Tea Party ó la resistencia a las imposiciones

El llamado Boston Tea Party fue la culminación de un clima enrarecido en las relaciones entre colonos y la metrópoli debido a la aplicación de impuestos que solo beneficiaban a las empresas inglesas, encareciendo la vida de los colonos que obtenían los mismos productos más baratos gracias al contrabando que floreció en América (tanto en el norte como en el sur, especialmente en el Caribe). Los acaudalados contrabandistas de las colonias promovieron una serie de protestas con el objetivo de intimidar a los miembros de las empresas monopólicas y al gobierno británico.

Cuando en noviembre de 1773 llegó el HMS Dartmouth, Samuel Adams (un rico comerciante beneficiado por el contrabando) avivó los ánimos de la población local, proclamando que el nuevo impuesto al té era otra maniobra del Parlamento británico para socavar los derechos de los colonos. La noche del 16 de diciembre, 8,000 personas se dieron cita en los muelles de Boston. En esas circunstancias, un centenar de individuos disfrazados de indios (muchos de ellos pertenecientes al grupo conocido como Hijos de la Libertad) para permanecer en el anonimato, subieron al barco y arrojaron 45 toneladas de té valoradas en £ 10,000. Aunque no todos los norteamericanos coincidían con la validez de estos actos vandálicos, la violencia se desató con la quema de otras diez naves (curiosamente, los barcos agredidos habían sido construidos y tripulados por estadounidenses).

El tono del conflicto fue en aumento, los británicos cerraron el puerto de Boston y los colonos juraron no tomar té en señal de protesta (de hecho, aún hoy, el consumo de café en EE. UU. sigue siendo muy superior al de té). La violencia entre las partes se incrementó y en poco tiempo las facciones dirimieron sus diferencias en un conflicto armado que culminó con la independencia de las trece colonias y la determinación de cobrar impuestos sobre lo que ellos creían justo y en la proporción que les conviniese.

Los contrabandistas se convirtieron en respetables comerciantes que pagaban tasas más accesibles (bueno, no siempre) a la aduana local, impidiendo que ese dinero beneficiara a la metrópoli o a empresas asociadas como lo era The East India Company. Aunque el impuesto británico casi no variaba el precio del té, favorecía a una empresa inglesa dejando de lado los intereses de empresarios locales (contrabandistas, sí, pero locales). El paralelismo con el proceso libertario argentino es indiscutible.

Los impuestos han sido desde siempre un poderoso detonante de revueltas violentas que después se disfrazan de reclamos altisonantes con profusión de palabras abstractas que solo ocultan la natural intención de lucro. Ya lo había declarado Sir Francis Bacon en su doble función de político y científico: “Ningún pueblo abrumado de impuestos es fácil de dominar”, y, sin embargo, todos los gobiernos lo hacen una y otra vez: abruman a sus habitantes con impuestos. “Lo maravilloso de la historia”, dice William Borah, “es la paciencia con que hombres y mujeres se someten a las cargas innecesarias con que sus gobiernos los abruman”. Y como dijo el presidente Calvin Coolidge, “recaudar más impuestos de lo estrictamente necesario es lo mismo que legalizar el robo”.

El problema está en saber qué es “estrictamente necesario”, un concepto muy elástico que tiene una dimensión mientras el político está en campaña y otra cuando asume una función ejecutiva o legislativa; entonces cualquier excusa es buena para incrementar imposiciones en número y proporción. Existe un vínculo estrecho entre tiranía y aumento de la presión impositiva; en algunos momentos de la historia, han sido casi sinónimos. En una democracia como la norteamericana, la rebelión civil y la desobediencia fiscal son parte del mismo proceso que implica el juego de poderes.

Tocqueville y Thoreau dieron sustento ideológico a esta desobediencia. Es menester entender que el gobierno en una democracia republicana no es dueño del patrimonio de una nación y su única tarea es administrarlo para que esta prospere. A fin de lograr la correcta administración, deben existir sistemas de control y división de poderes, y los funcionarios no deben disponer de los medios públicos para perpetuarse en el poder. La alternancia es la esencia de la democracia. Cuando a George Washington le ofrecieron una tercera presidencia, la rechazó diciendo “he pasado la vida peleando contra la monarquía, permanecer en el poder es aceptar una corona”, pero a muchos políticos les cuesta entenderlo así y aspiran a una corona para salvaguardar su impunidad.

El control sobre los gastos públicos y su correcta administración es la principal responsabilidad del ciudadano, que también peca de pensamiento, palabra, obra y omisión. ¿Es tan importante pagar un impuesto como protestar cuando estos son excesivos? ¿Acaso no es nuestro derecho y nuestro deber reclamar cuando el Estado se excede en sus atribuciones? Si no existe una justicia independiente, es imposible cumplir con este ejercicio de los derechos. Sería muy bueno poder asistir al cumplimiento de esa vieja fórmula con la que juran nuestros funcionarios: “Que Dios y la patria se lo demanden”.

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