Duelo del Almirante y el condottiero

“Garibaldi es una gloria argentina.”

Sarmiento

En Plaza Italia, en el núcleo de la urbe porteña, se yergue el impresionante monumento erigido en homenaje a Giuseppe Garibaldi. El mamotreto fue inaugurado en 1904 por el Presidente Julio A. Roca, acompañado por Bartolomé Mitre, pues es cierto que los dos liberales próceres tuvieron una relación con altibajos, pero para las cosas importantes eran un sólo corazón.

¿Quién fue el glorificado Garibaldi? Condottiero y masón parecen adjetivos suficientes, pero vale la pena ahondar un poco más, a fin de que los jóvenes argentinos conozcan a quien lleva siglo y medio honrado sin hesitación por cierta historiografía y gran parte de la política vernácula.

Entre su temprana fascinación por la Joven Italia de Mazzini y la campaña por la unificación republicana de Italia, siempre bajo los principios del liberalismo de corte masónico, Garibaldi recaló en Hispanoamérica como soldado de los imperios al efecto de llevar a cabo la fragmentación de los antiguos reinos hispánicos.

En sus Memorias, escritas en realidad por su fan irreductible Alejandro Dumas, Garibaldi narra su radicación en Montevideo, donde ofreció sus servicios a Fructuoso Rivera, aunque omite su filiación a logia masónica Les Amis de la Patrie. Se había afiliado a la masonería en Nápoles, luego a la logia del Brasil y finalmente a la montevideana. El Gran Oriente de Egipto lo honró con el fastuoso título de “El Gran Masón de Ambos Mundos”, otorgándole el último grado del rito de Menfis.

Durante el llamado Sitio de Montevideo -la Nueva Troya, según Dumas- Garibaldi trabó contacto con el joven Bartolomé Mitre, que a la sazón fungía de alférez del ejército riverista.

Más tarde, el antiguo “emigrado” describiría el encuentro en el librito Un episodio troyano donde relata cómo, en medio de los “homéricos combates” contra el “tirano Rozas y el degollador Oribe”, conoció al “camisa roja” y quedó arrebolado por “la especie de misterio moral que lo envolvía”.

Señala don Bartolo, para quien el saboyano era hombre de “embriaguez sagrada”, que “no necesitaba ningún estimulante extraño a su naturaleza” -aclara sin necesidad-, que éste le confió su “teoría política respecto de los males que aquejaban a la América del Sur”. ¿Y cuál era la solución de esos males? Pues no otra que “nuevas revoluciones para destruir los abusos, y nuevas guerras que la purificasen (a Hispanoamérica)”.

Y vaya que llevó adelante guerras “purificadoras” el condottiero. Como necesario partícipe de los imperialistas ataques anglofranceses -heroicamente resistidos en la Campaña del Paraná- Garibaldi perpetró una serie de infames saqueos y profanaciones en Colonia, Paysandú, Gualeguaychú, Salto, Colonia y Santa Catalina. Incluso, durante su fugaz posesión de la isla Martín García, arrió la bandera argentina e izó en su lugar el pabellón británico. Fue un pirata incontenible, hasta que se encontró con Guillermo Brown.

Cuando volvió a Europa, tras sus tropelías americanas y la paliza que le dio la Confederación, Garibaldi tuvo la impudicia de ofrecer su espada a Pío IX, refugiado por entonces en las Dos Sicilias, con el supuesto fin de sostenerlo en el trono. Justo él, que vociferaba a quien quisiese oírlo que “el Papado era la más nefasta de todas las sectas”. Por supuesto, Pío Nono ni siquiera acusó recibo del ofrecimiento.

Más tarde, en 1864, al fundar Marx la Primera Internacional, Garibaldi se declaró internacionalista al grito de “¡guerra a las tres tiranías, política, religiosa y social!”. Y, poco después, al presidir el I Congreso de la Liga para la Paz, y tras un fraternal abrazo con Bakunin, postuló las libertades civiles, la igualdad de derechos entre los sexos y, por supuesto, la abolición de la pena de muerte.

Tal es el personaje que exalta la historiografía argentina -de cuño liberal o marxista, lo misma da- que se inventó un titán o, para decirlo con las mejores palabras de Adolfo Saldías: “una especie de argonauta empujado por la gloria, que contribuyó a encontrar en aguas argentinas el vellocino de oro de la libertad”.

Mucho antes de que el revisionismo histórico señalara la vileza de encumbrar a un protervo, José Manuel Estrada definió bien al condottiero afirmando que fue “un personaje de logia, no más que un producto enfermizo de las sociedades secretas”.

SOLDADO CATOLICO

El almirante Guillermo Brown es tan renombrado como desconocido, toda vez que la historia oficial lo ha destratado, al igual que a San Martín, por “vía de ensalzamiento”. Lo cierto es que fue un soldado católico que entregó su vida al servicio de la causa hispanoamericana y argentina.

