La humanización de una leyenda

Un gran hombre ha muerto. Uno puede pensar lo que quiera de Otto von Bismarck, y aún hoy los historiadores siguen divididos sobre si fue un visionario o un reaccionario, un “revolucionario blanco” (Lothar Gall) o un “demonio” (Johannes Willms), pero hay algo cierto: fue una de las grandes figuras de la política del siglo XIX y, durante un tiempo, el hombre más poderoso en Europa. Y esto sigue siendo cierto también bajo lo interpretación hegeliana de la historia, en la que incluso los más influyentes individuos son “managers” de un “propósito” predeterminado, esto es, meros auxiliares del curso automático e inevitable de la historia, pero hacia 1890, lo mayoría de los alemanes pudo haber tenido una opinión distinta al respecto. Bismarck era para ellos el arquitecto de un imperio con fronteras definidas, el creador de una nación bajo el mando de Prusia. En aquellos días se sentía una admiración sin reservas por el noble alemán del este del Elba. En un sentido figurado o muy concreto, torres dedicadas a Bismarck, esculturas de Bismarck en bronce o piedra por todas partes daban ocasión para ello. En una escala de popularidad, Bismarck superó tanto a Guillermo I como a Guillermo II. Algo que este último comprendió perfectamente, por lo que el joven káiser buscaría en repetidas ocasiones algún tipo de reconciliación con el canciller al que había destituido de su cargo en 1890 de forma vergonzosa, pero fue en vano. Bismarck mantuvo un resentimiento que bien podría de nominarse odio y que iba a tener repercusiones aun después de su muerte.

En ningún caso permitiría que Guillermo II viera sus restos mortales. Este había sido engañado intencionadamente por el entorno de Bismarck acerca del verdadero estado de salud de este. Cuando finalmente el káiser llegó q Friedrichsruh, cerco de Hamburgo, el ataúd va había sido sellado: un insulto desde ultratumba.

Imágenes del canciller realizadas en cadena

Solo unos pocos tuvieron la oportunidad de decir adiós a Bismarck: miembros de la familia, sirvientes domésticos, algunos vecinos de Friedrichsruh. No se permitió a Reinhold hacer una máscara funeraria, ni al pintor Franz von Lenbach, un retrato de muerto. Asimismo, en un principio nadie parece haber pensado en fotografiar al fallecido, algo comprensible desde el punto de vista actual, aunque hay que señalar que fotografiar a muertos seguía siendo una práctica completamente corriente hasta el final del siglo XIX. Solo hay que pensar en Luis II, cuya foto acostado en un ataúd abierto provocó cualquier reacción menos interés entre el público. No debía haber ninguna imagen de Bismarck que contradijese la iconografía oficial de la que se había encargado sobre todo y de forma profesiones Lenbach. Príncipe de pintores, nacido Múnich. En efecto, así como Lenbach inmortalizó al “Canciller de Hierro” -como si de una cadena de montaje se tratase, lo que no sin ironía ya observaron los contemporáneos del pintor- en cuadros al óleos y obras hechas a tiza, así ha pasado a la posteridad: fuerte, decidido, visionario. Un estadista en uniforme, o a veces de negro como civil; una gran figura, y no solo en el sentido literal y físico del término. Y ahora esto: una fotografía de él fallecido. El legendario Bismarck, hundido en uno cama deshecha, todo lo contrario al famoso y característico gesto con eI que había conseguido cautivar al público gracias a los retratos de Lenbach. Para empeorar los cosas, la instantánea reveló un ambiente verdaderamente pobre, en el que resulta difícil imaginarse a un ex canciller. El orinal a un lado añade casi una nota vulgar a la escena. “Realismo puro”, como el especialista en Bismarck Lothar Machtan muy acertadamente ha señalado, y, por tanto, una posible corrección de la estilizada imagen y transfiguración de su persona llevada a cabo por el propio Bismarck según el lema “nada es más real que parecer” (Willms). Para el káiser la fotografía habría sido una venganza tardía.

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Los fotógrafos profesionales Max Priester y Willy Wilcke de Hamburgo captaron la imagen, sin el permiso de la familia, la noche en que Bismarck murió. El término paparazzo aún no se había acuñado (Fellini lo introdujo por primera vez en su película La Dolce Vita), pero Priester y Wilcke fueron paparazzi el sentido moderno. No actuaron motivados ni por curiosidad personal, ni tan siquiera por hacer “arte”. Al igual que los paparazzi de hoy. Lo que de verdad les interesaba era el dinero, y los ingredientes para conseguirlo -el interés del público por la vida pública y privada de los famosos-eran los mismos entonces que ahora, sin embargo, la prensa i lustrada, como vehículo para transmitir información visual, se encontraba todavía en un estado relativamente arcaico. Por razones técnicas, a menudo las fotografías solo se imprimían mediante xilografías. Pero incluso en el caso de Bismarck, nunca se llegó tan lejos. Un proceso judicial, que analizaremos a continuación, además de la confiscación de todas las imágenes (“negativos, placas, impresiones, y otras reproducciones”), por la policía, hizo posible la salida de circulación del material. La foto apareció por primera vez en el número 50/1952 de la revista alemana Frankfurter Illustrierte, que se publicó entre 1948 y 1962,es decir, aproximadamente dos generaciones más tarde. En otra ocasión, Die Welt (n.° 270,19-1-1974) la publicó en relación con una reseña de un libro, Oevelgönner Nachtwachen (Guardias nocturnos de Ovelgoenne), del autor nacido en Hamburgo Lovis H. Lorenz, en el que relata su versión de la historia de la instantánea. Y por último apareció en la revista ZEIT (04-08-1976) acompañada por un texto de Fritz Kempe. La publicación de la fotografía, antes un tabú, en una revista distribuida diez años después de las revueltas estudiantiles de finales de los sesenta puede contemplarse como un nuevo paso en el proceso de desmitificación de Bismarck. Pero probablemente contribuyó aún más a su humanización. Nos revela que el príncipe Otto von Bismarck tuvo una muerte muy normal. En su final llegó a ser uno de nosotros.

