Galeno, el médico del emperador

Ante todo debemos aclarar que Galeno no fue un virtuoso, menos aún un santo. Quizás este pequeño detalle lo acerque más a nuestros días. Galeno nació en Pérgamo —linda ciudad debe haber sido, pero hoy la polis que conoció no existe más: se la llevaron los alemanes y la pusieron enterita en el Museo del Pérgamo en Berlín—.

Cosa extraña, se sabe la fecha exacta de su nacimiento: el 22 de septiembre del año 131 de nuestra era. A los 17 años decidió estudiar Medicina porque su padre, Nicón, había soñado que su hijo salvaría al mundo. Como dicen los italianos: “Si non e vero e bien trovato”

Galeno recorrió todos los centros del saber para incrementar sus conocimientos. En Esmirna asistió a clases del filósofo platónico Albino y en Alejandría escuchó al metódico Justino. En Egipto fue donde probablemente tuvo la oportunidad de disecar cadáveres, algo que estaba prohibido en Grecia. A los 28 años volvió a Pérgamo con su bagaje de conocimientos a cuesta. Ya se sentía un señalado. En su libro séptimo, decía tener un entusiasmo “que le hacía desdeñar las opiniones corrientes y buscar la verdad y el saber por cuenta propia”, un pequeño adelanto de la soberbia que desplegaría con el tiempo. Esta soberbia, este hibris, es una enfermedad mortal a la que no todos sobreviven, porque el bronce al que aspiraba elevarse es altamente tóxico en nuestras venas…

En Pérgamo, Galeno trabajó en el templo de Esculapio, adjunto al gimnasio local. Se convirtió en médico de gladiadores. ¿Qué mejor forma de aprender? “Los que vamos a morir te saludan” era su carta de presentación. Seguramente, no sobrevivirían a las heridas infligidas en combate para hacer un juicio de mala praxis. La teoría aprendida, más el ejercicio de la medicina y la experiencia clínica, lo convirtieron en un hábil profesional, además de ser astuto, brillante y, como ya hemos dicho, vanidoso.

Con Galeno se inició la práctica médica de tener una respuesta para todo (si era verdad, mejor, aunque eso constituye un detalle menor) y el deporte autorreferente de hablar con insistencia de sus logros. Galeno se fue a Roma dispuesto a triunfar y lo hizo a caballito de su famoso dogma “Populus remedia cupit” (El pueblo quiere recetas), afirmación que parece salida de boca de uno de nuestros caudillos populistas. Estos últimos reparten favores y los médicos, recetas… Galeno tenía razón. A mucha gente le gusta irse del consultorio del médico con una receta, una muestra gratis, un pedido de estudios… en fin, con algo entre las manos. Otros (y cada vez son más) odian los medicamentos, desconfían de las recetas y prefieren no tomar nada. Ven los fármacos como secretos venenos de consecuencias impredecibles. Como siempre, en algún lugar cerca de la mitad del camino se encuentra la verdad.

Otra frase de Galeno que suena a lema de alguno de nuestros partidos autóctonos era: “Contraria contraus”, la terapéutica de los opuestos. Si está caliente se enfría, si está grande se achica; si está constipado, se purga. En fin, todo un principio de filosofía política…

Galeno tenía al lado de su consultorio una farmacia (hoy le estaría vedado). Allí guardaba cientos de compuestos animales y vegetales, cuidadosamente clasificados. Fue uno de los primeros en determinar con precisión la dosis por administrar. Quizás fuera ese preciosismo el secreto de su éxito; quizás su secreto se escondía en el examen meticuloso al que sometía al enfermo. Todavía persiste como parte fundamental del acto médico el tomar el pulso, examen en el que Galeno ponía todos sus sentidos. Sospechamos que parte de su prestigio podía radicar en los libros que había escrito, donde condensaba toda la sabiduría médica de su tiempo. Puede ser que el secreto de su éxito estuviese en las extensas y complicadas explicaciones que daba a sus pacientes (pacientes por “patiens”, es decir, sufrientes y pacientes por la espera) en latín o en griego, según el caso, más para ostentar sus conocimientos que para aclarar la mente del enfermo. Ayer como hoy, ellos nos miran sonrientes, afirmando con sus cabezas, mientras que sus ojos nos demuestran lo poco que entienden de lo que le estamos hablando.