Nacido en el seno de una familia profundamente piadosa, huérfano desde la niñez, marinero desde la infancia, soldado del mar toda la vida, Brown fue el primer almirante de nuestra Armada, primero en lo cronológico y en la consagración a la Patria.

Llegó al Río de la Plata en 1809 y se dedicó en principio al comercio, aunque una vez iniciado el proceso autonomista de Mayo se decidió por la causa americana y abandonó el oficio mercantil.

Es difícil reseñar todos los entreveros, combates y batallas en las que participó y, aún en desprolijo listado, resuenan los nombres de Martín García, Arroyo de la China, Quilmes, Juncal, Costa Brava. Fueron treinta y tres años combatiendo a borbones, brasileños, ingleses y franceses, en la Argentina, la Banda Oriental, Chile, Perú, Ecuador y Colombia.

El Almirante tenía 61 años cuando Rosas le pidió que volviera a tomar las armas ante la agresión francesa de 1838. Se le reincorporó como Brigadier General y, a instancias del Restaurador, se convirtió en Jefe de las Fuerzas Navales del ejercito de Oribe, el caudillo oriental. A partir de entonces, Brown pasaría un año entero embarcado, sin bajar a tierra.

Pero aquí nos interesa especialmente el combate de Costa Brava, en el que nuestro irlandés venció al condottiero, el 15 y 16 de agosto de 1842. En esa batalla, que incluyó combates en tierra, la fuerza browniana liquidó a la armada riverista, que terminó hundida, apresada o dispersa en la huida. Cuenta la leyenda de la historia oficial que el Almirante detuvo a sus hombres, que se aprestaban a perseguir a Garibaldi al grito de “¡déjenlo que salve, ese gringo es un valiente”.

No puede negarse la hidalguía de Brown, que daría pábulo a la especie, pero la verdad es que el irlandés no apreció de ningún modo al líder de la recua carbonaria, como lo demuestra su parte de la batalla: “la conducta de estos hombres ha sido más bien de piratas, todas las leyes de la humanidad y de gentes fueron quebrantadas y abusadas por esos hombres, han saqueado y destruido cuanta casa o criatura caía en su poder, sin recordar que hay un Poder que todo lo ve y que, tarde o temprano, nos premia o castiga según nuestras acciones”.

Finalmente, el Almirante decidió su retiro definitivo luego de la calamidad de Caseros, tras esa gran vergüenza argentina que fue el desfile de las tropas brasileras por las calles de Buenos Aires.

Cuando murió William Brown, el 3 de marzo de 1857, el P. Fahy, capellán de la colectividad irlandesa, amigo y confesor suyo, le escribió al garibaldino Mitre, que fungía de Ministro de Guerra y Marina: “El fue, señor ministro, un cristiano cuya fe no pudo conmover la impiedad; un patriota cuya integridad, la corrupción no pudo comprar, y un héroe a quien el peligro no logró arredrar”. Quien quiera oír, que oiga.

LA HISTORIA BIPOLAR

Desde Mitre, la historia oficial argentina ha sucumbido a la bipolaridad cínica de elogiar hasta la exasperación a los enemigos del país, y ensalzar superficialmente a algunos de sus auténticos arquetipos.

Es lo que ha sucedido desde la fundación de la académica historia oficial, con Mitre, pasando por la obra de la Generación del “80, que se lanzó a la designación de proceratos a destajo (al carbonario Mazzini o a George Canning, por dar algún ejemplo) hasta llegar a la “construcción de la memoria” que hoy pregonan los ideólogos al uso.

Pero la penosa glorificación de Garibaldi no sólo ha sido tarea de historiógrafos dedicados a construir una realidad histórica ajena a lo real pues, de hecho, ningún gobierno nacional, entre los que han abundado las manías iconoclastas, se replanteó jamás la ignominia de sostener el culto de la “garibaldilatría”. En ese sentido, y atendiendo sólo el tema de la asignación de indignos proceratos, nuestros gobiernos han seguido al pie de la letra el libreto de las escuelas historiográficas dominantes, de cuño liberal o marxista, incluso cuando parodiaron al Revisionismo con iniciativas tan procaces como el malhadado Instituto Dorrego.

No le faltaba razón a Castellani cuando, a principios de los años “50, decía que el pasado está constituido por la masa de “hechos” que el historiador moldea.

No obstante, decía el Cura, lo que diferencia a los “historiógrafos-escultores” es la intencionalidad. En el buen historiador, los hechos son conformados, estructurados, de acuerdo a lo real. No hay deformación en él, sino adecuación a las cosas. Por su parte, el mal historiador -“el panfletario, el prejuiciado, el apasionado”- deforma los hechos a voluntad, para “inducir a través de ellos a una conclusión ahistórica o acientífica”. Esto es lo que sucede con la historia argentina, que ha quedado a merced de “artistas plásticos” que aborrecen a su objeto de estudio.

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