Galípoli

Winston Churchill, que era por entonces primer lord del Almirantazgo británico, o sea el máximo responsable de la Marina británica, había propiciado el establecimiento de un Estado Mayor Naval con lo que logró una mejor coordinación operativa, lo que le había valido el aplauso de la oficialidad más joven.

Rusia, enfrentada a los ejércitos de Alemania, Austria-Hungría y Turquía, acababa de sufrir una dura derrota en Tannenberg y pidió ayuda a los británicos; quería expulsar a los turcos del Cáucaso. Churchill pergeñó un desembarco de tropas griegas en la península de Galípoli (punto clave para dominar el estrecho de los Dardanelos, que comunica el mar Egeo con el mar de Mármara, y separa Europa de Asia) y otro desembarco (en este caso franco-británico) con menos hombres del lado de enfrente, el lado asiático. Ambos desembarcos estarían protegidos por una flota británica, con acorazados y cruceros, que sostendría el peso de la operación.

Una vez hubieran rebasado las débiles defensas turcas, entrarían en el mar de Mármara y se transformarían en una fuerza capaz de batir cualquier posición enemiga; el objetivo final era Estambul, por entonces capital de Turquía. Dominando el estrecho de Dardanelos podría establecerse un “cordón umbilical” que uniera al imperio ruso con sus aliados; por él llegaría el trigo ucraniano, necesario para abastecer a las ciudades industriales de Gran Bretaña y Francia, a cambio de armas para el ejército del zar. Desde el punto de vista militar, el costo no parecía mucho: sólo se emplearían buques de guerra obsoletos y se distraerían pocas fuerzas de los principales frentes europeos, dado que la mayor parte de las tropas serían griegas. Con ello se buscaría implicar a Grecia en la contienda e incluso quizá se lograra animar a algún otro país que tuviera cuentas pendientes con Turquía (como Rumania o Italia) a unirse a los aliados. En el mejor de los casos, con su capital dominada por los cañones británicos, Churchill incluso creía posible que el gobierno turco llegara a pedir la paz.

El plan fue presentado por Churchill al secretario de Estado para la Guerra, lord Horatio Kitchener, y al jefe de operaciones de la Armada, el almirante John Fisher. Ambos fueron reticentes a aceptar el plan; mientras Kitchener no quería involucrar muchos hombres en la operación, Fisher recordó que un plan similar había fracasado en 1807, pero Churchill terminó convenciendo a ambos. Los rusos y los franceses, en cambio, estuvieron enseguida de acuerdo con la propuesta, y estos últimos ofrecieron sus propios buques de guerra para secundar la operación. Pero los griegos, hasta el momento neutrales, no aceptaron participar. El rey Constantino I, cuñado del kaiser y proalemán, echó a su jefe de gabinete, que inicialmente había ofrecido enviar tres divisiones de hombres, y reafirmó la neutralidad griega. El vacío dejado por la renuncia de los griegos sería ocupado por la 29a división británica y por tropas australianas y neozelandesas. Esto disgustó a los generales del frente francés, que ya contaban con ellas para cubrir sus crecientes bajas.

Pero con quien casi nadie parecía contar era con el ejército turco, subestimado por los Estados Mayores aliados. Al margen de la valentía de las tropas turcas, las fuerzas otomanas estaban siendo reequipadas con armas modernas de procedencia alemana y austrohúngara. Al comando de las tropas turcas fue designado Otto Liman von Sanders, jefe de la misión militar alemana en Turquía. Este aguerrido general de caballería había introducido oficiales germanos en los distintos escalones de mando otomanos, lo que mejoró notablemente la coordinación entre unidades. Además, entre los mandos turcos estaba surgiendo una nueva generación de oficiales, fervientes nacionalistas y con aptitudes para el mando, que demostrarían pronto su capacidad. Mustafá Kemal era el caso más notable. Este joven general, muy respetado, supo infundir en sus tropas el espíritu necesario para resistir y contraatacar una y mil veces y tuvo la capacidad de cambiar sus planes adaptándolos a lo que fuera necesario.

