Oriente y Occidente: miradas diferentes

Para el famoso mitólogo y escritor Joseph Campbell, la principal línea de separación entre Oriente y Occidente pasa verticalmente por Irán, y la misma puede considerarse una línea divisoria cultural. Al este de esta línea existen para él dos grandes “culturas creadoras”: la India y el Extremo Oriente (China y Japón). Al oeste de la línea hay otras dos: Cercano Oriente y Europa. Para otros historiadores y antropólogos, en cambio, la línea “divisoria” pasa por Estambul, que fue capital del Imperio Romano de Oriente y del Imperio Otomano. En esta división, arbitraria pero didáctica, quedarían del lado de Occidente Europa y América, y el Oriente quedaría dividido en tres partes: Cercano Oriente (Turquía asiática, península arábiga, costa oriental del Mediterráneo, Mesopotamia), Medio Oriente (entre Irán y la India) y Lejano Oriente (China, Mongolia, Japón).

Se elija la división que se elija, en sus filosofías, religiones, mitologías, ideas, estilos de vida, arte, ideales, vestimenta, música, etc, estas culturas “matrices” se han mantenido diferentes a lo largo de la historia.

Las culturas orientales más alejadas han permanecido aisladas durante milenios, manteniendo su forma profundamente conservadora. Por el contrario, el Cercano Oriente y Europa han estado habitualmente en conflicto, han mantenido contactos comerciales, han intercambiado bienes e ideas y han sufrido y perpetrado invasiones entre sí en forma casi constante.

En China, en la civilización Hongshan (4.500 a 3.000 a.C.) hubo grandes asentamientos, pero no hay certeza de una entidad política de carácter centralizado; recién en la cultura Liangzhu (3.500 a 2.000 a.C.) aparecen las sociedades más desarrolladas en el Lejano Oriente. Por todo Cercano Oriente, en cambio, hacia el 4.500 a.C. existían ya muchos poblados autosuficientes, y en 3.500 a.C. los situados en el valle meridional de los ríos Tigris y Éufrates (plena Mesopotamia) se convirtieron en las primeras ciudades organizadas de la historia del mundo, en las que existían gobernantes, siervos, artesanos, comerciantes, religiosos, etc.

Para entonces ya aparecían motivos geométricos en forma circular con una figura central, que inicialmente era ocupada por la figura de un dios, y en aquellas primitivas ciudades-estado por la figura del rey (en Egipto, del faraón). Para entonces se concibió la idea de un orden cósmico o celestial que sería reflejado en el orden social.

En ese contexto parecía no haber nada reservado a la vida personal sino únicamente una gran ley cósmica que gobernaba las cosas: en China esa “ley” es el Tao, en India el Dharma, en Egipto el Maat, en Sumeria el Me. Según esta visión no existe elección individual o voluntaria: al nacer, al existir, esa gran ley cósmica ya ha determinado lo que uno debe ser y pensar. Esta manifestación social del orden cósmico, a la que las personas se someten sin críticas, es fundamental en Oriente. Las personas entregan su cuerpo para volver a nacer, en un ideal fantástico, noble y misterioso según el cual el ser humano no es nada más que una reencarnación, muerte de por medio, de la eterna e impersonal ley cósmica.

En Occidente la cosa es diferente. Cada individuo (el término “individuación” designa al proceso de autorrealización personal como único) es requerido por la sociedad para llevar a cabo un papel social específico. Y para funcionar en el mundo el individuo tiene que representar un papel o un rol. De hecho, “persona”, derivado del latín, significa “máscara, rostro falso”; una máscara a través de la cual “suena” (“per-sonare”: sonar a través). Uno debe aparecer con una u otra máscara para funcionar socialmente. Cada ser humano tiene una personalidad, a través de la cual se da a conocer. Y para llegar a vivir como un individuo libre hay que saber cómo y cuándo ponerse la máscara correspondiente a cada rol en cada momento de su vida.

