Sin cabezas

Ten pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mi,

sea lo que sea que me pase en este mundo.

Nada puede pasarme que Dios no quiera.

Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca,

es en realidad lo mejor

Carta escrita por Tomás Moro para su hija Margarita, desde la cárcel

La cabeza del enemigo fue, es y será el trofeo más preciado que se puede obtener de un adversario. No solo implica una posesión simbólica del alma del vencido, sino que su cabeza da legitimidad a la victoria y se convierte en una innegable evidencia de la supremacía del vencedor.

Así lo entendieron los pueblos más primitivos y algunos otros que no lo eran tanto. El culto a los muertos es uno de los rasgos más característicos de la cultura humana. No solo somos Homo sapiens, sino también Homo sepeliens.

Los jíbaros, pueblo perdido en la Amazonia, lograron fama universal por coleccionar las cabezas de sus vencidos. Hacían creer que, por trucos mágicos, reducían el cráneo de sus víctimas. En realidad, los huesos se descartaban en los primeros pasos del proceso de conservación. A través de una incisión en la columna cervical, sacaban el cráneo. Después, la cara era hervida y la herida suturada, que conformaba así una bolsa donde introducían piedras calientes, responsables del encogimiento del subcutáneo. Este proceso se repetía hasta que la cabeza del ex oponente se reducía al tamaño de una naranja, formato ideal para ser transportado o expuesto en la puerta del hogar. Durante el siglo pasado, muchos museos buscaron estos trofeos. Como ya los jíbaros no tenían tantos enemigos a quienes sacrificar, optaron por robar cadáveres para ensayar en ellos sus terapias reductoras, por la módica suma de veinticinco dólares cada testa.

Las cabezas cercenadas funcionaban como una seria advertencia de lo que les podía acontecer a los contrincantes si la suerte les era adversa. Fue la cabeza del cartaginés Asdrúbal la que arrojaron al campamento de su hermano Aníbal durante las Guerras Púnicas del siglo iii a. C. Fue la cabeza del general inglés Charles Gordon la que Mahdi dejó como mensaje de su victoria sobre la ciudad de Jartum. Gordon había servido a los intereses de su Majestad en la India y en China y cosechado triunfos cuando viajó a Egipto en 1884, para salvar Jartum del asedio de Muhammad Ahmad ibn Abd Allah Al-Mahdi, llamado “Mahdi”. Aunque los británicos habían decidido abandonar Sudán, Gordon entró solo en Jartum, confiando en sí mismo y en los éxitos pasados y ante el asombro de Europa. Al año siguiente (1885), Mahdi se apoderó de la ciudad y Gordon fue decapitado. Cuando las tropas inglesas llegaron, Jartum había sido tomada y la cabeza del general estaba clavada en una pica en las puertas de la ciudad.

Al parecer, la decapitación era el medio adecuado para castigar a los monarcas derrocados, a los generales vencidos y a los traidores descubiertos. Sus cabezas sobre lanzas se dejaban ver en las plazas y lugares públicos como tétrico escarmiento a sus seguidores.

La decapitación no era un proceso fácil. Requería fuerza y precisión en el golpe para evitar prolongadas y dolorosas agonías. Algunos poderosos repartían sus últimas posesiones mundanas entre los verdugos para acrecentar su puntería y contundencia en el golpe final. En 1535, santo Tomás Moro, una vez en el patíbulo, le dijo a la gente allí congregada que él moría como “buen servidor del rey, pero primero de Dios [king’s good servant but God’s first]” y tuvo palabras de aliento para con su ejecutor, de modo que cumpliera esmeradamente su trabajo.

María Estuardo, reina de Escocia, necesitó dos golpes para que su cuello cediese al filo del hacha. La decapitaron en el castillo de Fotheringhay el 8 de febrero de 1587. Entre un hachazo y otro, se la escuchó decir: “Sweet Jesus”. Al terminar su misión, el verdugo la mostró al público pero, al tomarla de los cabellos, su cabeza se desprendió de la peluca que la cubría. Al mismo tiempo, un perrito que se escondía entre sus ropas salió corriendo. Sin dudas, un espectáculo inolvidable.

El corazón y las vísceras de María fueron enterrados allí, en Fotheringhay, el mismo lugar donde había sido ejecutada y el cuerpo enterrado en la catedral de Peterborough. Cuando su hijo James i ascendió al trono de Inglaterra, fue trasladada a la abadía de Westminster, donde hoy descansa bajo una espléndida tumba de mármol.

