Cuando la ciencia argentina era faro del mundo

Nacido en 1866 en Baviera, Christofredo Jakob estudió medicina y se especializó en neurología junto al profesor Adolf von Strümpell .

En 1899 llegó a la Argentina invitado por el gobierno del general Roca. El Dr. Domingo Cabred, uno de los fundadores de la psiquiatría argentina, había recomendado a este joven profesional de notable y prometedora carrera.

Tentando por la posibilidad de disponer de 300 disecciones al año (cuando en Alemania solo tenía 3 en el mismo lapso) y de tener un laboratorio de los más modernos para su época, Jakob se lanzó a la aventura.

En el hospicio de Las Mercedes (actual hospital Moyano) se hizo cargo de la cátedra de clínica psiquiátrica y, a su vez, se dedicó a la disección de cerebros. Ese primer año hizo 180 autopsias y examinó 40.000 preparados microscópicos.

Para sistematizar el estudio del cerebro, estableció “los once cortes”, que llevan su nombre. Su técnica evita los cortes oblicuos, previa fijación del cerebro con formol.

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De traje negro y sombrero en mano, el Dr. Christofredo Jakob junto a varios de sus discípulos.

De traje negro y sombrero en mano, el Dr. Christofredo Jakob junto a varios de sus discípulos.

A su lado pasaron los jóvenes que desarrollaron las neurociencias en el país, como el Dr. José T. Borda, el Dr. Demaría, el Dr. Aráoz Alfano, El Dr. José Ingenieros, Clemente O’Neill, Peralta Ramos y muchos otros.

Entre sus hallazgos, se encuentra el llamado Circuito de Papez, parte del sistema límbico de papel esencial en el desarrollo de la memoria y las emociones que, erróneamente se atribuye al Dr. James Papez, aunque Jakob haya sido su descubridor en 1911 y Papez recién lo publicará en 1937.

Por un tiempo Jakob se ausentó de la Argentina, pero no encontró en Alemania el ambiente propicio y volvió en 1913 al hospicio de Las Mercedes, donde trabajó hasta su jubilación en 1945.

Jakob era un enamorado del sur argentino que tanto le hacía recordar a su Baviera natal. Pasaba sus vacaciones cerca de Bariloche, donde abrió senderos entre los bosques y los cerros que aún recuerdan su faceta de caminante. En su tiempo libre hizo notables descripciones de la flora local y los restos paleontológicos que encontraba.

Cercano a cumplir los 80 años, publica su obra fundamental, La folia neurológica, 1207 páginas con 482 láminas, 1.555 figuras, donde resume sus estudios de 20.000 cerebros disecados a lo largo de 40 años de trabajo en este país que lo acogió generosamente, aunque no lo privó de sinsabores y disputas, peleas vanidosas, cuyo origen no siempre podía dilucidar, aunque sabía que se escondía en alguna parte recóndita de los cerebros que disecaba.

Afectada su visión en los últimos años de su vida, siempre había un amigo, discípulo o familiar que leyera sus textos preferidos o los artículos científicos que nutrían su conocimiento y entendimiento.

Murió el 6 de mayo de 1956.

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