sistema de concursos para la provisión de cátedras, triunfando la posición opuesta a los concursos, en contra del deseo de Avellaneda.

En virtud de esa Ley, queda en manos de las Universidades Nacionales (Buenos Aires y Córdoba a la sazón) el derecho exclusivo de expedir títulos. Si bien aseguraba la autonomía universitaria y organizaba su autogobierno, integraba los Consejos Académicos con profesores en ejercicio de la docencia y con notables ajenos a la enseñanza, convirtiendo a tales cuerpos en Academias dotadas de autoridad y de la misión de proponer ternas para ocupar las Cátedras que, finalmente eran ocupadas por profesores designados por el Poder Ejecutivo Nacional, sin concurso de antecedentes ni de oposición. En 1886, la Universidad de Buenos Aires reformó sus Estatutos para adecuarse a lo dispuesto por la nueva ley.

Este régimen, de carácter conservador, no impidió la actualización universitaria por mérito de quienes lo aplicaron, pero no establecía ninguna garantía de renovación y supeditaba la vida universitaria a las decisiones del poder político. Fue un sistema bastante estable mientras fue hegemónico el pensamiento positivista, pero hacia fines de siglo empezó a agotar su vitalidad por el surgimiento de nuevos movimientos intelectuales, como aquellos que llevaron a la creación de la Facultad de Filosofía y Letras en 1896 y a la primera reforma del Estatuto de la UBA en 1906.

En 1905 y 1906 se habían producido en la Universidad de Buenos Aires reclamos estudiantiles referidos a aspectos de su organización directiva. Como consecuencia de ellos, y basándose en un proyecto elaborado por el diputado Cantón en 1898, las Facultades dejaron de ser gobernadas por las “academias” -que se constituyeron en entes científicos independientes y quedaron como cuerpos asesores- y pasaron a ser dirigidas por “Consejos Directivos”, integrados por profesores, renovados periódicamente y electos no sólo por el Claustro sino también con moderada participación estudiantil, pasando los alumnos avanzados a ser electores aunque no elegibles.

A estas modificaciones se sumaron el establecimiento del régimen de concursos para la provisión de cátedras -algo propuesto en 1883 por Avellaneda y rechazado entonces por el Congreso, luego de un complejo debate-, y el establecimiento de la “docencia libre”, o “cátedra paralela”. Era Rector, Eufemio Uballes.

Así, luego del largo rectorado de Leopoldo Basavilbaso y siendo Rector Uballes, llegó a Buenos Aires el influjo de la revolución universitaria cordobesa de 1918. Heredera del progresismo liberal y laicista del Siglo XIX, la Reforma Universitaria era, sin embargo, una vanguardia democratizadora del Siglo XX, y fue alentada por pensadores liberales, conservadores y socialistas provenientes de diversos espacios ideológicos pero de afín preocupación por la renovación universitaria; tuvo su Manifiesto Liminar, redactado por Deodoro Roca, y sus grandes cronistas como Julio V. González y Gabriel Del Mazo. La Reforma fue un gran movimiento de ideas, en el cual participaron en Córdoba y en otros centros universitarios, muchos otros intelectuales de nota. El Manifiesto cordobés acusaba: “Nuestro régimen universitario es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo”. Esta no era ya la situación en Buenos Aires pero todavía quedaban huellas muy importantes de esa concepción. La Reforma enfrentó al dogmatismo autoritario y escolástico, pero también rechazó el dogmatismo positivista; surgió como un impulso progresista, idealista y democratizador, cuya potencia que llega hasta nuestros días.

En 1918 la situación en la Universidad de Buenos Aires era mucho menos conflictiva, y el Rector Eufemio Uballes (1906-1922) en ese año auspició una reforma del Estatuto, lo que permitió una armoniosa actualización institucional. Haciendo historia, Horacio Sanguinetti, Enrique Grande y otros autores han señalado algunos puntos centrales del pensamiento reformista: la autonomía universitaria, la democracia interna, el gobierno tripartito, la selección de profesores por medio de concursos abiertos y públicos, la periodicidad de la cátedra, la libertad intelectual, la calidad de la enseñanza, el rigor científico, el ejercicio de la investigación, la labor de extensión como proyección social, la activa participación en el gobierno de las casas de estudios de graduados y estudiantes.