En Occidente la vida está ligada a individuos que viven autónomamente; se considera que cada ser tiene un destino individual y eso es lo opuesto al ideal de Oriente. La idea occidental concibe un destino y un desarrollo potencial de cada uno en el transcurso de la propia vida para que ésta tenga significado y sea plena. En Oriente, en cambio, no se concibe al individuo como ente único y creativo; el interés no está centrado en la persona sino en el orden social (derivado del “orden cósmico”) establecido. Está “marcado” que el brahman será brahman, el guerrero tiene que ser guerrero, la esposa, esposa; el hombre es parte de una obra abarcadora y perfectamente dirigida que lo supera.

En la esfera europea la preocupación central es el individuo, que sólo nace una vez, no reencarna en nada ni nadie, vive su propia vida y en sus actos es diferente a todos los demás; en Extremo Oriente, cada ser vivo se entiende como una transmigración inmaterial que se encarna en cuerpos y los abandona. Esta diferencia fundamental entre los conceptos orientales y occidentales sobre el individuo tiene implicaciones tanto en cada aspecto del pensamiento social y moral como en el psicológico y metafísico.

En el pensamiento de Oriente, al igual que el sol sale y se pone cuando debe hacerlo, así también los humanos deben actuar según las formas “que corresponden”. Se supone que como consecuencia del comportamiento de las vidas anteriores hemos nacido donde hemos nacido y no en otro sitio; todo viene predeterminado por el peso espiritual de las reencarnaciones. Cada detalle de la vida está pre-escrito, por así decirlo, y hay tantas cosas que “deben” hacerse que no hay tiempo para que el hombre se pregunte qué “le gustaría” hacer. Los principios del ego, del libre pensamiento, libre voluntad y responsabilidad por las propias acciones son vistos como contrarios a lo que es “natural y verdadero”.

Las “Leyes de Manu”, un código moral-religioso-legal del 200 a.C., fueron de los primeros códigos legales escritos de Asia, siendo además el código de conducta para las relaciones entre castas en la India, donde aún tiene su vigencia. En esta obra se pueden encontrar textos como este:

“La mujer en su infancia debe estar sometida a su padre; en la juventud, a su esposo, y cuando su señor muera, a sus hijos. Una mujer nunca deberá ser independiente. Si los abandonara, convertiría en despreciables tanto a su familia como a la de su esposo. Siempre deberá estar contenta, manejar inteligentemente los asuntos del hogar, ser económica en los gastos, ser cuidadosa en la limpieza. Mientras viva, deberá obedecer a quien su padre (o, con el permiso de su padre, su hermano) la haya entregado; y cuando éste muera, jamás deshonrará su memoria. Incluso un esposo que carezca de virtud y que sólo se preocupe de saciar sus placeres deberá ser venerado como un dios. Como recompensa de esta conducta, la mujer ganará en su vida el más alto reconocimiento y un lugar junto a su esposo en la siguiente…”

En fin.

El “tú debes” y el “yo quiero” son los términos de la separación de las miradas de uno y otro lado. En la mirada occidental, la situación representada por la tensión entre esos dos imperativos nos parece más cercana a la manera de educar a un niño en edad de jardín de infantes; sin embargo, en la mirada de Oriente es la situación que se aplica sin chistar durante toda la vida. De hecho, en la filosofía oriental, la palabra “yo” (“aham” en sánscrito) sugiere deseo, anhelo, carencia, temor, posesión. En la occidental, en cambio, “yo” es lo que nos conecta con la realidad externa, con el mundo. En Oriente, el ser humano no es responsable de sus actos sino de la ejecución de los mismos, que están designados por un orden universal anterior a todo. En Occidente, el ser humano es autónomo y construye su propia vida con sus propias vitrudes y carencias.

Hacia el año 2.000 a.C. comienzan a aperecer los mitos mesopotámicos sobre el hombre creado por los dioses para ser su esclavo. Los hombres se convirtieron en servidores, los dioses en amos absolutos. El hombre dejaba de ser una encarnación de la vida divina (como sostiene Oriente) para pasar a ser de naturaleza terrenal y mortal (como sostiene Occidente). La materia y el espíritu comenzaban a separarse. Esa “disociación mítica” resulta característica principalmente en las religiones fundadas en Cercano Oriente, cuyos ejemplos actuales más importantes son el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Y ahí comienza otra historia. Mejor dicho, muchas otras historias.

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