Las desaventuras del Chevalier Taylor

Pocas obras como el oratorio Samson Agonistes han reunido una constelación de talentos y tal cúmulo de ceguera. Ciego era su protagonista, Sansón; ciego era su autor, John Milton, y ciego su compositor, George Frederik Händel.

Sansón era el gigante bíblico caído en desgracia tanguera por “la percanta que me amuraste” después de haberle cortado las crenchas, para así convertirlo en juguete de sus enemigos, quienes lo cegaron y lo redujeron a la esclavitud.

Fue el poeta John Milton quien describió la tragedia del israelita traicionado por la bella Dalila en la reedición de su Paraíso recuperado. Afectado por su discapacidad visual [1] , fue Milton quien escribió: “¡Oh, pérdida de la visión, de ti es de lo que más me quejo!”, exclamación que pone en boca del gigante tientaparedes al esforzarse este por distinguir las columnas que habrá de derribar para lograr una muerte liberadora. Al demoler el templo, Sansón se venga de sus captores, y a su vez, se desprende de las tinieblas que lo asolaban, no así John Milton que vivió en las sombras, resignado a dictar el fruto de su inspiración a sus hijas, que poco apreciaban las rimas de su progenitor.

No resulta extraño que este poeta, sumergido en las tinieblas, haya inspirado a otro artista en vías de perder la visión; nos referimos a George Frederik Händel. Las cataratas que padecía lo tenían a maltraer. Antes de quedar inválido, cuando apenas podía escribir la música para las oscuras quejas de Milton, decidió que era tiempo de operarse con el Ophthalmiater del Papa y del rey Guillermo II de Inglaterra, oculista itinerante de cuanto emperador, monarca o príncipe gobernase en Europa, autor de tratados sobre las difíciles artes de la oftalmología que le habían valido fama internacional por su habilidad para reclinar cataratas, operar estrabismos y devolver la visión de los ciegos. Estamos hablando del “mejor cirujano que haya posado sus manos curadoras sobre ojos de tanta prosapia”, o al menos así se describía Le Chevalier John Taylor (1703-1772), un predecesor en el arduo oficio de la cirugía oftalmológica quien, como se habrán percatado, no contaba con la humildad entre sus escasas virtudes.

Decíamos que a este célebre Chevalier recurrió George Händel cuando se hundió en las tinieblas, tanto visuales como anímicas, porque este brillante compositor era, como hoy lo llamarían los psiquiatras, un bipolar o, como nos gusta llamarlo, un maníaco depresivo. Sus ánimos variaban como una montaña rusa, de la cima al sótano en apenas minutos. Escuchen la algarabía maníaca de la Música acuática. Uno puede percibir la fastuosa conjunción de cientos de barcos iluminados que recorren parsimoniosamente las aguas del Támesis. Oigan ustedes la serena melancolía del Largo de Xerxes o la estruendosa pirotecnia de sus Fuegos de artificio. De las luces a las sombras y nuevamente al brillo encandilador en un abrir y cerrar de ojos. Quién sabe si el litio o el Prozac le hubiesen permitido a Händel crear estas maravillas…

Vencido el pánico inicial por las promesas de rápida y fácil curación, Händel puso sus ojos en manos del Chevalier, quien con destreza introdujo sus lancetas no esterilizadas en el ojo del compositor. Tuvo suerte de que no se infectara la cirugía ni que se le desencadenara un glaucoma facogénico, aunque de poco le hubo servido la cirugía porque su visión no mejoró. Ante el resultado desalentador, Händel cayó en un estupor depresivo y al poco tiempo murió víctima de alguna de esas viles jugarretas de los neurotrasmisores que nos traicionan en los momentos menos oportunos.

Al menos Händel tuvo más fortuna que su coetáneo y colega (al que nunca conoció), Johann Sebastian Bach. Resultó ser que el Chevalier Taylor, mientras visitaba a su prestigiosa clientela europea, anunció con pomposo desparpajo “la milagrosa recuperación” del célebre compositor y músico, Georg Friedrich Händel. Atraído por el nombre de su colega, Bach fue a consultar al Chevalier Taylor, de paso por Alemania, camino a prestarle sus servicios al rey de Austria (según lo que promocionaba a los cuatro vientos). Tanto le habló sobre el éxito obtenido en la curación de Händel que Bach (vaya uno a saber si movido por una insana envidia o una inocente confianza) decidió poner sus ojos en manos del Chevalier. Así es como las dos glorias de la música barroca terminaron sus días de luz y sonidos maravillosos a manos del mismo matasanos.

Decíamos que menos suerte que Händel tuvo Bach, porque no solo la cirugía le resultó dolorosa (se ve que la generosa dosis de alcohol y opio con la que ponía groguis a sus pacientes no fue suficiente en el resistente padre de la polifonía), sino que desató una infección ocular en el anciano compositor. Al igual que a Händel, las Parcas pronto se apiadaron del gran Johann Sebastian y cortaron el sutil hilo de su vida. Sic transit gloria mundi.

La vida del Chevalier fue una sucesión interminable de viajes a lo largo y ancho de Europa. Taylor solía abandonar rápidamente a sus pacientes con promesas de pronta mejoría, ya que siempre lo aguardaban “ineludibles” compromisos en países lejanos. En realidad, su permanencia en las ciudades que visitaba duraba poco, apenas lo suficiente para convencer a algún desprevenido con sus promesas de pronta e indolora curación, y así someterlo a sus habilidades quirúrgicas para después huir hacia horizontes más seguros, lejos de las quejas y recriminaciones de sus víctimas, que el astuto Taylor se encargaba, prontamente, de convertir en halagos y agradecimientos.

No vamos a restarle los pocos méritos que cultivó este falso caballero. A él le cupo la idea de cortar un músculo extraocular para tratar el estrabismo y le disputó al mismísimo Jacques Daviel la concepción de la cirugía intracapsular del cristalino. De haberla creado, ¿por qué usó la reclinación del cristalino en sus dos más célebres pacientes?

Muchas personas de su tiempo conocieron al tan mentado Chevalier. Sus colegas coetáneos tenían las más variadas opiniones del doctor Taylor, que iban de la alabanza al menosprecio. El celebérrimo Casanova lo cita en sus memorias cuando le encarga la confección de una prótesis ocular a fin de obsequiársela a una de sus conquistas (usted ha adivinado: Casanova festejaba a una señorita tuerta).

Federico el Grande, rey de Prusia, fue más lapidario: echó a este charlatán de su reino para evitar que continuase haciendo más daño. Sin embargo, y a mi entender, la frase más cruel para calificar al Chevalier pertenece al sabio inglés Samuel Johnson, quien observó: “Su carrera es la prueba de qué tan lejos puede llevar la imprudencia a la ignorancia”.

A todos nos gusta terminar las historias con algo de justicia divina (que pocas veces se da, fuera de las películas de Hollywood). Quizás podamos hallar algún atisbo de justicia en una ópera bufa de autor desconocido, llamada The Operator. Esta obra canta en tono burlón los desmanejos del inescrupuloso cirujano, que murió ciego y pobre en la opulenta Venecia, bella ciudad, testigo de sus últimos desmanes.

 

 

1- . La descripción de su afección cae en lo que entonces daban en llamar “gutta serena”: sus ojos no estaban inflamados, por lo que se barajan varios diagnósticos como ser glaucoma, atrofia del nervio óptico por compresión quiasmática y desprendimiento de retina.

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