El juicio a los doctores en Núremberg

Estos son solo algunos de los médicos juzgados: Hermann Becker Freyseng (1910-1961) y Wilhelm Beigl­böck (1905-1963) —médicos de la Luftwaffe— experimenta­ron en prisión la hipotermia que podían padecer los pilotos alemanes si eran derribados en el Mar del Norte. Fueron con­denados a veinte años de prisión. Posteriormente, la pena se redujo a diez años. Los prisioneros sometidos al frío extremo eran monito­reados con frecuentes tomas de temperatura rectal hasta que morían (generalmente, cuando la temperatura del cuerpo baja de los 25 grados). A algunos los trataban de reanimar para saber cuál era el método más efectivo, intentaban subir la tem­peratura con agua a distintas temperaturas, sin eludir el agua hirviendo, que ocasionaba en los prisioneros espantosas que­maduras. Curiosamente, también usaban mujeres desnudas a fin de “calentarlos” (valga la expresión). Para saber cuál era el efecto de la ingesta de agua salada en los pilotos, privaron de agua potable a un grupo de gitanos que se vieron obligados a beber agua de mar hasta morir en medio de atroces dolores abdominales. Viktor Brack (1904-1948): coronel de la SS juzgado por esterilizar a miles de jóvenes judíos mediante radiaciones a fin de impedir la reproducción de estos miembros de “la raza inferior”. Se calcula que con la ayuda del Dr. Carl Clauberg (1898-1957) fueron esterilizadas 400.000 personas. Brack fue condenado a muerte.

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Karl Gebhardt (1897-1948): general médico de la SS en Auschwitz donde realizó experimentos en reclusos amparado en su condición de presidente de la Cruz Roja Alemana. También fue condenado a muerte. El tema de la Cruz Roja Alemana fue una vergüenza y un deshonor porque la Cruz Roja fundada por Jean Henri Du­nant (1828-1910) y Gustave Moynier (1826-1910) en Ginebra en 1862 tenía la función de proteger a la población y a los pri­sioneros de cualquier nacionalidad, en defensa de sus derechos inalienables, sin embargo, en esta guerra se apeló al engaño para asistir en el traslado y en la posterior muerte de millones de ju­díos. ¡Los coches de la Cruz Roja escoltaban a los transportes en la ruta hacia el crematorio de Birkenau! Una farsa, una cruel farsa montada por los doctores Ernst Grawitz (1899-1945), Max Huber (1874-1960 y Enno Lolling (1888-1945). Después del suicidio de Grawitz, fue Karl Gebhardt el continuador de este accionar que terminó con su ajusticiamiento. La condena de Gebhardt fue posible gracias al testimonio del doctor Walter Paul Emil Schreiber (1893-1970), especialista en infectología y héroe de la Primera Guerra Mundial (conde­corado por Suiza, Finlandia y Alemania por sus servicios huma­nitarios). Después de 1920 trabajó en el Centro Walter Reed del Ejército americano valorando las posibilidades de una guerra bacteriológica. Las autoridades del Tercer Reich, con Goebbels a la cabeza, presionaron a Schreiber para instaurar una guerra bacteriológica y a tal fin realizaron experimentos en Dachau, pero Schreiber señaló el peligro de usar bacterias (que no sabían de bandos o política) y la falta de ética en la experimentación en humanos. Estas afirmaciones más el hecho de haberle negado a Kurt Blome (1894-1969) el permiso para conducir experimen­tos en Sachsenburg le trajo la antipatía de Göring. En 1945 fue capturado por los rusos y posteriormente se presentó en el juicio de Núremberg para atestiguar contra Göring, Gebhardt y otros colegas. Escapó de la Unión Sovié­tica con su familia y fue incorporado a la Operación Paperclip. Trabajó en la Randolph Air Force base en Texas, pero allí trascendió su historia y creó un revuelo a su alrededor. Fue conducido junto a su familia a la Argentina, específicamente a Bariloche, donde murió en 1970.

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Durante el testimonio en el juicio de los doctores, un experto médico estadounidense, señala cicatrices en la pierna de Jadwiga Dzido, miembro de la clandestinidad polaca, víctima de experimentos médicos en el campo de concentración de Ravensbrück.
Durante el testimonio en el juicio de los doctores, un experto médico estadounidense, señala cicatrices en la pierna de Jadwiga Dzido, miembro de la clandestinidad polaca, víctima de experimentos médicos en el campo de concentración de Ravensbrück.