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Los rumores sobre la muerte de Bismarck estaban en el aire. Un hombre anciano, achacoso y depresivo desde hacía tiempo. Al volverse senil, quedó claro que sus días estaban contados, se presentaba un gran acontecimiento mediático, como diríamos hoy, que naturalmente habría de ser “adornado” con las fotografías “correctas”, es decir, a ser posible las más actuales. Y qué podía ser más actual que una toma del tallecido fundador de la nación. Dos fotógrafos de Hamburgo se propusieron obtener la preciada imagen, Max Priester y Willy Wilcke, quienes habían sobornado aun informante de confianza, Louis Spörcke, guardabosques de Bismarck. Ahora solo tenían que esperar el momento de su muerte. A las 23.00 horas del 30 de julio de 1898 fallece Otto von Bismarck, según los historiadores, después de beber un vaso de limonada. Entonces, “tras gritar ¡Adelante!”, se hunde en las almohadas y muere” (Willms). Spörcke, que había hecho guardia nocturna, informó a Priester y Wilcke, que se hallaban en las cercanías. Estos encontrarían abierta la puerta del jardín y la ventana de la planta baja. Hacia las 4.00 horas, los dos hombres se colaban en la casa. Allí expusieron varias placas con la ayuda del flash de magnesio, habitual en aquel momento. Todo el procedimiento debió de durar menos de diez minutos; a la mañana siguiente, regresaron a Hamburgo, donde trataron de conseguir dinero lo más rápidamente posible de su, como diríamos hoy, exclusiva.

La muerte como acontecimiento mediático

Pusieron un anuncio para buscar interesados. “Única imagen existente de Bismarck en su lecho de muerte, fotografías tomadas a las pocas horas de su muerte, imágenes originales, se busca comprador o editor adecuado”, decía el anuncio publicado en el periódico Tägliche Rundschau el 2 de agosto de 1898. El Dr. Baltz, propietario de una editorial alemana, respondió diciendo que estaba dispuesto a pagar no menos de treinta mil marcos más un 20 % de los beneficios derivados de las imágenes. Todo lo que los fotógrafos necesitaban ahora era obtener la autorización de la familia para publicar. Rápidamente Priester y Wilcke produjeron una versión retocada de la fotografía donde aparece un Bismarck visiblemente rejuvenecido, sin la venda de la cabeza y sin el pañuelo de color. El brillante orinal también ha desaparecido, víctima de la mano experta del fotógrafo que ha hecho los retoques. Es muy posible que la familia hubiera dado permiso para publicar las fotos, pero mientras tanto, un celoso competidor, Arthur Esa, ya había descubierto el plan y denunciado a Priester y Wilcke a la familia por telegrama. Los Bismarck respondieron rápidamente. Ya el 4 de agosto habían conseguido que se confiscasen los materiales incriminatorios. A esto le siguió un proceso penal y civil que desde el punto de vista actual fue notable, puesto que el delito de allanamiento no fue el único que se denunció. También se planteó la cuestión del derecho a la propia imagen. El caso fue decidido a favor de Bismarck: los fotógrafos no habían actuado en interés del pueblo alemán, sino simplemente en el suyo propio. Como correspondía, la sentencia dictada el 18 de marzo de 1899 fue dura: cinco meses de cárcel para Spörcke, que también perdió su puesto como guardabosques, ocho meses paro Wilcke, además de la pérdida de su título como fotógrafo de la corte, y cinco meses para Priester, que falleció a los cuarenta y cinco años en una institución para enfermos mentales. El material desapareció en la caja fuerte de los Bismarck, que, según expreso deseo de la familia, “nunca llegará al público”. Sin embargo, un astuto asistente de nombre Otto Reich ya había hecho una copia de la fotografía. Lovis H. Lorenz, según su propia declaración, obtuvo la imagen después de la guerra y la entregó al Staatliche Landesbildstelle Museum de Hamburgo, que la incorporó a su propia colección, donde aún se encuentra hoy. Lo que había provocado un escóndalo en 1898 apenas era capaz de agitar al público una década después de la Segunda Guerra Mundial. La gente tenía otras preocupaciones. Paradójicamente, la fotografía del canciller muerto ayudó, no obstante, a mantener vivo at Bismarck, distante y desconocido, e incluso lo hizo más cercano. La instantánea demostró que el canciller había tenido una muerte completamente normal. Quizá, hasta trivial. Un mito había pasado a ser humano.

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