William C. Morris: Todo por Dios, por mi Patria y mi deber

En los bosques de Palermo, sobre la Avenida Figueroa Alcorta, se alza un monumento de los tantos que hay en la Ciudad de Buenos Aires que recuerda a un tal William C. Morris. El nombre, de tantas veces visto en plazoletas, en calles, escuelas o instituciones varias, probablemente no resulte demasiado desconocido para el observador argentino. Menos conocido, quizás, sea el hecho de que detrás de ese nombre se oculta la historia de una de las obras educativas más influyentes e importantes desarrolladas en el contexto nacional.

Fundador de las llamadas “Escuelas e Institutos Filantrópicos Argentinos”, William Case Morris había llegado al país de niño casi por casualidad. Nacido en Soham, cerca de Cambridge, Inglaterra, el 16 de febrero de 1864; para 1872, a poco de la muerte de su madre, su padre había decidido embarcar a la familia al Paraguay. Aparentemente, la idea era armar una colonia cerca de Itapé, pero a penas llegados el proyecto fracasó y los Morris decidieron trasladarse un poco más al sur, instalándose en la provincia argentina de Santa Fe. Una vez en el país, las versiones sobre lo que sucedió varían. Hay quienes creen que fue a parar a Rosario y hay quienes aseguran que el joven William debió trabajar en el campo ejerciendo tareas domésticas para un patrón tirano, pero en todo caso lo que sale en limpio suele ser la idea de que, a pesar de su condición de pobreza, él siempre intentó salir adelante con su intelecto.

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Monumento William C. Morris.
Monumento William C. Morris.

 

Obsesionado con la lectura y el aprendizaje, aunque no llegó más allá del tercer grado, cuando en 1886 llegó al barrio porteño de la Boca, encontró su vocación de maestro. La miseria y la falta de posibilidades que vio en los conventillos apeló a su sensibilidad cristiana y, con el apoyo de la Misión Metodista de la Boca (a la cual también se ordenaría como reverendo en 1889), en 1888 pudo abrir la primera escuela para los niños pobres de la zona.

Las dificultades económicas para sostener la incipiente obra, sin embargo, lo obligaron a divisar nuevas formas de seguir adelante. Así, para 1895, Morris viajó a su Inglaterra natal para buscar el apoyo de accionistas que pudieran llegar a tener un interés en el país. Según él mismo le relató a Adolfo Lanús en una entrevista para Caras y caretas en 1930, su pensamiento fue: “ganan dinero con la República Argentina; ellos pueden ayudarnos”. En su relato Morris también recordaba que la primera persona a la cual visitó, un tal lord Kinnaird, un escocés accionista del ferrocarril, ya aceptó ayudarlo con 100 libras esterlinas. “Es justo que devuelva algo a aquel país” le dijo, “y nada mejor que la obra que usted realiza, señor Morris”. Rápidamente vinieron otros donantes y con sus aportes Morris pudo resolver la situación en la Boca, pensando en crecer.

Ahora convertido al anglicanismo y contando con la ayuda de la South American Mission Society, cuando retornó a Buenos Aires, se apersonó en el Consejo Nacional de Educación y confiado preguntó en que zona se encontraba la mayor cantidad de niños sin recibir educación. Cuando le contestaron “Tierra del Fuego” él se quedó un tanto perplejo, pero los empleados del lugar pronto le aclararon que así llamaban ellos a la zona de Palermo por “la distancia, la falta de escuelas, las chacras y los maleantes del bosque”. Todos estos factores, se ve, no hicieron más que entusiasmar a Morris que, según Lanús, ese mismo día se fue a recorrer la zona.

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Alumnos en clase (1901).
Alumnos en clase (1901).