Ya fuese por sus habilidades o por su prestigio, lo cierto es que un buen día Marco Aurelio, el todopoderoso emperador romano, llamó a Galeno en consulta. No era Marco Aurelio, como los otros emperadores y como muchos de sus compatriotas, un adicto a los lujos y al hedonismo. ¡No, señor! Marco Aurelio estaba influenciado por los estoicos (que no eran tan estoicos como nos quieren hacer creer).

marco-aurelio-emperador.jpg

 

Marco Aurelio
Marco Aurelio

 

A los doce años había renunciado al lujo de dormir sobre un cómodo colchón y desde entonces había pasado sus noches sobre el piso. Buscaba de esa forma la armonía con la naturaleza y aborrecía la ostentación y lo superfluo. Como era culto y preparado, se le dio por escribir. Nos dejó su libro Meditaciones, una introspección filosófica: “Aprende a despreciar la carne vil”, predicaba desde esas páginas.

Hizo todo lo posible para cumplir sus máximas. Trabajaba hasta altas horas y se pasaba leyendo a la frágil luz de las velas. Apenas comía pan, agua e higos, un menú poco tentador. Después de haber cumplido sus labores reproductivas como emperador (léase: dejó descendencia), poco frecuentó a su esposa Faustina. Esta pronto encontró consuelo en una lista interminable de amantes.

Mientras ella la pasaba fantástico, su marido se esforzaba por llegar al ideal platónico del gobernante. Para Platón, los hombres de Estado debían recibir una educación especial basada en la música, la gimnasia, el conocimiento de las ciencias matemáticas, estudios de astronomía y sobre todo oratoria y dialéctica (Queridos lectores, me asalta una duda, que ustedes seguramente compartirán: ¿tendremos alguna vez un gobernante platónico?).

Lo que más lo angustiaba a Marco Aurelio era no poder llegar a ese ideal, por más que se esforzara. Esto lo sumergía en las dudas más amargas, que llegaron a horadar su estómago. Sí, como era de esperar, Marco Aurelio sufrió úlceras gástricas. Aquí apareció Galeno en la vida del emperador. Probablemente se lo haya presentado Claudio, yerno de Marco Aurelio y jefe de estado mayor. En ese tiempo, y para los romanos, los médicos eran considerados “infra dignitatem”, apenas algo más que un esclavo (hoy avanzamos hacia ese status romano a pasos agigantados). Para ese entonces, nuestro médico había escrito más de la mitad de sus 500 libros, donde plasmó sus opiniones sobre filosofía, ciencias naturales, y sobre todo medicina. Era además un hombre rico: sus honorarios iban en aumento. Un alto funcionario, Flavio Boeto, le pagó 400 piezas de oro por la curación de su esposa (algunos pagan esa plata y más para deshacerse de ella).

Recurría Galeno a una forma bastante burda de promocionarse. Contaba a todos aquellos que lo quisieran escuchar (y eran muchos) el listado de pacientes a los que había curado, ventilando sus intimidades. “Al cónsul mengano lo curé de hemorroides y al senador zutano le saqué los piojos”. Hoy, a nadie le gustaría verse en esta lista de calamidades. Para rematarla, Galeno les daba palos a sus colegas: “Este dijo tal disparate”, “Aquel se equivocó en tal cosa”. En pocas palabras, Galeno sostenía que todos sus colegas eran unos burros. No lo decía así: los asimilaba a ciegos que viajaban por el mundo en literas. Una metáfora casi poética.

