Una de amor y otras de desencuentros

Ambos estuvieron junto al Supremo en la Batalla de Cepeda y después lo siguieron cuando Ramírez se alzó contra el Protector de los Pueblos Libres. Lo persiguieron a Artigas hasta empujarlo al Paraguay donde pasó los últimos 30 años de su vida.

Eran tiempos de alianzas frágiles, y venganzas largas. Los que ayer respondían al mismo mando, mañana se entreveraban en guerras estériles. Eso fue la vida de Anacleto Medina, prisionero de los bandos que regían al destino de las dos orillas. Junto a Ramírez enfrentó a Estanislao López hasta que la suerte le fue adversa.

Junto a la Delfina, que montaba como el mejor de sus paisanos y vestía chaquetilla de húsar, debieron huir por las sierras de Córdoba. En Río Seco les salió al cruce una partida de López. Cuando creían que podían burlarlos, la capturaron a la Delfina. Ramírez no podía dejarla librada a su suerte, que en tales circunstancias era aciaga. Volviendo grupas, atropelló a los santafesinos, permitiendo así que la Delfina escape a uña de caballo. Pero el coraje tiene precio y a Don Pancho le costó la vida. Muerto en dispar combate, los hombres de López le cortaron la cabeza para presentársela a su jefe, que la hizo embalsamar y exhibió en el Cabildo. Así todos sabrían que nadie traiciona a Estanislao López.

Anacleto Medina se llevó a la Delfina deshecha en llanto por su pérdida. Era menester volver a Entre Ríos y para no toparse con las avanzadas de López, cruzando los quebrachales del Chaco, pasando mil penurias que no acabaron cuando llegaron a Paraná. Allí Norberto Mansilla lo puso preso a Medina y asedió a la Delfina. Mansilla no solo había traicionado a Ramírez para usurpar su provincia, también pretendía quedarse con su compañera. Pero no era tarea fácil porque la Delfina rechazó con vehemencia las pretensiones de Mansilla, quien, cansado de ser rechazado, la dejó en paz y además conmutó la pena de muerte que pesaba sobre Medina. La Delfina quedo sola con sus penas y al Anacleto se lo llevó a Buenos Aires. No era este un soldado para desperdiciar.

Medina marchó al desierto con Martín Rodríguez para pelear contra el salvaje y como argentino oriental integró al Ejército de Observación en la guerra contra el Brasil. Allí combatió como coracero de Lavalle en Camacuá e Ituzaingó y al final lo acompañó a Buenos Aires para defenestrar a Dorrego. En Navarro vio morir fusilado al coronel, y en las Vizcacheras contempló con horror como Rauch era mutilado por los indios. Volvió a tierra oriental cuando ésta se independizó y siguió al presidente Rivera en su campaña contra Lavalleja, al que tenía entre ceja y ceja desde los tiempos de José Gervasio.

Con Fructuoso conoció derrotas como la de Carpintería, en la que se crearon los colores de los partidos orientales, y victorias como la de Cagancha. Tan bravo fue en la batalla que al Anacleto lo nombraron general, aunque solo podía escribir su nombre. Siguió a Don Frutos en su exilio al Brasil pero siempre volvía a sus pagos. En Colonia de Sacramento la fortuna le fue esquiva, allí lo derrotó un italiano de barba roja y ojos celestes. Con los años supo que en su patria de origen era un héroe. Giuseppe Garibaldi era su nombre.

Con Urquiza marchó hacia Caseros y desfiló con las tropas vencedoras por la ciudad de Buenos Aires. Volvió a su tierra y una vez más quedó atrapado entre lealtades. Como jefe colorado, se puso a las órdenes del presidente Pereira y capturó a los “blanquillos” que se habían insubordinado. César Díaz y Manuel Freire lo habían acompañado en tantas campañas y ahora les tocaba estar en bandos contrarios. A pesar del afecto que les tenía, no le tembló el pulso cuando Pereira le ordenó pasarlo por las armas en el Paso de Quintero. A más de 130 hombres ejecutó ese día y por tal razón la llamaron hecatombe, por los cien bueyes que sacrificaban los griegos a sus dioses. En estos pagos los dioses eran el odio y la venganza.

Mientras Anacleto se debatía entre blancos y colorados, retaliando sus crímenes, la Delfina languidecía en el Arroyo de la China donde alguna vez se cruzó con Norberta Calvento, la eterna novia del Supremo. Se vieron de lejos sin cambiar palabra, porque ya no había nada que decir. A la Delfina la muerte le llegó mansamente y el Anacleto buscó la suya en el “Arroyo de las Víboras”, cerca de donde había nacido 83 años antes. Era uno de esos entreveros en los que nadie sabía porqué ni para quieé peleaba, quizás fuese solo por la misma costumbre de pelear que se enfrentaban, como los gallos que se trenzan en una riña. Con sus años a cuestas que le pesaban como las muertes que cargaban sobre sus hombros, el Anacleto hizo ensillar su overo y ató al brazo su lanza. Como sus ojos cansados no le permitían ver al enemigo, pidió que le enseñaran para dónde rumbear y al galope salió a enfrentar su destino final. Habría de morir como había vivido, peleando. Los enemigos, que en algún momento fueron sus aliados, lo derribaron y degollaron, prolongando su muerte, al igual que Norberta Calvento había vivido la suya, con 90 años a cuestas. Después de llevar en soledad el prolongado luto por su Pancho, pidió que la amortajasen con el vestido de novia que nunca pudo lucir.

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