Se llamaba Florence, fue estrella de cine e inventó el intermitente, pero murió sin reconocimiento alguno

Florence Lawrence no inventó el cine, pero su figura fue capital para dotarlo de esa aura que lo ha convertido en una industria desmesuradamente rentable. A pesar de ello nadie –o muy pocos– recuerdan su nombre. Fue la primera estrella de un sistema que tritura cuerpos celestes con la voracidad de un agujero negro. Y el suyo fue uno de los primeros cadáveres.

Florence Annie Bridgwood (Ontario, 1886 – Los Ángeles, 1938) era hija de una actriz de vodevil que se había quedado viuda demasiado pronto, lo que hizo que se criase entre bambalinas y se subiese por primera vez a un escenario con tan solo tres años, como recoge Kelly R. Brown en su biografía Florence Lawrence, the Biograph Girl: America’s First Movie Star. Tras foguearse en los escenarios de su Canadá natal, ambas viajaron a Broadway para probar suerte, pero las puertas del teatro no se abrieron.

Sin embargo, la destreza como amazona de Florence –que para entonces ya se había apropiado del apellido de su madre– la llevó a participar en una película de la Edison Manufacturing Company sobre los pioneros del oeste. Ya había puesto un pie en la industria, aunque no era el ensueño que se vislumbraba tras el cristal: estuvo a punto de morir congelada y a su paupérrimo sueldo se sumaba que además de actuar tenía entre sus tareas encargarse de la costura y de pintar los decorados. Su capacidad para las secuencias físicas hizo que otras compañías pusieran sus ojos en ella. Entre los interesados estaba el director D.W. Griffith, que para atraerla a su compañía solo tuvo que decirle que no cosería ni pintaría más. Se fue con él a la Biograph Studios y acabaron haciendo juntos más de sesenta películas. En una de ellas conoció al que sería su marido, Harry Solter, un actor y director con el que a partir de entonces formaría dupla creativa.

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 Imagen promocional de Florence Lawrence (en primer término, sentada) de una de sus películas de cine mudo.

Imagen promocional de Florence Lawrence (en primer término, sentada) de una de sus películas de cine mudo.

Florence era aguerrida y tenía vis cómica. El público se quedó con su cara y empezó a demandar sus películas y como no sabía su nombre, se referían a ella como “La chica de la Biograph”. Consciente de su gancho, reclamó más sueldo y su propia mesa para maquillarse –ojo, ni siquiera un camerino propio–. Tantas exigencias tensaron la cuerda y Lawrence y su marido acabaron siendo despedidos de la Biograph. Estaban exigiendo justo lo que la industria no estaba dispuesta a aceptar: que sus muñecos se llevasen parte de aquel goloso pastel.

Y entonces apareció Carl Laemmie. El hombre que años después cambiaría el rumbo de la industria con la fundación de Universal Pictures –y muchos más años después dejaría el cine para rescatar a niños judíos de las garras del nazismo, pero esa es otra historia que algún día probablemente contará Hollywood– supo ver la rentabilidad de la pareja y los fichó para la Independent Motion Picture Company. Para presentar a su flamante fichaje, Laemmie se sacó de la manga el primer truco publicitario de la historia, tan falto de escrúpulos como sencillo y efectivo: fingió que Florence había muerto.

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El anuncio de prensa publicado por Carl Laemmle  para "desmentir" la muerte de Florence Lawrence. Esa treta la convirtió  en la primera estrella de Hollywood.

El anuncio de prensa publicado por Carl Laemmle para “desmentir” la muerte de Florence Lawrence. Esa treta la convirtió en la primera estrella de Hollywood.

Aprovechando el runrún que la desaparición de Lawrence de las películas de la Biograph había causado, hizo correr el rumor de que había fallecido atropellada por un tranvía en Nueva York. Los medios difundieron la noticia y los admiradores lloraron a su ídolo. Cuando las lágrimas todavía no se habían secado del rostro de los atribulados espectadores, un anuncio en la prensa transformó aquella congoja en júbilo. Todo había sido un malentendido, “una maledicencia de los envidiosos enemigos de la IMP”.

Bajo el epígrafe We Nail a Lie (“Destapamos una mentira”), Laemmie aseguraba que su amada Florence no solo estaba viva, sino que estaba rodando varias películas con su compañía. ¡“Miss Lawrence” estaba viva! Miss Lawrence… era la primera vez que una actriz captaba titulares con su verdadero nombre y por algo no estrictamente cinematográfico, sino por un rumor. Pero había algo de verdad en aquella historia: la chica de la Biograph había muerto tras aquel falso accidente y la que había surgido de sus cenizas era Florence Lawrence, la primera estrella de cine.

Para seguir añadiendo tambores a su gran fanfarria, Laemmie organizó una visita de la actriz a San Luis para que sus fans pudieran comprobar lo viva que estaba. Cuando se bajó del tren, fue incapaz de codificar que toda aquella gente había ido a verla a ella. Cuando la turba le arrancó los botones del abrigo, Miss Lawrence pudo vislumbrar fugazmente el éxtasis y el infierno en el que devendría el concepto de celebridad.

Tres años antes de que una tormenta imprevista en Arizona llevase a Cecil B. DeMille y Samuel Goldwyn a un destartalado pueblo de Los Ángeles llamado Hollywood, había nacido su primera estrella, el único elemento sin el que sería imposible su grandeza aunque cada cierto tiempo se cuestione su importancia. A partir de entonces las películas estarían al servicio de las estrellas y no al revés, el nombre del director tardaría cincuenta años en volver a ser relevante y el de las productoras solo tendría valor en función de cuántas caras famosas alimentara su nómina. De una manera inocente y éticamente cuestionable, Laemmie había creado una máquina imparable en la que los agentes, publicistas y prensa especializada ocuparían un lugar preeminente.