La relación entre Marco Aurelio y Galeno prometía ser un enfrentamiento de titanes: el emperador virtuoso frente al médico vanidoso. Pero nuestro médico, además de vanidoso (quizás por ello) era sagaz. Como era el quinto médico llamado en consulta, obvió algunos pasos del examen y directamente le habló de sus dolores estomacales y, a la hora de tratarlo, le dijo: “En otras condiciones te daría vino con pimientos pero, siendo tú el emperador, solo puedo darte algo de comprobada eficacia” y le prescribió empapar un trozo de algodón con aceite de nardos calientes y aplicárselo sobre el abdomen. Acá me viene a la mente un comentario: el aceite de nardos calientes sobre el abdomen poco sirve para curar a un ulceroso. Galeno curó al emperador con sugestión, algo muy común entre los enfermos psicosomáticos.

¿Cómo es que conocemos este diálogo entre Galeno y el emperador? Porque el mismo Galeno se encargó de difundirlo en sus libros, probablemente exagerando las alabanzas del emperador que vivía, como buen estoico, entregado a lo que el destino quisiera disponer. Por otro lado, los consejos de Galeno poco sirvieron, porque hasta sus últimos días Marco Aurelio se quejó de esa gastritis, mientras recorría el Imperio de guerra en guerra.

1024px-0_Marcus_Aurelius_-_Piazza_del_Campidoglio_(3).jpeg

 

Estatua de Marco Aurelio en la Piazza del Campidoglio

Estatua de Marco Aurelio en la Piazza del Campidoglio

 

En el año 166 a. C. se declaró una epidemia que asoló a Roma. Galeno describió detalladamente la sintomatología que llevó su nombre (“La peste de Galeno”). Gracias a su relato podemos inferir que se trataba del primer brote de la peste bubónica. Sin embargo, y a pesar de su juramento hipocrático, Galeno huyó despavorido de la ciudad. Digamos que no era un ejemplo de médico altruista. Mientras tanto, el emperador disponía de los medios para calmar a los dioses. Ni los sacrificios rituales, ni las hecatombes aplacaron la epidemia. Lo único que parecía dar resultado era no enterrar a los muertos dentro del perímetro de la ciudad, y así lo dispuso. La epidemia cesó, y Galeno volvió a Roma y a su consultorio.

Para Marco Aurelio todo esto era una calamidad; las desgracias y los desórdenes se sucedían. Solo la filosofía estoica podía atenuar las penas del emperador “Espera un poco más y te verás convertido en cenizas, y no quedará de ti nada más que tu nombre o ni siquiera eso”. “Si todos nos vamos a morir, ¿para qué preocuparnos?”, repetía sin mucha convicción Marco Aurelio mientras peleaba contra el insurrecto Avidio Casio. Un sentido del deber casi kantiano empujaba sus actos. Esa obstinación lo tenía a maltraer, y las innecesarias guerras que asolaban al Imperio aumentaban su desazón.

Superando la adversidad, Marco Aurelio pudo vencer a su enemigo. Le llevaron la cabeza de Casio en una bolsa, que depositaron a sus pies. Sin siquiera mirar el gesto póstumo de su adversario, la mandó a enterrar. Pero el destino se ensañaba con el emperador y, para colmar sus males, se enteró de que su esposa Faustina había instigado la conspiración de Casio. Haciendo alarde de una curiosa magnanimidad, nada le reprochó a su cónyuge, pero por las dudas se la llevó en su próxima campaña. Al llegar a Capadocia, Faustina se suicidó. Se desconoce si fue por vergüenza o porque ya no toleraba la austeridad y abstinencia a la que su marido la había condenado.

Todos esos problemas dejaban su huella indeleble en el estoico emperador, cuya filosofía no llegaba a domar sus impulsos psicosomáticos. La úlcera lo atormentaba y, al iniciar la que sería su última campaña, se llevó a Galeno para que lo asistiera.

Este privilegio despertó la envidia de sus colegas, quienes criticaron a Galeno. A estos les respondió: “El mejor médico sería el que acertara a crear un método para diferenciar las condiciones humanas… Yo sería el médico ideal si fuese capaz de distinguir la naturaleza de cada paciente con toda seguridad… Como eso es imposible, me he limitado a estudiar mucho para tratar de aproximarme a ese ideal; aconsejo a los demás que procedan de igual manera”. No podemos saber si tenía colegas tan capaces como él; lo que sí es seguro es que ninguno le ganaba en retórica.

