Los amantes de Catalina la Grande

No murió mientras mantenía relaciones sexuales con un caballo, no tuvo cientos de amantes, no era ninfómana, ni voyeur, ni se puede demostrar que tuviese un gabinete decorado con decenas de artilugios sexuales. Y no es que ninguna de estas cosas sean negativas per se -si el caballo hubiese dado su consentimiento, claro-, pero todas fueron utilizadas para opacar la figura más trascendental de la historia rusa, la que llevó a aquel país mastodóntico y en algunos aspectos todavía medieval a sus mayores cotas de esplendor. Como no se podía atacar su legado, se atacó una sexualidad que exhibió sin ningún miramiento, tal como hacían, sin ninguna censura sus homólogos masculinos.

Lo que no es una leyenda, pero podría serlo por lo que hay de prodigioso en su relato, es que Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst llegó con catorce años a una corte extranjera que era como una piscina de tiburones y acabó asentándose en el trono del mayor imperio del siglo XVIII.

En 1741, la zarina Isabel, hija del legendario Pedro el Grande, había accedido al trono tras un golpe de estado. Sin herederos, su posición era inestable, por lo que hizo llamar a su sobrino Pedro, el hijo de su adorada hermana Ana, un adolescente que había sido criado en Alemania, con el fin de nombrarle su sucesor. Pero el que llegó a la corte no era el príncipe apuesto que esperaba sino un joven enclenque, comido por la viruela, aniñado y absolutamente rusófobo. Había crecido creyendo que el país de sus ancestros era una tierra bárbara y atrasada y no sentía ningún interés por gobernarla ni por vivir en ella.

A 1663 kilómetros de Moscú, otra joven de origen alemán también había recibido la llamada de Isabel. Sophie pertenecía a una familia con más nombre y conexiones que dinero, -al contrario que otras casas europeas, los Románov preferían concertar sus matrimonios con familias de su propio país y a ser posible no demasiado poderosas- y aquella invitación a la corte suponía un salvoconducto para la gloria.

Tras siete semanas de viaje, Sofía y su madre llegaron al palacio Golovín y conocieron a Isabel. Con sólo una mirada, la futura Catalina, supo que si a alguien había que conquista en palacio era a aquella mujer imponente en cuyo vestidor había 15.000 trajes y que jamás repetía modelo. Adicta a la moda y a los hombres, despiadada, intrigante nata y gobernante sagaz, sus logros (y fechorías) no han ocupado más espacio en la historia por haber gobernado entre los dos Grandes: su padre y su nuera.

Aquellos dos adolescentes llamados a perpetuar la estirpe de los Románov no podían ser más distintos. Mientras Pedro despreciaba todo lo ruso, Sophia abrazó la cultura de su país de adopción como a un amante. Cambió su nombre alemán por el ruso Catalina (Ekatherina), aprendió el idioma, se convirtió a la fe ortodoxa, adoptó sus costumbres y, sabiendo que la única manera de hacer olvidar su origen era conquistar a todos los estamentos, utilizó todas sus armas, que por el momento eran escasas. “Nunca creí que fuera una belleza, pero era agradable y eso era mi fuerte”, escribió en su diario.

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Retrato de Pedro III de Rusia.

Retrato de Pedro III de Rusia.

El 21 de agosto de 1745, Catalina contrajo matrimonio con Pedro ataviada con un traje de novia de brocado de plata en la ceremonia más fastuosa que jamás vivió el imperio ruso. Una procesión de 120 carruajes acompañó a la carroza real arrastrada por ocho caballos. La boda había sido de ensueño, la noche sería una pesadilla. Una vez en el tálamo, Catalina desplegó sus encantos y Pedro sus soldaditos de plomo: la única acción que hubo en la alcoba real fueron las huestes del heredero desperdigados por una cama que sirvió de improvisado campo de batalla. Y así durante ocho años.

Pedro no sentía ningún interés por Catalina, su pasión era la parafernalia militar y emborracharse cada noche con su pandilla de amigos alemanes para desesperación de Isabel que veía como el tiempo pasaba y el heredero no llegaba. Aunque, -y este detalle es importante- técnicamente ya había un heredero legítimo.