Lawrence ocupaba las portadas de las revistas y acaparaba toda la atención. Recibía tanto correo que su cartero protestó formalmente. En un tiempo en el que el sueldo medio era de 25 dólares semanales, ella cobraba 500. Y a pesar de todo, resultaba barata para el estudio porque su presencia generaba una publicidad que el dinero no podía comprar. Los estudios se dieron cuenta del valor de ese producto que habían intentando mantener escondido y volcaron su maquinaria en promocionar a sus denostados titiriteros. Las largas tomas en las que solo importaba la destreza física de los actores y el realismo de los decorados fueron sustituidas por planos cortos que permitieran diferenciar a los protagonistas.

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 Cartel de

Cartel de ‘The snare of society’, película muda que Florence Lawrence protagonizó en 1911 para la productora Lubin.

Florence era dueña de una fortuna, se compró una gran casa y dedicó gran parte de sus emolumentos a su otra gran pasión: los coches. En los años diez no solo era curioso ver a una mujer conducir, sino que era curioso ver a cualquier persona hacerlo. La fabricación de coches en serie apenas llevaba un par de décadas en Francia y en Estados Unidos Ford acaba de sacar su primer modelo de la fábrica.

Pero la actriz no se conformaba con conducirlos, también quería perfeccionarlos. A pesar de que el tráfico en las ciudades no era especialmente caótico, los coches primitivos se movían erráticamente por las ciudades y los accidentes eran constantes. Para solventarlo, Lawrence ideó una manera de avisar a los otros coches de dónde se dirigía el suyo: unos accesorios móviles que tras pulsar un botón indicaban la dirección que iba a tomar el conductor, el primer antecedente de las luces intermitentes. Tiempo después, añadió un cartel instalado en la parte trasera que dejaba visible un STOP cada vez que se accionaba el freno. Además de pensar en ello, los diseñó y los utilizó, pero no los patentó.

Un cuarto de siglo después, Buick montó los primeros intermitentes en los coches. Para entonces el invento ya tenía varios padres, pero todos se habían olvidado de su madre.

No fue un caso único. Pocos años antes Dorothy Levitt, la primera piloto de carreras del Reino Unido, ya había “inventado” el espejo retrovisor al utilizar su espejo para comprobar a qué distancia estaban sus rivales, pero tampoco recibió crédito por ello. La historia de la automoción está llena de mujeres ignoradas: la propia madre de Lawrence diseñó también un primitivo limpiaparabrisas que permitía que los cristales se limpiaran tanto desde dentro como desde fuera. Las Lawrence tenían un gran talento, pero la industria del automóvil no creía que las mujeres pudiesen inventar nada útil y todos estos accesorios acabaron siendo patentados por hombres.

No fue su único revés. En 1915, un incendio durante un rodaje le produjo graves quemaduras en el cuero cabelludo y una fractura en la columna. Se vio obligada a estar en reposo varios meses y cuando volvió, todo había cambiado. El impacto emocional sufrido la mantenía en un constante estado de alerta. A ello se sumaba que culpaba a su marido por haber ideado una secuencia especialmente peligrosa y que Universal se negó a pagar sus gastos médicos. Lawrence se sintió traicionada.

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Imagen promocional de Florence Lawrence en la época que trabajó para la Lubin Stock Company, productora ya desaparecida.

Imagen promocional de Florence Lawrence en la época que trabajó para la Lubin Stock Company, productora ya desaparecida.

En Hollywood vales tanto como tu última película y en su ausencia otros nombres habían brillado en las marquesinas. Los mismos fans que la habían aclamado le dieron la espalda. Para recuperar su afecto se sometió a cirugía estética, pero su nueva nariz tampoco fue suficiente. El lado oscuro de la fama empezaba a mostrar sus garras.

Se divorció de Salter y se casó con un vendedor de coches. A su lado intentó probar suerte con el negocio de la cosmética, pero fracasó al igual que su matrimonio. El tercer matrimonio apenas duró cinco meses: él era un maltratador. La vida ya se estaba cebando demasiado con ella: acaba de ser diagnosticada de osteomielofibrosis, una enfermedad poco habitual que la mantenía en la cama durante largas temporadas.

Cuando su madre, el pilar de su vida, falleció en 1929, Florence dilapidó parte de su fortuna en un gran panteón. No podía imaginar que en unos días, el crack de la bolsa se llevaría la mayoría de sus ganancias y el inicio de la Gran Depresión y del cine sonoro le darían la puntilla final. La primera gran estrella deambulaba por Hollywood al lado de decenas de jóvenes viejas glorias que no habían sabido adaptarse al futuro. La otrora rutilante diva cuyo nombre arrastraba a las masas a los cines acabó haciendo de extra por 75 dólares a la semana y sin acreditar. Volvía a ser la mujer sin nombre. Su viaje a la gloria vino con billete de vuelta.

El 28 de diciembre de 1938 no se presentó a su trabajo de figuración en la Metro-Goldwyn-Mayer, donde Samuel Goldwyn la había acogido. Cuando llegaron a su casa estaba moribunda. “Estoy cansada, espero que esto funcione, gracias”, había escrito en una nota. Había ingerido una mezcla de jarabe para la tos y veneno de hormigas. Falleció en el hospital con 52 años.

Florence Lawrence fue enterrada en una tumba sencilla y sin lápida a escasos metros de la ostentosa tumba de su madre. No fue hasta 1991, cuando el británico Roddy McDowall, actor infantil, célebre por ser el Cornelius de El planeta de los simios y un enamorado del Hollywood clásico, compró anónimamente una placa que rezaba “The biograph girl, the first movie star” (La chica Biograph, la primera estrella de cine). Esta vez no hubo resurrección.

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