A partir de entonces, y a pesar de la tensa situación política generada por el golpe militar de 1930 y su embate contra sectores universitarios -que motivó conflictos, renuncias y rebeliones- la UBA puso seguir conservando un funcionamiento bastante autónomo y hasta cierto punto independiente de la coyuntura política. Estas condiciones se perderían sustancialmente a partir de 1943, cuando un nuevo golpe militar desplazó a un gobierno civil ilegítimo por causa de fraude electoral y notablemente desprestigiado. En 1945 la Universidad fue avasallada nuevamente, perdiendo su autonomía y viendo aplastada la oposición representada por un vasto movimiento de rebeldía estudiantil y apoyada por el Rector Rivarola y la mayoría de las autoridades universitarias legítimas. Los hechos derivaron en violencia y en el alejamiento forzado de la Cátedra de gran cantidad de eminentes profesores universitarios.

Impuestas dictatorialmente unas nuevas autoridades universitarias se oponían al principio de la libertad de cátedra y a los postulados reformistas y defendían una concepción autoritaria y jerárquica de la vida académica. Con altibajos y diferencias de grado, pero con persistente oposición estudiantil, la dependencia de la UBA del Poder Ejecutivo Nacional se prolongó por una década.

En septiembre de 1955 un nuevo movimiento cívico-militar desplazó al gobierno en ejercicio y, poco después, las universidades fueron ocupadas por grupos de estudiantes y graduados que hasta entonces habían actuado el la resistencia al sistema iniciado en 1945. Con amplio apoyo estudiantil y del profesorado, en la UBA fue designado interventor, a partir de una terna presentada por la FUBA, el historiador José Luis Romero. Se inició entonces un proceso de desplazamiento, también motivado ahora por razones políticas, de aquellos docentes y administrativos que habían estado vinculados en forma más estrecha con el gobierno derrocado y de regreso a las aulas de profesores que habían sido desplazados. El nuevo régimen estableció un nuevo marco legal para el gobierno de las universidades y con ese propósito sancionó un decreto que reestableció la autonomía universitaria, dispuso que las casas de estudios serían gobernadas por sus diplomados, estudiantes y profesores (asegurando el papel directivo de estos últimos), y también determinó que los docentes serían designados por concursos sustanciados por las mismas casas de estudios.

Este período se extendió por una década en la cual la UBA vivió uno de sus momentos más luminosos y fecundos, que han empezado a ser historiados metódicamente y revisten gran interés cultural. Valga como ejemplo el libro de Catalina Rotunno y Eduardo Díaz de Guijarro “La construcción de lo posible. La Universidad de Buenos Aires de 1955 a 1966”.

En 1966 un nuevo movimiento militar derrocó al gobierno constitucional. La Universidad, a través de su Consejo Superior, se pronunció institucionalmente en contra del movimiento. Un mes después, el nuevo gobierno decretó la supresión del gobierno tripartito y la disolución de los organismos de gobierno universitario. Dispuso además que los Rectores se transformasen en interventores y se sometiesen así a las autoridades del Ministerio de Educación. El Rector de la UBA, Hilario Fernández Long, rechazó la disposición y se alejó así de su cargo. Algunas facultades, como Filosofía y Letras, Medicina, Arquitectura y Ciencias Exactas fueron tomadas por grupos de estudiantes y docentes. La respuesta de las autoridades militares no se hizo esperar y los edificios fueron desalojados por la policía y el ejército en forma violenta. Los episodios más graves se vivieron en la Facultad de Ciencias Exactas, donde la guardia de infantería ingresó al edificio y agredió físicamente a quienes permanecían en él. Más de ciento cincuenta personas, entre estudiantes y profesores, fueron detenidas y encarceladas aunque se las liberó horas más tarde. El acontecimiento es conocido con el nombre de La Noche de los Bastones Largos. La intervención y los episodios de violencia generaron una ola de renuncias en varias de las facultades. Más de 1300 docentes abandonaron sus cargos. Los que dejaron la casa de estudios pertenecían, en su mayoría, a sus grupos más dinámicos y calificados. La mitad de ellos, aproximadamente, desempeñaba sus tareas en las Facultades de Ciencias Exactas y Filosofía y Letras. Alrededor de trescientos docentes optaron por el exilio y se incorporaron a institutos y universidades del exterior. De este modo, terminó la experiencia renovadora iniciada en 1955.

