Nicolás Avellaneda y el el mártir de Metán

Los soldados se ensañaron con Avellaneda. Vilela y los otros oficiales merecían morir rápidamente, eran soldados que peleaban por una causa y la causa de estos desmanes era este doctorcito altanero que había sembrado la discordia entre los hombres. Había sido declarado instigador y principal culpable de la muerte del general Heredia, y por eso, a Avellaneda le teníamos reservada una muerte larga y dolorosa. Ordené que el verdugo usara un cuchillo de filo mellado para prolongar la agonía, comenzando su tarea desde la nuca para cortarle el gaznate. Avellaneda nos impresionó por el temple que mostró hasta el último momento. “Termine usted su trabajo”, alcanzó a decir cuando su cuello aún trasmitía un flujo de vida. Sus palabras apenas se escucharon entre los borbotones de sangre y el ruido de las vértebras quebradas. Al separar la cabeza tomada por los cabellos, el cuerpo cayó y anduvo como quien se arrastra a gatas, por un corto trecho. Mientras esto acontecía, la cara hacía las más extrañas gesticulaciones, abriendo y cerrando los ojos espasmódicamente, mientras sus labios convulsionaban. La cabeza y cuerpo de Avellaneda continuaron moviéndose por espacio de largos doce minutos para diversión de los presentes. Una vez quieto se acercó al cadáver el capitán Oliden y propuso hacer maneas con la blanca piel del doctorcito, deslizando su cuchillo por la espalda de la víctima. Mientras cortaba la lonja, para sorpresa de muchos, el cadáver se enderezó, apoyándose sobre las palmas, pero Oliden no era hombre de asustarse fácilmente y continuó con su tarea. Para cuando terminó, el cuerpo yacía inerte. Dicen que con esta lonja de piel se hicieron un par de maneas con argolla de plata que Oliden ofreció al general Oribe, aunque bien sé que éste las rechazó.

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Decapitación de Marco Avellaneda en 1841 • Modesto González - Museo Histórico y Colonial, Luján, Provincia de Buenos Aires

Decapitación de Marco Avellaneda en 1841 • Modesto González – Museo Histórico y Colonial, Luján, Provincia de Buenos Aires

 

Ni muerto Avellaneda tendría paz. Esa noche su cuerpo fue despedazado. Melgar, Alvarado y Golfarini jugaron con sus miembros, asustando a las mujeres del campamento. Una mano, un pie, un dedo, todo era útil para hacer chanzas pesadas. Todos nos reímos y festejamos las bromas. Oribe prometió que en breve sería el cuerpo de Lavalle el que se prestaría a esos juegos macabros.

En algún momento de su mandato Marco Avellaneda había dicho: “Los bárbaros no tomarán Tucumán sino después de haber pisoteado mi cadáver…” y Tucumán había sido tomada y nos avocamos a pisotear prolijamente su cadáver.

Era tiempo de escarmentar a los tibios, y para eso se había reservado la cabeza de Avellaneda, convenientemente acomodada en un cajón de cal que remitimos al coronel Garzón.

Después de haber sido liberado, Garzón había recuperado el mando de tropas federales y era la autoridad máxima en la ciudad de Tucumán. A él le correspondió organizar la exhibición de la cabeza de Avellaneda clavada en lo alto de una pica, en la Plaza Mayor. El rictus horrible del rostro deformado serviría para inspirar la debida cautela en todos aquellos que dudaban que la nuestra era la legítima autoridad en esta tierra.

Los cuerpos de Vilela y sus oficiales fueron enterrados en Metán. Apenas unas toscas cruces marcaron el lugar de la inhumación.

Sandoval fue incorporado a las tropas federales. El hombre se ufanaba de su suerte pero no se había percatado de las diferencias entre los bandos. Creyendo que su nueva posición le otorgaba una amplia inmunidad, continuó con los robos y exacciones en forma aún más violenta, a punto tal que los mismos orientales decidieron fusilarlo por los crímenes cometidos en las escasas semanas que llevaba prestando servicio entre nuestras tropas.

Una vez condenado, lo único que pidió fue que no le apuntaran a la cara. Sin embargo, la descarga final destruyó su rostro. Fue este un acto de justicia. Los vencedores y los vencidos coincidimos en que Gregorio Sandoval merecía esta muerte, por sus desvíos y torpezas.

“Roma no premia a los traidores”, dijo en su momento el cónsul romano Servilio Cepión y la Confederación tampoco estaba dispuesta a hacer esas concesiones.

Nuestro ejército se puso en marcha. Solo faltaba atrapar a Lavalle, que nos llevaba ventaja. A cargo de Tucumán quedó el coronel Carvallo, oficial oriental que se hospedaba en la casa de la señora Fortunata García de García, esposa del ausente ex gobernador. La señora García apeló al sentido humanitario del coronel, que accedió a hacerse el distraído mientras la Sra. García retiraba la cabeza de Avellaneda para depositarla secretamente en el convento de la Vieja Casa de Jesús. Allí, lo que quedaba del doctor, descansó en paz hasta que su hijo Nicolás, siendo ya presidente de la República, quiso honrar su memoria y lo enterró en Buenos Aires, en el Cementerio del Norte, bajo una lápida que recordaba su muerte a manos de “los seides del tirano”, un eufemismo ridículo que intentaba descalificar a aquellos que lo habíamos ajusticiado.

Cuando su padre fue ejecutado el doctor Nicolás Avellaneda apenas tenía cuatro años y su recuerdo era muy borroso, porque poco había estado junto a él durante los años de la Liga del Norte. Cuando fue ministro de Educación del presidente Sarmiento, el pintor Carlos Pellegrini le regaló un retrato de su padre. Alberdi, amigo de la infancia de Marco,confirmó el parecido. Recién entonces su hijo conoció al que todos llamaban el Mártir de Metán.

Don Mariano Maza, ex Coronel de los Ejércitos de la Confederación Argentina

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