A 700 kilómetros de allí, en una celda de la inexpugnable fortaleza de Shlisselburg languidecía un pequeño prisionero, un niño que llevaba encarcelado desde que tenía poco más de un año. Aquel joven semidesnudo, analfabeto, que comía en el suelo y vivía encadenado sin acceso a la luz del sol era el sobrino de Ana I de Rusia, sobrina de Pedro el Grande. Pocos años atrás había sido Iván VI, zar de todas las Rusias, durante 400 días “gobernó” desde un pequeño cochecito de bebé que hacía las veces de trono, hasta que Isabel dio un golpe de estado y aunque no tuvo el valor de ordenar su muerte sí se aseguró de que jamás nadie volviese a pronunciar su nombre. Si alguna vez alguien osaba liberarlo debía morir antes, esas eran las reglas de sus carceleros.

Por eso la necesidad de un bebé real era acuciante y si Isabel hubiese podido habría fecundado ella misma a Catalina, aquel horno andante en el que no se cocía ningún bollo. Ante la sospecha de que Pedro fuese estéril, impotente o rematadamente torpe, la reina puso en el camino de Catalina a Sergéi Saltykov, un apuesto terrateniente miembro de una familia que llevaba sirviendo a los Románov desde hacía 200 años. Y aquello era un servicio más a la patria.

Tras nueve años de matrimonio y dos abortos, nació Pablo, que a pesar de las insinuaciones de Catalina en sus memorias, tenía más del endeble y poco agraciado Pedro que del elegante Saltykov. El bebé no duró en un regazo ni un minuto: Isabel lo arrebató de sus brazos aún sudorosos y se lo llevó a sus estancias donde permaneció bajo su estricta tutela.

El único valor de Catalina radicaba en su capacidad de asegurar la pervivencia de la estirpe Románov y su trabajo ya estaba hecho, ahora tocaba sobrevivir en palacio. A Isabel ya no le interesaba y a su marido no le había interesado nunca, pero ella no había vuelto su vida del revés cambiando su nombre, su lengua, su religión y sus costumbres para acabar recluida en un monasterio como tantas otras princesas caídas en desgracia.

Isabel ya tenía lo que quería, pero seguía intranquila. Antes de aquel bebé al que pretendía modelar desde la cuna reinaría Pedro, el cursi y absolutamente antiruso Pedro. La zarina, cuya salud se iba resintiendo, estaba embarcada en una guerra contra Prusia. Digna hija de Pedro el Grande, el hombre que había convertido a Rusia en una potencia naval, temía más que nada que aquel petrimetre desandara el camino que tanto había costado recorrer y por ello pretendía que el trono pasase directamente a su nieto Pablo y Catalina ejerciese de regente. Sus asesores se lo desaconsejaron, ya había tensado demasiado la cuerda.

Sus miedos no eran infundados. Lo primero que hizo Pedro tras ser proclamado zar a la muerte de Isabel, fue detener la guerra con Prusia. Justo cuando el ejército ruso estaba a las puertas de Brandeburgo firmó la paz y les devolvió todos los terrenos conquistados durante la guerra, una maniobra tan desconcertante que los prusianos creyeron que era un ardid. Pedro estaba absolutamente embelesado por Federico II el Grande y tal era su admiración por todo lo prusiano que cuando subió al trono él mismo diseñó el uniforme que habría de llevar en la ceremonia que no era más que una adaptación del de su héroe. Al día siguiente de su coronación todos los regimientos imperiales se adaptaron a la nueva moda.

Pedro estaba dispuesto a despojar a Rusia de todos sus símbolos. Pretendía sustituir la religión ortodoxa por la luterana y obligó al clero a afeitarse la barba, lo que fue considerado una afrenta sin parangón, apenas balbuceaba ruso y sólo se rodeaba de nobles extranjeros. En apenas unos meses había puesto a todos los estamentos en su contra y lo único que lo mantenía vivo es que era el zar legítimo, pero hay algo que vale tanto como un zar y es una zarina.

