Los libros de la Independencia – Parte I

Los cambios que los políticos proponen para su tiempo suelen basarse en las ideas promovidas por pensadores que las expresaron una o dos décadas antes. Esta regla que ni siquiera el vertiginoso siglo XXI parece cambiar, también se aplica a los hombres que declararon nuestra independencia. Mientras que en 1810 la Junta porteña era una mezcla de militares, comerciantes, sacerdotes y hombres de leyes, en la gesta independentista escasearon los militares (Pueyrredón volvió a Buenos Aires como Director Supremo y a Moldes no le aceptaron el diploma, y Gorriti además de militar era doctor en leyes) el único hombre de negocios era Tomás de Anchorena (también abogado), de los 29 congresales, 12 eran sacerdotes[i], 17 abogados y 7 tenían ambos títulos. La mayoría había estudiado en el Alto Perú, 12 en Córdoba, 2 en Chile, y otros dos en España. De las tres bibliotecas de las que se conservan hasta hoy (Godoy Cruz, Gorriti, Fray Cayetano Rodríguez y los textos de la Biblioteca Nacional), se desprende que además del castellano, todos leían latín (proliferan las obras de clásicos grecorromanos) y abundaban libros en francés y en inglés. Es decir, los congresales constituían lo más granado de la intelectualidad del Río de la Plata. De lo expuesto se desprende, como una obviedad, que sin dudas fue la Biblia el libro más leído por nuestros congresales. El general Gorriti (otro abogado devenido en general), por ejemplo poseía una Biblia Complutense, un incunable del siglo XVI, ya que era, además, un bibliófilo de fuste.

Muchos de los congresales, cómo Sáenz, Sánchez de Bustamante, Mariano Boedo fueron compañeros de Mariano Moreno en Chuquisaca, de allí un fondo cultural común, donde se nota la influencia de Jeremy Bentham, Juan Finestres, Ramón Lázaro de Dou, Hugo Grocio, Emer de Vattel y Samuel Pufendorf, autores que promovían el derecho de gentes y la equidad ante la ley. Estos temas se discutían a diario entre los alumnos de esas casas de estudios. De todos estos autores, el más leído fue Jacques Bénigne Bossuet, autor un tanto olvidado en nuestros días que fue obispo de Condom, preceptor del Delfín de Francia y promotor del Galicanismo, doctrina que propone el predominio del Rey sobre la Iglesia.

El deán Funes, en cambio era egresado de Alcalá, donde se daba especial importancia a las garantías individuales de Pierre Daunou, cuyos libros también estaban en las bibliotecas consultadas, y las propuestas económicas de Pedro Rodríguez de Campomanes además de los escritos liberales de Gaspar Melchor de Jovellanos.

Al igual que hoy leemos novelas, en esos años eran muy difundidas las lecturas piadosas, especialmente las vidas ejemplares de Santos. Tomas de Anchorena en sus días de estudiante en Chuquisaca, se percató con ese olfato para los negocios que lo convirtió en el hombre más rico del país, que allí los libros eran muy caros, por lo que convenció a su padre que los importase, para venderlos con buena ganancia en el Alto Perú. De los libros que importó, la mayor parte eran piadosos como, La oración y meditación, de fray Luís de Granada o los sermones completos de Hechier, La imitación de Cristo de Tomás Kempis (el libro católico más editado después de la Biblia), La vida de San Luís Gonzaga, los ejercicios de San Ignacio de Loyola, y El libro del buen morir, de Salazar -donde propone una agonía prolongada para que el buen cristiano se reconcilie con el Señor, haga una extensa lista de sus pecados y se vaya acostumbrando al Reino de los Cielos-.

Las bibliotecas consultadas tenían ejemplares de las Odas de Horacio, libro predilecto de Vicente López y Planes, quien se inspira en sus poemas para poner en el Himno, la célebre “o juremos con gloria morir”, expresión que remite al dulce morir por la patria propuesta por el poeta romano. Dicen que en sus días finales, en pleno delirio senil, el Dr. López y Planes recitaba los poemas de Horacio.