 

En poco tiempo pudo alquilar una casita en la esquina de Uriarte y Charcas y, con el beneplácito del Estado, fundó la primera Escuela Evangélica Argentina en junio de 1898. En un año los 18 alumnos iniciales – calificados por el reverendo como “chicos vagabundos reclutados en el bosque” – se habían multiplicado a 100 y la institución ya sumaba un satélite en la forma de la capilla anglicana San Pablo, encargada de realizar trabajo misionero en la zona.

De ahí en más, la obra de Morris no paró de crecer exponencialmente. Con el lema “todo por Dios, mi Patria y mi deber”, él se enfocó en ayudar a todos aquellos que no eran alcanzados por la acción oficial y, para 1905, ya se reportaba la existencia de “tres escuelas para varones, dos para niñas, una escuela infantil y kindergarten de ambos sexos, un instituto de telegrafía y escritura mecánica, un instituto de corte, confección y labores domésticas, un instituto industrial y de artes y oficios y dos escuelas nocturnas (superior y comercial) a donde concurren tres mil noventa y seis alumnos”. Con algunos aportes estatales, pero principalmente de banqueros, inversionistas del ferrocarril y grandes capitalistas, en pocos años la cuestión se expandió para incluir, hacia 1930, unas 32 instituciones dentro de su égida por las cuales habían pasado casi 250 mil alumnos.

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Niños de una de las escuelas Evangélicas (1905).
Niños de una de las escuelas Evangélicas (1905).

 

Para concurrir a cualquiera de ellas, no hacía falta nada más que declarar que uno era pobre y que tenía ganas de aprender. La organización proveía el resto en forma de donaciones de ropa, calzado, útiles, servicios médicos y, si ya estaban en edad y lo requerían, búsquedas laborales. A pesar de ser una institución Evangélica, quienes acudieron a las escuelas de Morris recuerdan que no había una bajada de línea muy fuerte en cuanto a lo religioso, pero la prensa de la época sí destaca que se impartían las bases de “la moral cristiana y las verdades fundamentales del cristianismo”. Esto, sin embargo, no parece haber ido en contra del propósito básico de la obra y todo el que se acercara a ella, parece ser, se alejaba luego obnubilado por la efectividad con la que el trabajo de Morris lograba sacar a los chicos de la calle y darles un propósito, algo a lo cual aspirar.

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Desfile de los alumnos de los Institutos Filantrópicos Argentinos.
Desfile de los alumnos de los Institutos Filantrópicos Argentinos.

 

 

Desde ya, todo esto funcionaba en gran parte por el carisma y el empuje de su creador. Él mismo decía que “el hombre que resuelve ser humilde tiene el espíritu de un héroe”, por lo que siempre buscó poner el foco sobre su trabajo y no sobre sí mismo. Pero la realidad es que muchas personas llegaron a depender de él como individuo y en Palermo él era reverenciado casi como una deidad, alguien a quien recurrir en caso de necesidad. Quizás por eso, cuando a principios de los treinta la situación económica empezó a afectar el funcionamiento de las instituciones, él una vez más tuvo que ponerse la cuestión al hombro y retornó a Inglaterra a buscar fondos.

Allí, de todos modos, la búsqueda no terminó de la mejor manera. Cansado, presionado por casi cuarenta años de entrega total y de balances deficitarios, mientras estaba en su pueblo natal de visita Morris falleció el 15 de septiembre de 1932. En la Argentina, su obra, al contrario de lo que él había vaticinado, no logró prosperar de la misma manera que lo había hecho cuando él estaba al frente. Su nombre continuó resonando por un tiempo y hasta se hizo una película en 1945 basada en su vida, Cuando en el cielo pasen lista, pero su trabajo no logró sostenerse en el tiempo. Poco a poco las distintas instituciones fueron pasando a manos del Estado y la idea original – proveer ayuda para aquellos niños tan pobres que no podían concurrir a las escuelas públicas – fue mutando hasta perderse de vista.

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Cuando en el cielo pasen lista.
Cuando en el cielo pasen lista.

 

 

 

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