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Retrato de Catalina la Grande de Stefano Torelli.

Retrato de Catalina la Grande de Stefano Torelli.

A lo largo de aquellos nueve años Catalina había recorrido el camino inverso a Pedro; frente a la rusofobia de él, la rusofilia de ella, y frente al desdén de él por sus compatriotas el afecto de ella por los nobles rusos y sus esposas, como ella misma reconoce en sus memorias: “Me sentaba con ellas, les preguntaba por su salud, les daba consejo sobre lo que debían tomar en caso de enfermedad, me aprendía los nombres de sus carlinos, de sus loros y de sus bufones. De esta manera tan sencilla e inocente llegué a acumular una estupenda reputación”.

Catalina había sido permeable a su entorno y se había formado; era una lectora voraz, no de novelas de caballería como su marido: ella había leído a los clásicos y a los grandes filósofos de su tiempo y los había entendido. Era inteligente, estaba preparada y había sabido rodearse. No había podido escoger a su marido, pero tuvo mucho tino para seleccionar a sus amantes, el primero, Estanislao Poniatowski, un noble polaco fue uno de sus grandes apoyos, ella a cambio le regaló el trono de Polonia donde reinó como Estanislao II. El segundo fue Gregory Orlov, él y sus cuatro hermanos, militares respetadísimos, consiguieron que el ejército se pusiese de parte de aquella mujer a la que nadie veía ya como una extranjera.

Los Orlov conocían el descontento de los militares y orquestaron un golpe. Pedro estaba celebrando su santo con una amante a la que lucía ya sin ningún decoro cuando Fiodor Orlov interrumpió en la habitación de Catalina. “Es el momento” le dijo. Catalina sabía lo que significaba, Se levantó de la cama y rechazó el vestido que lo ofrecieron, y en su lugar, -esto es dominar la escena- escogió la casaca verde del mítico Regimiento Preobrazhenski. Empezaba a recuperar los símbolos que su marido había defenestrado.

Catalina tenía un profundo sentido de su marca personal y cuidaba todos los detalles. Sentía debilidad por un vestido de corte militar, con el mismo color, cuello y número de botones que los uniformes de la guardia, pero a la vez con influencia de la moda francesa como destaca Lucy Worsley en El imperio de los zares . Pero al contrario que sucedía con Isabel todos los vestidos de Catalina estaban fabricados con seda rusa. Era la jefa del ejército, sin él no se podría gobernar, y se sentía profundamente rusa, pero a la vez miraba a Europa.

En su discurso, a lomos de su caballo y ante 12.000 soldados, exhortó a luchar contra el poder extranjero y no dejó de hablar de “su” Rusia, “nuestra Rusia”, la soldadesca vibró emocionada. A su puesta en escena sólo le faltaba un detalle, su espada no llevaba la correa de agarre, pero un joven oficial se apresuró a darle la suya, se llamaba Gregory Potemkin. La reina, que a pesar de vivir un momento histórico no dejaba pasar ni una, apuntó el detalle. Los Orlov también y durante una partida de billar le dieron una paliza que lo dejó tuerto. El osado militar acabó en el otro extremo del país forjándose una reputación como guerrero tan hábil en la lucha como en la estrategia.

El derrocado Pedro no tenía demasiado interés en litigar por aquel trono que nunca le había importado realmente y sólo pidió que le dejasen volver a su amada Alemania con su amante, su violín, su caniche y su sirviente. Catalina no fue tan magnánima: siguiendo las enseñanzas de su suegra lo encerró en el palacio de Ropsha, -con lo que en un momento de la historia hubo dos herederos legítimos del trono de Rusia encarcelados. Dos, que sepamos-. El confinamiento no duró mucho, días después Grigory Orlov le escribió a Catalina para hablarle de la desafortunada muerte de su marido, según él había sido un accidente, según el análisis forense estaba amoratado y molido a golpes, según el documento oficial había fallecido de un ataque de hemorroides. Un legítimo heredero menos. Temerosa de que el pueblo pudiese soliviantarse pensando en un regicidio, Catalina visitó al pequeño zar cautivo y tras comprobar que ya era poco más que un zombie pidió reforzar su seguridad, nadie podría entrar, pero sobre todo, nadie podría salir.