También asombra en estas bibliotecas la versatilidad y amplitud de miras de estos diputados, ya que entre los clásicos greco-romanos y ejemplares del Quijote, encontramos libros de biología como el de Buffon y la Historia Natural de Plinio.

Curiosamente, Anchorena importó varios libros de “Robinson Crusoe”, la novela de Daniel Defoe, editada en 1712. ¿Quién hubiese sospechado entonces que otro miembro del congreso visitaría la isla de Juan Fernández, dónde el protagonista, Alexander Selkirk, pasó tanto tiempo? Pues Fray Justo Santa María de Oro debió exiliarse en dicha isla por orden del gobierno chileno.

Mientras que la Revolución de Mayo fue un golpe de oportunidad -con la abrupta “madurez de las brevas”, dada la prisión de Fernando VII-, la independencia fue un largo proceso que llevó seis años con varios intentos que le precedieron como la Asamblea de 1813 y la declaración de la independencia de la Banda Oriental, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y Córdoba en 1815. De todos aquellos que propugnaron la independencia, quizás el más vehemente y decidido impulsor, además de demócrata y federalista, fue José Gervasio Artigas.

La claridad de las ideas artiguistas y la vehemencia con que las expresó se deben al conocimiento de la gesta norteamericana descripta por un personaje muy curioso, Thomas Paine, un inglés que propugnaba la independencia de las colonias británicas y que además había tenido una tormentosa participación durante la revolución francesa, donde desafió al mismísimo Robespiere, al oponerse a la ejecución de Luís XVI por el apoyo que este monarca había otorgado a la independencia americana. Paine terminó preso y a punto de ser guillotinado. El presidente James Monroe abogó por su liberación y pudo volver a EE.UU. donde se codeó con Washington, Jefferson y Hamilton, mientras en Gran Bretaña era condenado in absentis, por considerar a sus escritos como libelos sediciosos. A pesar de ser uno de los inspiradores de la independencia norteamericana hoy está casi olvidado porque Paine era un personaje mercurial que se peleaba con todo el mundo. A su entierro solo asistieron seis personas y su cadáver se perdió después que un admirador lo robase para homenajearlo.

El título de los libros de Paine son el reflejo de su ideario, “Sentido común” -el más famoso, “La edad de la razón”, “Los derechos del hombre” y “La crisis americana”, son los hitos en los que vuelca sus ideas liberales, antireligiosas, antiesclavista y sobretodo “deísta”. George Washington obligó a sus soldados a leer “Sentido común”, razón por la cual llegaron a editarse medio millón de ejemplares. El texto que llegó a manos de Artigas y también se encontraba entre los libros de Godoy Cruz fue “La independencia de la Costa firme”, en la traducción de Manuel García de Sena, editado en Filadelfia en 1811. Este libro le había sido regalado por el Cabildo de Montevideo y con posterioridad Artigas se lo obsequió a uno de sus fervientes seguidores, el indio misionero llamado Andresito. “Yo celebraría que esta historia tan interesante la tuviese cada uno de los orientales”. Las instrucciones que envía Artigas a la Asamblea del año XIII son copia textual de este libro en el que también se basan algunos autores de la independencia nacional, ya que nuestra acta es una copia de la Americana, a la que le falta las de justificativos.

[i] 15 firmaron el acta, el presbítero Del Corro no estuvo presente por haber sido enviado a negociar con las provincias artiguistas. Otros diputados, con Paso y Sánchez de Loria, abrazaron los hábitos antes de morir. Entre ellos se erigen las figuras de Sáenz como docente y Fray Cayetano Rodríguez como poeta algo olvidado, porque sus poemas no pudieron convertirse en marcha patriótica al reconocer la superioridad de nuestro Oid mortales.

 

CONTINUA EN Los libros de la Independencia – Parte II

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