La fase naval de la campaña comenzó cuando la flota al mando del vicealmirante Sackville Carden se adentró en el estrecho de Dardanelos con doce grandes buques de línea (cuatro eran franceses). No todos estaban obsoletos: estaba el acorazado Queen Elizabeth, orgullo de la flota británica, por ejemplo. Carden estaba convencido de que, una vez eliminadas las fortalezas turcas, podría adentrarse sin oposición en terreno enemigo, lo que haría casi innecesaria la fase terrestre de la campaña. Insistía en apoyar con la mayor fuerza posible esta primera parte de la campaña; sus superiores estaban de acuerdo y accedieron a ello. Carden inició su avance el 19 de febrero de 1915. Tras superar exitosamente las primeras baterías turcas, una pequeña fuerza anfibia de la Armada atacó exitosamente los fuertes de Kum Kale y Sedd el-Bahr. Todo parecía ir bien. Sin embargo, los buques dragaminas, debido al incesante acoso de las baterías turcas de medio alcance, no habían podido limpiar todas las minas de la zona, y Carden tuvo que ordenar la retirada. Churchill, enojado e impaciente, presionó a Carden para que volviera a la acción. Este no sólo se negó sino que dimitió alegando motivos de salud, siendo sustituido por el almirante John de Robeck, que organizó un nuevo ataque de inmediato.

A mediados de marzo, 16 buques y 2 de reserva volverían a la carga. El constante cañoneo de la flota, que iba adentrándose en las aguas del estrecho, lograba vulnerar a los artilleros turcos. Pero los británicos no sabían que los turcos habían instalado varios días antes una nueva línea de minas en la bahía de Erén Keui. El acorazado francés Bouvet chocó con una de ellas y en menos de dos minutos se hundió con casi toda su tripulación; el crucero británico Inflexible apenas pudo escapar de la trampa, pero el Irresistible corrió peor suerte: no pudo escapar y fue blanco fácil para los cañones enemigos; el Ocean chocó con otra mina y también se hundió. De Robeck mandó detener el ataque (a esta altura, eran más “atacados” que “atacantes”)… por suerte para los turcos, porque De Robeck ignoraba que las baterías turcas estaban a punto de suspender el fuego, ya casi agotadas sus municiones. Al enterarse del desastre, el almirante Fisher, furioso, suspendió toda operación naval en la zona.

Churchill, irritado, insistía en que el ataque debía continuar y discutió agriamente con Fisher, creándose un enemigo. Lord Kitchener, en cambio, con curioso optimismo, propuso “terminar bien” lo que la Armada había comenzado, y pasar a la fase terrestre de la campaña. Sir Ian Hamilton sería el encargado de llevarla a cabo. El general Hamilton era valiente pero no tenía gran iniciativa ni datos precisos sobre las posiciones y fuerzas del enemigo. Se tomó las cosas con calma, acumulando tropas y pertrechos en Egipto y la isla de Lemnos (en el mar Egeo), con lo que consumió un tiempo precioso y, peor aún, permitió que sus preparativos trascendieran. Todo el mundo sabía sobre la operación en curso, incluida la prensa.

Así, a los servicios de información turcos les costó muy poco adivinar que el objetivo sería la península de Galípoli (en turco, Gelibolu). Hamilton había perdido el invalorable factor sorpresa. Liman von Sanders, en cambio, se mostraba más activo que nunca y supo aprovechar el respiro que le daba el enemigo. Distribuyó a sus casi 80.000 hombres entre los posibles puntos de desembarco y dejó a la 19a división al mando de Kemal como reserva táctica. También sembró las playas con alambre de púa, mandó desmontar los cañones de la fortaleza de Esmirna y hasta hizo traer algunas antiguas piezas del Museo Militar de Estambul.

Finalmente, las tropas del general Hamilton, que dirgía la operación desde el Queen Elizabeth, comenzaron a desembarcar. Al final del 25 de abril, y a pesar de la dura resistencia turca, 30.000 soldados se habían afianzado en varios puntos de la península de Galípoli, pero en lugar de avanzar recibieron órdenes de atrincherarse y conectar las distintas zonas entre sí. Mientras tanto iban llegando nuevas tropas y pertrechos.

Al contrario que su rival, Sanders estaba en primera línea, y tras asegurarse de que el ataque principal no iba dirigido contra Bolayir (que era lo que él había imaginado) sino contra los altos de Achi Baba, mandó reforzar la zona. El fracasado ataque aliado llevado a cabo tres días después (la batalla de Krithia) acentuó la convicción de Liman von Sanders. Se hizo traer refuerzos para montar un contraataque que de todas formas tampoco prosperó. Los aliados lograron ampliar sus cabezas de playa pero no podían derrotar a un enemigo cada vez más fuerte y con la moral muy alta que le disparaba desde los altos que dominaban las playas, con lo cual se llegó a una fase de estancamiento similar a la de los frentes europeos: se mataban unos a otros en medio de ataques y contraataques poco útiles.