Pero, obviamente, era inviable guardar el secreto más grande de Rusia y no todos en la corte estaban entusiasmados por Catalina. Cuando uno de los soldados de la fortaleza organizó una rebelión e intentó liberar a Iván la cosa terminó como se esperaba: otro ataque de hemorroides. Iván VI había pasado 23 de sus 24 años cautivo.

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                                                     Retrato de Gregory Potemkin.

Retrato de Gregory Potemkin.

En medio de las intrigas palaciegas Catalina también tenía tiempo para reinar. Siguiendo la estela de Pedro el Grande y su hija Isabel siguió con la idea de reformar aquel mastodonte obsoleto que era el imperio ruso. Como cuenta su biógrafo Simon Sebag Montefiore en Los Románov, cada día Catalina se levantaba antes que los criados, preparaba café y empezaba a trabajar. Le encantaba escribir e intercambiaba cartas con diversas personalidades como Voltaire y Diderot, también adoraba el arte y añadió un pabellón al Palacio de Invierno en el que almacenó obras de arte de Rubens, Rembrandt o Rafael y que hoy es uno de los museos más importantes del mundo, el Hermitage, y organizaba veladas en las que se olvidaban los rangos y sólo se conversaba sosegadamente durante horas y horas.

Fomentó la formación profesional y la educación pública y fundó la primera escuela para mujeres, reformó el senado y secularizó los bienes de la iglesia, modernizó la administración e implantó el uso del papel moneda. Profundamente moderna y atenta a todos los descubrimientos científicos que llegaban de occidente, fue la primera en vacunarse en Rusia. Reinaba en Rusia, pero, estaba absolutamente prendada de la Ilustración, aunque había un gran obstáculo en su ansia por convertirse en una monarca ilustrada: la servidumbre. Aquellos millones de siervos sin derechos que eran vendidos y comprados como objetos la avergonzaban, pero sabía que la nobleza, su verdadero sustento, jamás permitiría que aquello cambiase.

Pero los sometidos iban a intentarlo. Hartos de la brutalidad con la que eran exprimidos, los pueblos de los confines del imperio se rebelaron. Los cosacos, una tribu que protegía las fronteras de rusia a cambio de ciertos privilegios como no pagar impuestos y no sufrir la autoridad de zar, empezó a ver como todos sus hombres y niños eran reclutados debido a la ingente maquinaria humana que el imperio requería para consolidar su hegemonía del continente. Pero aquel pueblo indómito sentía una profunda desafección por todo lo que pasaba en Moscú.

Yemelián Pugachov era uno de esos cosacos. Harto de luchar en guerras sucesivas que ya era incapaz de distinguir, inició una revuelta que llegó a reunir a más de 100.000 soldados descontentos que marcharon sobre Moscú arrasando todo a su paso, hombres, mujeres y niños, ricos y pobres. Para reforzar su legitimidad urdió que era Pedro III, después de todo ninguno de aquellos campesinos tenía la más remota idea de cómo era Pedro III ni ningún otro zar, por qué aquél cosaco barbado no iba a ser un Románov.

Pugachov estuvo a punto de llegar al centro de Rusia, pero Catalina, que en un principio infravaloró a aquel ejército improvisado, supo reaccionar a tiempo y puso al mando del ejército a aquel joven que un día había sido tan amable: Potemkin. A pesar de que su único ojo le había hecho perder algo de su belleza, mantenía la confianza en sí mismo y el talento militar y detuvo la revuelta. Una de las mayores muestras de inteligencia de Catalina fue convertirlo en su amante, -el más importante, se rumorea que incluso se casaron en secreto– sin agraviar a los Orlov. Su relación fue provechosa par los dos y para Rusia y siguieron adorándose aun cuando ya no había sexo entre ellos.