Mientras Marco Aurelio languidecía, su hijo Cómodus se preparaba para ser emperador. Siguiendo los consejos platónicos, Marco Aurelio puso a su disposición los mejores tutores del Imperio y, por supuesto, entre ellos estaba Galeno. El médico se hizo amigo del jovencito, que no tenía nada que ver con su padre, a punto tal que las malas lenguas —sin duda, la mayoría en Roma— decían que era hijo de un gladiador, amante de su promiscua progenitora.

Statue_of_Galen_of_Pergamon.jpg

 

Estatua moderna de Galeno en su ciudad de origen, Pérgamo.

Estatua moderna de Galeno en su ciudad de origen, Pérgamo.

 

Vuelto Marco Aurelio de su campaña al Oriente, fue recibido en Roma como solo había sido recibido el divino Augusto. Desfiló triunfal por las calles de Roma con Cómodus, “cómodamente” a su lado y compartió con él la corona de laureles de los victoriosos. Pocos días después lo hacía coronar Imperator y Corregente. Esa fue una verdadera locura que solo el espíritu atormentado de Marco Aurelio no llegaba a percibir en toda su magnitud: le entregaba el Imperio a un segundo Nerón. Teniendo la oportunidad de adoptar a aquel que él creyese más idóneo para gobernar, había elegido al más incapaz y al más distante del ideal platónico propugnado por él mismo.

La historia oficial nada comenta sobre esta elección, pero un tal Dion Casio, historiador de los chismes y rumores del Imperio (la petite histoire, como dicen), relata cómo, poco después, cuando Marco Aurelio emprendió una nueva campaña, murió en Vinicola, la actual Viena. Los libros clásicos afirman que murió de peste. (Rara peste esta la que mata a una sola persona).

Dion Casio nos cuenta que “los médicos” decidieron operar a Marco Aurelio, atormentado por su úlcera y que este no sobrevivió a la intervención quirúrgica. Por fin, el emperador atormentado encontró paz a sus dudas: “Encontrarás alivio en tu vida cuando hagas todos tus actos como si fuera el último”. Efectivamente, consentir la operación fue su último acto.

Dion Casio no dice que Galeno haya sido el cirujano, pero todos sabían que Galeno acompañaba al emperador y a su amigo Cómodus, quien de esta forma accedió al poder. Fue Cómodus emperador por 15 años, con sus locuras a la altura de las de Nerón. Su afición al circo y su propensión a exhibirse compartiendo el espectáculo con gladiadores y con animales inspiró la célebre película de Ridley Scott, Gladiador. Su Gobierno fue el principio de la declinación del Imperio. Lo sucedió Publo Helvio Pertinax, general que apenas reinó dos meses. El siguiente emperador fue Marco Didio Juliano, rico senador, quien accedió al trono oblando 6000 denarios a cada legionario. Poco duró en el cargo: también solo dos meses. Fue la suya lo que los financistas llaman una inversión de riesgo.

Estos tres emperadores tan disímiles entre sí tenían dos cosas en común: los tres eran pacientes de Galeno y los tres murieron asesinados por los pretorianos, circunstancia que nuestro médico de marras no podía curar, porque contra la codicia no hay remedio.

Le llegó a Galeno el momento de morir, cosa que hizo a los setenta años. A esa altura ya nadie hablaba de él. Quizás para entonces, gracias a los años transcurridos y a los errores cometidos, había aprendido las ventajas de la discreción.

Galeno e Hipócrates asentaron los conocimientos médicos de la antigüedad e impregnaron las ciencias por más de 1500 años. Sus escritos fueron tomados como dogma. Su palabra no se podía discutir. Millones de enfermos murieron por seguir estos preceptos, sin que los médicos siquiera pudiesen aprender de lo mal que les iba a sus pacientes.

 

Texto extraído del libro IATROS (Olmo Ediciones).

 

Artículo anterior
Artículo siguiente
Ultimos Artículos

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

TE PUEDE INTERESAR

    SUSCRIBITE AL
    NEWSLETTER