Mientras tanto, la posición política de Churchill se debilitaba. La campaña había escapado a su control y la opinión pública inglesa pensaba que él era el único responsable. El almirante Fisher anunció que desde el principio él se había opuesto a la operación, que fue forzado a aceptarla y que hasta que el ejército no fuese capaz de asegurar la península, él no volvería a arriesgar sus buques. Al día siguiente presentaba la dimisión, a la que siguió una crisis de gobierno. Churchill quería seguir en el almirantazgo y finalizar la campaña pero ya no contaba con ningún apoyo, salvo el del primer ministro. Al cabo de unos días se anunciaba un nuevo gobierno de coalición que decidió remover a Churchill, que tendría que conformarse con el cargo de canciller del ducado de Lancaster, un cargo decorativo, un ministerio sin cartera.

El hundimiento de más navíos a manos del submarino alemán U21 hizo que los buques británicos se retiraran al puerto de Mudros, en la isla de Lemnos, más seguro, dejando a la infantería sin el apoyo de sus cañones. Nadie sabía qué hacer con una operación huérfana de padrinos, mientras miles de soldados británicos, franceses, australianos, neozelandeses e indios se consumían en la aridez de Galípoli. El calor asfixiante y las enfermedades (en especial la disentería) se extendían y los servicios sanitarios estaban desbordados. Hasta el agua debía ser traída de Egipto o de las islas del Egeo. Se había llegado a un punto muerto del que parecía imposible salir.

Finalmente se decidió una última ofensiva general para agosto: un nuevo desembarco, esta vez en la bahía de Suvla, una zona no muy defendida. El desembarco sería coordinado con un ataque en la cordillera de Sari Bair, lo que buscaba lograr la unión de ambas zonas para establecer un frente continuo. Hamilton contaba con cerca de 120.000 hombres para la operación, pero la descoordinación entre el Ejército y la Armada y una serie de errores del mando acabarían transformando la operación en un caos que impidió el avance.

La ocasión no fue desaprovechada ni por Sanders ni por Kemal (a esta altura dos verdaderas pesadillas para los aliados), que trajeron refuerzos rápidamente para apuntalar sus posiciones defensivas. Los combates eran duros y sangrientos; Hamilton pedía más y más refuerzos sin ofrecer ningún resultado tangible, lo que acabó provocando su destitución. Poco después, Londres decidiría retirar dos divisiones de Galípoli para trasladarlas a Salónica, porque para colmo Bulgaria se había unido a los imperios centrales y se había abierto un nuevo frente.

El sucesor de Hamilton fue sir Charles Monro, que fue tajante de entrada: si la campaña proseguía, lo único que se conseguiría sería aumentar enormemente el número de bajas. Conclusión: había que retirarse. Kitchener, perplejo, decidió ir a Galípoli para ver por sí mismo lo que estaba ocurriendo ahí, y terminó coincidiendo con la opinión de Monro. Nadie sabía por entonces que los turcos, al límite de su resistencia, habían desprotegido otros frentes para defender Galípoli y que barajaban la idea de pedir la mediación norteamericana para salir del conflicto.

La evacuación aliada comenzó en diciembre y se produjo escalonadamente a lo largo de un mes. La batalla de Galípoli duró diez meses, costó 46.500 muertos a los aliados, 87.000 a los turcos y un número cercano al medio millón de heridos, enfermos y desaparecidos. En el Imperio Otomano la campaña se percibió como una victoria, mientras que para Gran Bretaña se trató de una dura derrota. Aunque el informe de la Comisión de los Dardanelos lo eximió en parte de la responsabilidad, Churchill aparecía como el gran culpable.

Mientras, en Estambul, el ministro de la Guerra, Enver Pashá, se atribuyó los méritos, pero Kemal se había convertido, a ojos de su pueblo, en el gran vencedor. En Galípoli (que significa “ciudad hermosa”) había sentado las bases de su futuro, que revalidaría años después en la guerra contra Grecia hasta convertirse en Atatürk, “el padre de los turcos”.

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