Los caprichos del destino quisieron que estos dos contrincantes en vida terminaran sin su cabeza sobre los hombros para presentarse ante el Creador.

El victorioso Oliver Cromwell ordenó decapitar al vencido Carlos i de Inglaterra un frío día de enero de 1649. Atento al clima, el rey pidió otra camisa: “No me verán temblar”. Murió con la dignidad de su abuela, María Estuardo, reina de Escocia: “Voy de un reino corruptible hacia uno incorruptible, donde no me podrán molestar”. Conociendo las dificultades del oficio, se preocupó por preguntar al verdugo sobre el filo del hacha que iba a utilizar en esos menesteres.

No contento con este castigo, Cromwell prohibió que el cuerpo real de Carlos i descansara en la abadía de Westminster, tal como este expresamente había solicitado. Sería enterrado junto a Enrique viii y su esposa favorita, Jane Seymour, según las intenciones de su hijo, el nuevo monarca Carlos ii, pero esto no fue posible. Al parecer, el cuerpo del rey decapitado se había extraviado. Recién en 1813, mientras se preparaba el entierro de Jorge iii, el Rey Loco, se encontró el ataúd de Carlos i. Al ser abierto, llamó poderosamente la atención el excelente estado de conservación de la cabeza. Su cabello, negro y largo por delante, estaba cortado a la altura de la nuca para facilitar la tarea del verdugo. Hasta el ojo izquierdo brilló por pocos minutos con el fulgor de tiempos idos, cuando Van Dyck inmortalizara los rasgos del monarca. Después de entrar en contacto con el aire, la córnea perdió esa transparencia para siempre. El cadáver fue devuelto a su lugar, con excepción de la cuarta vértebra cervical, por donde había pasado limpiamente el hacha. La pieza fue guardada como un recuerdo por el doctor Henry Halford, que solía mostrarla a sus invitados durante las elegantes veladas que ofrecía en su residencia. Años más tarde, los hijos del médico coleccionista devolvieron la real vértebra a la tumba del monarca ante la insistencia de la reina Victoria, que consideraba de muy mal gusto esta exposición.

También Oliver Cromwell fue decapitado, pero después de muerto, casi veinte años después que Carlos i. El lider político y militar sí pudo descansar en Westminster, aunque solo por dos años. Restituida la monarquía en 1661, una turba enfurecida (en la que seguramente se contaban antiguos seguidores del lord protector) desenterró su cuerpo para someterlo a una ejecución póstuma. El proceso tuvo lugar, de forma simbólica, el 30 de enero, la misma fecha en que Carlos i de Inglaterra había sido decapitado. Cromwell fue colgado en Tyburn[1], lugar donde se ajusticiaba a los delincuentes comunes. Después, la cabeza de Cromwell fue exhibida frente al puente de Londres.

Una noche tormentosa, el viento la arrojó a los pies de uno de los guardias, que decidió llevársela como recuerdo. Nadie notó su ausencia; ya todos se habían olvidado del Protector. Recién en 1787, reapareció la cabeza, con pica incluida. Esta fue adquirida por Josiah Wilkinson, después de haber sido expuesta en museos privados y ofertada en Bond Street por la nada despreciable cifra de doscientas treinta libras. El tal Wilkinson solía pasearse con la rebelde testa, y su pica, luciéndola como carta de presentación en las recepciones a las que asistía, muñido de tan singular compañía. El nieto de este excéntrico caballero tuvo la gentileza de devolverla al colegio de donde había egresado Oliver Cromwell, el Sidney Sussex de Cambridge. Recién entonces, las autoridades del establecimiento perdonaron a su ex alumno por haberles sustraído toda la vajilla de plata para financiar las guerras contra el monarca. Allí fue enterrada la cabeza de Cromwell con la inseparable pica, en un lugar solo conocido por las autoridades del Colegio. No fuera cosa que los descendientes de los irlandeses castigados por Cromwell pretendiesen una nueva venganza con cuatro siglos de atraso.

Un testigo presencial de estas desventuras fue el poeta John Milton[2] (1608-1684) que, a pesar de su ceguera, perdió y recuperó el paraíso. Su tumba fue profanada diecinueve años después de muerto por unos señores que, sin saña política y en un alarde de ignorancia literaria, redujeron las mandíbulas del bardo para tomar los escasos cinco dientes que aún le quedaban. Probablemente hayan sido vendidos como reemplazo odontológico, aunque no podemos descartar que alguno, al enterarse de quién había sido su dueño, los haya querido vender como souvenirs literarios. Después, el cuerpo fue expuesto al público por escasas monedas, cuya cotización decrecía a medida que el interés disminuía. No siempre los poetas muertos son un buen negocio.

