En el día del Animal

Satisfecha su hambre y cubierta su desnudez, el hombre primitivo estudió el universo que lo rodeaba, y no pudo menos que extasiarse ante sus compañeros de la creación, los animales. Estos podían ser feroces depredadores, dóciles compañeros o criaturas de olímpica indiferencia. Los hombres de las cavernas los dibujaron para capturarlo con su fantasía y facilitar mágicamente su caza. Los invocaron en tótems a fin de reflejar su astucia, su fuerza, su lealtad y su coraje. Y algunos, fueron objeto de adoración.

Para el hombre primitivo, los animales eran modelos de vida y se introyectaron en nuestro inconsciente colectivo. Los zorros son sinónimo de astucia, los perros de lealtad, los caballos de nobleza y las serpientes de traición. En los cuentos y tradiciones, desde los griegos a Walt Disney, pasando por Perrault y La Fontaine, los animales hablan, razonan y discuten en pie de igualdad, convertidos en parte de nuestra cultura después de siglos de convivencia.

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El pensamiento filosófico también los ha incorporado. Los presocráticos como Anaxágoras sostenían que “si todo está en todo, entonces los animales están en nosotros”. Aristóteles profundizó este concepto de fraternidad con los animales, dotándolos de alma sensitiva, capacidad de sentimiento y con la facultad de prever y sentir. Estos conceptos los volcó en su Historia de los Animales, un compendio de los conocimientos de zoología en la Antigüedad. Un discípulo de Aristóteles, Teofrasto, concluyó que el hombre y los animales tenían un origen común, dos mil años antes de Darwin y las teorías evolutivas.

No todos los filósofos compartían esta visión, los estoicos creían que eran criaturas puestas al servicio del hombre, al igual que el hombre había sido creado para servir la virtud. Plutarco (más conocido como historiador que como filósofo) refutaba a los estoicos destacando que los animales eran el reflejo del alma razonable del Ser Supremo y parte de este entendimiento universal. Estos conceptos fueron volcados en su libro De Sollertia Animalium, que influenció a pensadores como Montaigne. Éste sostenía que, por su simplicidad los animales nos daban una lección de sabiduría.

El cristianismo se hizo eco de esta posición y elevó a los animales a los altares, como el puerco de San Antón, el Perro de San Huberto o las aves de San Francisco. Sin embargo, no todos los teólogos le atribuyen las mismas características. Santo Tomás de Aquino sostenía que no era obligatoria la caridad cristiana hacia ellos, ya que los Santos Evangelios nada dicen de amar a las criaturas que nos rodean que no sean humanos. En todo caso, para Santo Tomás, la crueldad con los animales era un pecado venial. Después de siglos de íntima convivencia de la religión con la filosofía, surge el racionalismo que escinde está unión. Para el racionalismo la mente es arma suficiente para interpretar la realidad, y como no se puede razonar con los animales, estos pasan a convertirse en “simples autómatas” como sostenía Descartes o “máquinas sin emociones”, como escribe en su Discurso del Método.

Por este abuso de la razón, el hombre se aseguró un dominio sin límites sobre sus compañeros de creación. Los animales se convirtieron en víctimas de los caprichos y necesidades industriosas de los humanos.

Estas sutilezas intelectuales no coincidían con las experiencias del hombre común quien no veía a su perro, gato o caballo como un autómata, un cuerpo sin espíritu. La Fontaine ataca la teoría mecanicista en sus fábulas, “porque un cartesiano se obstina en tratar a los animales como monstruos y máquinas”, pone en boca de uno de sus personajes.

Los intelectuales del Siglo XVII y XVIII se dividieron. Molière, Rousseau y Alexander Pope elevaron su voz contra el pensamiento de Descartes, mientras que los naturalistas como Buffon y Geoffroy Saint-Hilaire adhirieron a la tesis del autómata.

Le tocó a Leibniz defender la integridad de los animales, cuando esboza una teoría de partículas atómicas que llamaba “Nómades”. Estos “Nómades” tenían distintas jerarquías, de mayor a menor, desde los minerales hasta Dios, pasando por los animales y un escalón arriba, los hombres. Para Leibniz esta era una escala sin solución de continuidad donde cada cuerpo vivo “es una especie de máquina divina”.

La discusión continúa con Locke, quien sostiene que los animales, a diferencia de los hombres, no pueden formular “ideas generales”, mientras que Cuvier fue quien usa, por primera vez, la palabra instinto como una “fuerza inconsciente al servicio de la especie”, una fuerza orgánica que reemplaza a la inteligencia y la moral.

La aparición de animales amaestrados en los espectáculos callejeros y circenses conmovió a las ideas decimonónicas, especialmente la inamovilidad de las especies que gozaban de prestigio entre científicos y religiosos. Buffon y Lamarck primero, y tímidamente Darwin, más tarde, discutieron dicha inmovilidad. Atacado por sus ideas evolucionistas, Darwin emitió un juicio lapidario: “Prefiero descender de un simio que heroicamente salva a su hijo de un ataque y ayuda a un joven camarada a defenderse, que de un “noble salvaje”, que tortura a sus enemigos, ofrece sacrificios, practica el infanticidio, ignora toda decencia y es juguete de las supersticiones”.

Darwin y sus seguidores ponen el tema de la evolución en el tapete. Una parte importante de las discusiones científicas, filosóficas y hasta políticas del siglo XX tendrán este eje. El príncipe Kropotkin, uno de los ideólogos del anarquismo, basó su teoría de la cooperación observando a los lobos siberianos cazar, y volcó esta experiencia en su libro El apoyo mutuo.

Es Bergson quien plantea una nueva perspectiva a la relación del hombre con los animales al sostener que “El error capital que se arrastra desde Aristóteles es el ver la vida vegetativa, la instintiva y la de la razón como tres grados sucesivos de una misma tendencia, mientras que cada una diverge en sus direcciones”. Hay cosas que la inteligencia busca, pero no puede hallar o solo pueden explicar gracias al instinto. La inteligencia nos abrió los caminos de la química, la física y del cosmos, mientras que el instinto o intuición nos abrió la puerta de los problemas eternos.

Esta jerarquización de la intuición exalta la hermandad con el Reino Animal. Esta concientización del vínculo ha modificado la relación con los animales. Pasamos del exterminio a la protección y el bienestar animal, tanto de aquellos que se usan para la alimentación como los destinados a investigación.

Gatos y perros son herederos de fortunas colosales por haber sido los únicos seres en los que sus amos hallaron el afecto negado por sus congéneres bípedos. El mismo Rousseau, quien no dudó de entregar sus hijos a un orfanato (sinónimo de infanticidio en el Siglo XVIII), lloró desconsoladamente la muerte de su perro Turco.

Los animales nos han enseñado a enaltecer nuestros afectos, soportar sufrimientos y valorar el esfuerzo de estos compañeros de viaje en el Planeta Tierra, un arca de Noé navegando entre las estrellas…

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