 

Karl Genzken (1885-1957): teniente general médico de la Waffen-SS, también involucrado en experimentos con huma­nos. Fue condenado a prisión de por vida, aunque posterior­mente su pena fue reducida a veinte años. Waldemar Hoven (1903-1948): capitán de la Waffen-SS. Había sido apresado por los mismos alemanes al tratar de eliminar a otro oficial de la SS por investigar la relación que mantenía con Ilse Koch. Ilse era la esposa de Karl Koch, el di­rector del campo de concentración de Buchenwald. La señora Koch era conocida por coleccionar tatuajes de los prisioneros, que extraía de las formas más perversas. Los prisioneros la lla­maban “la Bruja de Buchenwald”. Tanto ella como su marido fueron arrestados por los nazis debido a las múltiples irregula­ridades detectadas en la administración del campo de concen­tración. Por esta razón, Koch fue ejecutado en abril de 1945 por orden del III Reich. Ilse fue aprehendida por los Aliados y juzgada en Núremberg por los norteamericanos que la dejaron ir por falta de evidencia. En 1951 fue juzgada por una corte civil alemana y condenada a cadena perpetua, aunque se suicidó el 1 de septiembre de 1967. Waldemor Hoven también fue condenado a muerte du­rante el Juicio de Núremberg. Joachim Mrugowsky (1905-1948): coronel médico de la SS, doctor en ciencias naturales y profesor de Higiene en la Uni­versidad de Berlín. Fue acusado por experimentar en humanos simulando heridas de combate y utilizando sulfamida para va­lorar su efectividad antiinfecciosa. Fue condenado a muerte. Herta Oberheuser (1911-1978): fue la única mujer condenada en este juicio a 20 años de prisión. Al igual que Mru­gowsky, infectaba las heridas de los prisioneros. Fue liberada a los diez años y volvió a ejercer la medicina, pero perdió su licencia cuando fue reconocida por una de sus víctimas. Gerhard Rose (1896-1992): brigadier general médico de la Luftwaffe quien investigó casos de malaria y tifus en prisioneros a los que le habían inoculado los gérmenes causantes de estas enfermedades sin consentimiento. Fue condenado a 20 años. Paul Rostock (1892-1956): era doctor en medicina y profesor titular en la Universidad de Berlín y consultor del Reich. Fue acusado de participar en experimentos médicos, cosa que no se pudo demostrar. Declarado inocente continuó su carre­ra académica hasta su muerte en 1954. El caso más notorio, dada su condición de médico de Hit­ler, fue el de Karl Brandt, el principal promotor del programa T4 para la eutanasia de jóvenes con malformaciones, deterioro mental y enfermedades hereditarias. La influencia de Alfred Hoche (1865-1943), creador del concepto “la vida inmerecida de ser vivida”, marcó sus concepciones éticas. Las personas con falencias o “mentalmente muertas” eran una carga nacio­nal y, por lo tanto, bajo esa perspectiva, no se consideraba un acto criminal eliminarlos. Según Hoche y sus seguidores, matar a estas personas era un deber moral en aras del bien común.

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Karl Brandt.
Karl Brandt.

 

Brandt puso en práctica estas ideas apealando al Gnaden­tod (o muerte caritativa). En 1945, cuando Alemania colap­saba ante el avance de los Aliados, Brandt intentó llegar a las líneas americanas, consciente de las atrocidades cometidas en los prisioneros rusos. Sin embargo, fue capturado por los ale­manes y condenado a ser ejecutado por traidor. Su muerte fue impedida por intervención directa de Himmler y Speer. Apresado por los Aliados, Brandt fue juzgado por críme­nes de lesa humanidad, crímenes de guerra, experimentos en humanos sin consentimiento, asesinatos de prisioneros milita­res y civiles, esterilizaciones masivas, pruebas con gas mostaza, sulfamidas, tifus y demás atrocidades propuestas por un grupo de jerarcas convencidos de las bases científicas y morales de su política y llevadas a cabo meticulosamente por una maquinaria criminal dispuesta a todo en aras de la ciencia y del Partido. Vale destacar que en Alemania y en otros países de Europa y América no existía el “consentimiento informado”, a pesar de haber sido propuesto en 1890 durante el sonado caso de Al­bert Neisser (1855-1916) —un destacado infectólogo descubridor de la bacteria que ocasiona la gonorrea (Neisseria gonorr­hoeae)— quien había inoculado la espiroqueta pálida (germen que ocasiona la sífilis) en un grupo de mujeres —esencialmente prostitutas— para demostrar la trasmisión de la enfermedad. Este experimento ocasionó un revuelo liderado por el psiquiatra Albert Moll (1860-1939), quien propuso sanciones disciplinarias contra Neisser (1) —por entonces uno de los profesores de dermatología más prominentes del país—. Sin embargo, y al igual que el doctor Gerhard A. Hansen (1841-1912) y sus experimentos con el bacilo de la lepra en Noruega, el tema ter­minó en la nada y quedó entre los médicos alemanes la “licencia poética” de experimentar tratamientos y pruebas clínicas en sus pacientes sin explicar las consecuencias negativas. El nazismo quitó toda atadura ética y liberó las posibilidades de investigar libremente sobre los individuos en aras del “adelanto científico” y las políticas del Reich. Cuando estos médicos fueron acusados de no haber obtenido el consentimiento informado protestaron airadamente porque no era esta la práctica habitual en Alemania, ¿pedirles permiso a las personas para servir de cobayos? No, no estaba en sus planes.

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(1). Neisser había tenido en 1874 un altercado con Gerhard A. Hansen, el médico noruego que le dio su nombre a la lepra. Se estableció una lar­ga discusión para ver quién había hallado el germen que ocasionaba esa enfermedad. El hecho destacable, para no entrar en tecnicismos, es que Hansen también trató de inocular el bacilo de la lepra en un paciente para demostrar su forma de transmisión.

Extracto del libro Ciencia y Mitos en la Alemania de Hitler de Omar López Mato.

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