James Scott, duque de Monmouth e hijo ilegítimo de Carlos ii, fue acusado de conspiración y condenado a morir decapitado el 15 de julio de 1685. No sabemos si por el grosor del cuello o por la impericia del verdugo, pero necesitó cinco golpes de hacha para desprenderse de su extremidad cefálica. Antes de enterrarlo, colocaron su cabeza transitoriamente sobre los hombros, a fin de retratarlo.

Los estadounidenses, herederos de las costumbres (buenas y malas) de los ingleses, no se privaron de mostrar las cabezas de los ajusticiados. Por años, el cráneo del pirata Barbanegra ‒quizás el más famoso de los bucaneros‒ fue expuesto en las ciudades costeras de Estados Unidos. En 1718 el gobernador de Virginia había ofrecido una jugosa recompensa por Edward Drummond, tal era el verdadero nombre de “Barbanegra”. El teniente Robert Maynard de la Royal Navy lo persiguió con dos barcos. Alcanzada la nave pirata, la lucha fue sin cuartel. Sobre la cubierta de la nave, el bucanero se defendió como un demonio. Dicen que murió con veinte heridas cortantes y cinco balas en su cuerpo. Maynard le cortó la cabeza y regresó por la recompensa. La cabeza cercenada fue exhibida en Carolina del Norte y Virginia, expuesta sobre una estaca en el estuario del Río Hampton, como advertencia del futuro que les esperaba a todos aquellos que perseverasen en tales conductas delictivas. Dicen que su calota terminó sirviendo de ponchera en la taberna Raleigh de Williamsburg, Virginia.

Ya que lo mencionamos, sir Walter Raleigh no tuvo mejor suerte al ser decapitado por orden de James i, en 1618, después de haber gozado de los favores de la “virtuosa” reina Isabel, la “Reina Virgen”, en honor a quien nombrara las tierras por él descubiertas: Virginia. No se descarta como causa de la inquina real el odio que tenía James por el hábito de fumar, ya que Raleigh no solo había introducido el tabaco en Inglaterra, sino que además era un empecinado fumador.

Una vez condenado, sir Walter Raleigh arregló tranquilamente sus asuntos terrenales y le dedicó un verso de amor a su esposa Bess. Subió al cadalso, elegantemente vestido de terciopelo negro, fumando su pipa por última vez. Dijo a la multitud que se acercó para apresurar su ejecución: “He hecho mis paces con el Señor, tengo un largo viaje por delante. A todos les digo adiós”. Al acercarse el verdugo, probó el filo con sus dedos: “Esta es una medicina filosa, pero una cura segura para todas las enfermedades”. Listo para morir, el verdugo titubeó unos instantes. “¿A qué le tienes miedo? Golpea, hombre, golpea”. El hacha debió caer dos veces sobre su cuello. Expuesta su cabeza a la multitud, el verdugo no repitió la fórmula tantas veces exclamada: “Esta es la cabeza de un traidor”, porque sir Walter Raleigh no lo era.

Su cuerpo fue enterrado cerca del altar de Santa Margarita en Westminster. Su esposa embalsamó la cabeza, que siempre mantuvo a su lado, en un bolso de terciopelo rojo. Muerta ella, su hijo Carew se hizo cargo de los restos paternos hasta que lo acompañaron a su propia tumba.

También la reina Margarita de Valois, hija de Catalina de Médicis, mantuvo la cabeza de su amante hugonote, el capitán José de La Molle, en una bolsa de terciopelo después de que este fuera decapitado en 1574, cuando fracasó la conspiración en la que se hallaba involucrado. Así lo narra Dumas en su novela La reina Margot.

Los tormentos que eran fruto de la decapitación artesanal habrían de terminar. La ciencia todo lo puede. El doctor Guillotin liberaría a la humanidad de esta tortura para reemplazarla por otra, que llevaría su nombre. La Revolución francesa sembraría la historia de cabezas desprendidas.

[1]. Plazoleta situada muy cerca de Marble Arch en Londres, donde una pequeña placa recuerda su tenebroso pasado.

[2]. Poeta inglés que apoyó a Cromwell. Sus obras más célebres son El paraíso perdido [Paradise lost] y El paraíso recuperado [Paradise regained].

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