Entre 1966 y 1976 las universidades nacionales carecieron de autonomía. La situación se agravó extremamente a partir de 1976. Un día después de producido el golpe militar del 24 de marzo de 1976 las universidades fueron intervenidas. En la UBA, fue designado un militar, quien sostuvo que su principal objetivo consistía en reordenar los claustros “eliminando los factores ideológicos”. Las instituciones universitarias fueron uno de los focos centrales de la represión implementada por el régimen militar. Su política se expresó en cesantías masivas de docentes y no docentes, expulsiones de estudiantes y en el secuestro y desaparición de personalidades relevantes de la comunidad académica, particularmente vinculados con la militancia gremial tanto docente como estudiantil. De acuerdo con la memoria histórica oficialmente establecida por la UBA y publicada en su página web, los atentados y la destrucción de instalaciones universitarias continuaron durante gran parte de los años 1976 y 1977 e incluyeron en el caso de la UBA la quema de más de un millón de ejemplares de textos publicados por su editorial. Cabe recordar, en este contexto, que el informe de la Conadep ha señalado que un 21% de los desaparecidos eran estudiantes y un 3,7% docentes. El 29 de ese mismo mes de marzo el gobierno estableció una ley, la 21.276, de carácter transitorio, por la que dispuso que el gobierno y la gestión de las universidades quedaría bajo la responsabilidad de funcionarios designados por el Ministerio de Cultura y Educación. Los primeros interventores designados eran hombres pertenecientes o cercanos a la las fuerzas armadas que acumulaban amplias y discrecionales atribuciones.

La política del régimen militar hacia la Universidad se propuso llevar a cabo un estricto control ideológico y político sobre los contenidos de la enseñanza, por medio de la limitación de la libertad de cátedra y la designación discrecional y arbitraria de los nuevos docentes, la supresión de los centros de estudiantes, y la severa reducción de las dimensiones del sistema universitario y especialmente de su actividad científica, con preponderancia de la enseñanza técnico-profesional.

En el año 1982, pese a la continuidad de la dictadura, recobró actividad, potencia y prestigio el activismo estudiantil que, en un contexto de debilitamiento del gobierno y renacimiento político, logró reconstruir agrupaciones y centros de estudiantes que anticiparon la recuperación democrática de 1983.

En estas circunstancias, cuando el 10 de diciembre de 1983, luego de comicios realmente libres y genuinos, por primera vez en muchísimos años, autoridades civiles asumieron el Poder Ejecutivo Nacional y representantes del pueblo y de las provincias reconstruyeron el Congreso Nacional de acuerdo con la Constitución, y el Poder Judicial pasó a ser presidido por una nueva Corte Suprema de Justicia legítima y democrática, el país pudo iniciar una etapa de paz y libertad de la cual en estos días se celebran sus primeros 30 años.

Las universidades nacionales fueron nuevamente intervenidas, pero esta vez para normalizarlas dentro del régimen de autonomía y gobierno tripartito, propiciado por la Reforma Universitaria de 1918, establecido en el Estatuto de 1960 y restablecido ahora por el Decreto N° 154 de 1983. En 1985, luego de un breve período de normalización y de importantes acciones de actualización pedagógica e institucional, la UBA pudo elegir libremente sus Consejos Directivos, su Consejo Superior, sus Decanos y Rector, y autoridades y comisiones de sus Centros de Estudiantes.

Desde entonces, en plena libertad intelectual e institucional, la normalidad ha permitido una permanente, fecunda y enriquecida renovación pedagógica, fruto de la cual no es solamente la actualización de los estudios de grado y posgrado, sino la multiplicación de carreras y cursos, el exponencial crecimiento de la investigación y la extensión y un crecimiento dimensional que implica un potencial capital intelectual para la región y para el país, cuyos efectos ya se manifiestas sobre la sociedad, la cultura y la economía y cuyas repercusiones se acentuarán seguramente en las próximas décadas.

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