“¡Eres tan apuesto, tan listo, tan alegre y tan ingenioso! Cuando estoy contigo no doy ninguna importancia al mundo. Nunca he sido tan feliz”, le escribía. Le amaba tanto que se enfadaba por ello: “He dado órdenes estrictas a la totalidad de mi cuerpo, hasta el último pelo, de que deje de mostrarte el más mínimo signo de amor. ¡Oh, Monsieur Potemkin! Qué broma me habéis gastado que habéis desequilibrado mi mente considerada hasta ahora una de las mejores de Europa. Qué vergüenza.”.

Potemkin (que años después daría nombre a un acorazado y más años después a una de las películas fundacionales del cine moderno) era para Catalina un igual y el favorito de sus amantes, entre los que también destacaron Iván Rimski Korsakov, abuelo del compositor o el guapísimo Platon Zubov, al que conoció cuando tenía 20 años y ella más de 60. Veintiún amantes cita en sus prolijas memorias, más o menos en la media de los monarcas europeos a pesar de que en su caso este detalle de su biografía haya sido magnificado. El hecho de que fuese una mujer convertía aquello que para los hombres era fogosidad en debilidad: “En el gobierno femenino, el coño tiene más influencia que una política firme guiada por la razón”, decía de ella Federico el Grande, poco aficionado a las mujeres en general y a las monarcas rusas llamadas Catalina en particular.

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“El oso ruso (Catalina) y su jinete invencible (Potemkin) se encuentran con la legión británica.”, una ilustración de la época que pretendía ridiculizar a la zarina.

Guiada por el coño o por la razón, Catalina anexionó Crimea, controló la costa norte del mar Negro, sometió a Polonia y Lituania y aumentó el territorio del imperio ruso hasta convertirlo en el más extenso de su época. Pero no fue profeta en su tierra, o más bien en su familia. Mientras Europa la miraba con una mezcla de miedo y admiración, su propio hijo sólo la miraba con desprecio. Y ya adulto y casado y con un hijo reclamaba sus derechos dinásticos.

Catalina, en la línea de Isabel también pretendía saltarse al heredero legítimo en pro de su nieto Alejandro, aquel hijo que nunca llegó a criar era demasiado parecido a aquel padre, -o no-que él apenas llegó a conocer. Profundamente religioso, obsesionado con lo militar, agrio “como la mostaza después de cenar”, suponía una profunda amenaza para los avances logrados durante tres décadas de reinado. No se equivocaba. El 5 de noviembre de 1796, Catalina se levantó a las seis de la mañana para iniciar su jornada de trabajo, preparó el café y sufrió una apoplejía. No volvió en sí. Pablo, obsesionado con la figura de su padre -o no- se vistió con el uniforme prusiano y firmó una ley que impedía el acceso de las mujeres al trono de Rusia.

Su reinado apenas duró un lustro, murió acuchillado por un grupo de conspiradores que otorgó el poder a su hijo Alejandro, como había pretendido Catalina. No tuvo tiempo para borrar la profunda huella de su madre, nadie lo tuvo, ni los bolcheviques con sus leyendas sobre sexo equino ni los nazis con sus historias sobre gabinetes eróticos, incluso los hijos de la revolución que borró de la tierra a los últimos Románov tuvieron que rendirse al talento de aquella adolescente alemana que por no dejar ni un cabo suelto dejó escrito su propio epitafio:

“Aquí yace Catalina II, nacida en Stettin el 21 de abril de 1729. Llegó a Rusia en 1744 para casarse con Pedro III. A los 14 años, tenía la triple intención de complacer a su esposo, a la reina Isabel y al pueblo y ella no descuidó nada para tener éxito. Durante 18 años de tedio y soledad leyó muchos libros. Al llegar al trono de Rusia, deseaba el bien y se esforzó por dar a sus súbditos felicidad, libertad y propiedad. Perdonó fácilmente y no alimentó el odio hacia nadie. Misericordiosa, cortés, alegre por naturaleza, con un alma republicana y un corazón amable, tenía amigos. El trabajo fue fácil para ella. Le encantaba el arte y estar entre la gente “.

No hay duda de que fue querida por muchos, pero sobre todo por sí misma.

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