Soy Roca

Ya puedo irme tranquilo. Hice lo que tenía que hacer y lo nuestro está bien encaminado. La función del país en el mundo es clara y definida, y lo ha de ser con el rojo telón de la guerra. Sus instituciones se encuentran bien fundamentadas. Tendrá tropiezos, sin duda, pero ya no es un embrión como el que tomé en mis manos hace casi treinta y cinco años, sino una sólida realidad cuya integridad y magnificencia saltan a la vista y que habrá que mejorar. Yo he tenido parte en la construcción de esta realidad, me he beneficiado con ella y aunque nunca he buscado el aplauso de las multitudes estoy seguro de que la posteridad habrá de hacerme justicia. Esta convicción me sobra para pasar en paz mis postreros días, ya que nada tengo que hacer ni en el país ni en el mundo, habitante como soy de un tiempo definitivamente clausurado. Pero ¡qué apasionante, qué hermoso ha sido!

Mis chicas me han llevado algunas veces a mirar ese otro invento tan atractivo, el cinematógrafo, con vistas que a uno le hacen sentir como parte de lo que ocurre en la pantalla. Sin embrago, no hay vista cinematográfica que pueda compararse a la de mi propia vida y mi época. Me basta cerrar los ojos por un momento y elegir un instante cualquiera de mis altos años para que surja como en una cinta la secuela de personajes y episodios, de recuerdos y vivencias que me pertenecen. A veces me acomodo en el banco de plaza que tengo en el jardín, me calo la gorra de visera como si fuera a dormitar, y entonces la vida surge poderosamente en mi memoria con mucha mayor fuerza que la que transcurre cotidianamente en torno a mi fragilidad.

Aparece mi infancia tucumana y mi adolescencia en el Colegio. Revivo los rostros de maestros, amigos y compañeros mientras el olor de la pólvora de Cepeda y Pavón vuelve a picarme la nariz y también las miasmas nauseabundas de los campamentos del Paraguay. Galopo de nuevo los infinitos llanos de La Rioja, los valles salteños, la travesía cuyana y las pampas de Córdoba o las vastas praderas que arrebaté a los indios. Vuelvo a sentirme tenso y ansioso en la lucha por mi primera presidencia, y torna a pesarme gravemente la responsabilidad de ser el guardián de los bienes ganados por el país para preservarlos de las revueltas y la anarquía. Me complazco de nuevo en la satisfacción de los éxitos logrados, el alivio de la paz y la amistad con los vecinos. Veo, como antes, crecer al país año a año, cosecha a cosecha, rieles, alambrados, barrios, inmigrantes, escuelas, colonias, patagonias y chacos, ingenios y viñedos, quebrachales, mieses y ganados. Evoco los rostros de las mujeres que me han amado. Recorro de nuevo al Europa suntuosa y atractiva que conocí. Aparecen cosas que quiero: un rincón de la casa de “La Larga”, el parque de “La Argentina”, las sierras que limitan a lo lejos “La Paz”, el canto de las chicharras en su verano, el vaho caliente que brota de los caballos que arrastran los arados en el invierno de la pampa…

La película es interminable. Me apasiona repasarla una y otra vez. Pero sé que estamos en las últimas escenas; el pianista ya ataca los postreros compases. Soy una sobrevivencia anacrónica y a contrapelo y ya está llegando la palabra final.

A pesar de todo, sigo siendo Roca. Una roca erosionada por las edades, coronada de líquenes y musgos blancuzcos, agrietada por tantos movimientos geológicos que la han sacudido; una roca sola y erguida, que todavía constituye una referencia insoslayable en el paisaje de mi Patria para que la caravana nunca pierda el rumbo mientras la aviste.

En Europa continúa la masacre; dejémoslos en su locura. Aquí la primavera viene linda y llena de promesas. Todavía hay mucho que hacer. En unos días más me voy a “La larga”. Si es gustoso, Luna, a mi regreso seguimos conversando.

Fin

Lola_Mora_y_Julio_Argentino_Roca

 

La Nación, martes 20 de octubre de 1914.- “La muerte del general Roca ocurrió casi de una manera repentina. La indisposición que lo aquejó en estos días anteriores era tan ligera que no llegó a inquietar ni por un momento a las personas de su familia. Nadie, ni su médico, el doctor Güemes, presintió el suceso fatal. Y sin duda, como nada había cambiado en su aspecto exterior, lleno de vitalidad, y como hace tres días aún se lo vio pasear en las avenidas de Palermo, la noticia produjo en Buenos Aires, juntamente con la impresión penosa, un estupor profundo. Había regresado de su estancia “La Argentina” el lunes de la semana pasada, y tenía el propósito de partir el viernes con destino a “La Larga”, después de asistir en la víspera a la traslación de los restos del general Campos al mausoleo de la Recoleta. La indisposición ligera, una tos que ya tenía al regresar del campo, sin atribuirle importancia, le impidió asistir a esta ceremonia. No salió de sus habitaciones durante ese día (…). Al día siguiente se levantó, sintiéndose casi del todo repuesto. En la mañana salió, como acostumbraba, para dar un paseo por Palermo; le acompañaban el doctor Norberto Quirno Costa y don Gregorio Soler. Por la tarde, un acceso de tos violento le obligó a ponerse en cama. Sin mayores alternativas pasó el sábado y el domingo (…). En la noche del domingo el doctor Güemes, que visitaba diariamente al general Roca, no se retiró muy satisfecho por la rebeldía de la tos, pero sin considerar ningún síntoma alarmante. Ayer por la mañana, en las primeras horas, su aspecto y la ausencia de todo malestar no dejaban adivinar absolutamente la triste proximidad de la muerte. Algo después de las 8, un ataque brusco le quitó el conocimiento (…). A las 10, el general Roca expiró.”

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