El olvido era lo que más le hubiera lastimado

Sobria, oscura, seria. Solo se lee su nombre, suficiente carta de presentación: Eduardo Wilde (1844 – 1913).

Su padre, Diego Wilde Wellesly, era ahijado del Duque de Wellington e hijo de James Spencer Wilde, financista, promotor del teatro y dueño del primer parque de diversiones de Buenos Aires, el Vaux Hall. Diego Wilde se incorporó a los ejércitos de la independencia en el arma de ingenieros. Peleó en Ituzaingó y volvió para plegarse a los rebeldes unitarios, Lavalle, Paz y Lamadrid. Durante el gobierno de Rosas se exilió en Bolivia, donde nació Eduardo. Vuelto al país, se unió al ejército de Mitre y con él marchó al Paraguay, donde contrajo una enfermedad infecciosa que le ocasionó la muerte en 1866.

Eduardo nació en 1844, en Bolivia, durante el exilio de su padre. Estudió en el colegio de Concepción del Uruguay junto a Julio A. Roca, Olegario Andrade y Victorino de la Plaza, entre otros miembros de la Generación del `80.

Como médico, aún practicante, estuvo en la Guerra del Paraguay y colaboró durante la epidemia de cólera (1867-1868) y fiebre amarilla (1871) destacándose por su dedicación. Se graduó con medalla de oro con su tesis sobre el hipo. Fue Ministro de Justició y Educación de su amigo Roca. Diplomático, escritor y educador, fue defensor incondicional de la educación laica. Brilló con sutiliza e ironía en todos los campos que le tocó ejercer, a veces empujado más por una fidelidad intelectual que por propia vocación. Murió en Bruselas en ejercicio de su cargo diplomático. Diez años más tarde su cuerpo fue repatriado.

A escasos metros, por la misma calle, Roca sonríe desde sus bronces. La vida, la política, el amor a una misma mujer, Guillermina Oliveira César, y ahora la muerte, los mantiene unidos.

Su hermano Alfredo se dedicó al periodismo con el mismo humor e ironía que caracterizaban a Eduardo. Lo llamaban “el loco Wilde”.

Su tío, Antonio Wilde, trazó una simpática pintura de los usos y costumbres porteñas durante los años de la independencia en su libro Buenos Aires, setenta años atrás.

 

Extracto del libro CIUDAD DE ÁNGELES, de Omar López Mato.

 

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