El mundo en lucha que vivió Nina Simone

A Nina Simone le gustaba repetirse para sí una frase que le solía decir su amigo el escritor James Baldwin: “Este es el mundo que tú misma te has creado, Nina. Ahora tienes que vivir con él”. Cuando a la cantante le embargaba la tristeza, recurría a la reflexión del autor de Ve y dilo en la montaña, que, como ella, fue uno de los mayores azotes contra el racismo en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Alta y desgarbada, con su aura de faraona milenaria, Simone (Tryon, Carolina del Norte, 1933 – Carry-le-Rouet, Francia, 2003) se confesaba en sus memorias una persona insegura, falta de amor y en continua lucha contra sí misma, pero, especialmente, contra el mundo que le había tocado vivir, marcado por la fama y la segregación racial en su país.

Se editó en castellano la autobiografía de la diva con el título de Víctima de mi hechizo, publicada en 1991 en inglés bajo el nombre I Put A Spell On You. A pesar de la sinceridad que parecen desprender las palabras de Simone en el repaso que hace de su vida, es importante señalar un hecho definitivo con respecto a este libro: la cantante publicó sus memorias poco antes de saber que sufría trastorno bipolar. Entonces, la primera pianista negra en tocar en el Carnegie Hall, en Manhattan, desconocía la enfermedad que alimentó buena parte de su carácter indomable y volcánico. Tanto fue así que apareció en las páginas de sucesos, más allá de sus problemas con el fisco en EE UU, por disparar a dos jóvenes fans que la molestaban en su jardín. De esta forma, sus fuertes depresiones y arrebatos de furia estuvieron ligados a esta perturbación psicológica, tal y como se cuentan en otras biografías y en el documental What happened, Miss Simone?, dirigido por la directora Liz Garbus en 2015.

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Apenas hay rastro de su trastorno en las casi 300 páginas de Víctima de mi hechizo. Simplemente, se intuye cuando Simone narra una locura transitoria que sufre antes de un concierto y que achaca al agotamiento por tantos años seguidos de giras y grabaciones. “Era rica y famosa, pero no era libre”, escribe. “A veces pensaba que toda mi vida había sido una búsqueda de un lugar al que perteneciera verdaderamente”, reflexiona. Al margen de su bipolaridad, siempre anheló encontrar ese lugar. Como dice el periodista musical Dave Marsh en el prólogo de Víctima de mi hechizo: “Para Nina Simone, el arte estaba íntimamente relacionado con el deseo de vivir como una persona libre”. Una afirmación que se constata en el desarrollo de su carrera profesional, que acabó lejos de EE UU, a partir de los años setenta. Llegó a vivir en Barbados, Liberia, Suiza, Inglaterra y Francia, donde murió en 2003 mientras dormía en una ciudad balnearia cerca de Marsella.

El deseo de libertad fue el motor del mundo que ella misma se creó con talento y tenacidad. Con una infancia tranquila en Carolina del Norte, Simone dejó todo por su carrera musical desde que a los 11 años fuera instruida por una maestra blanca de música clásica. Así, se marchó con 17 años a Filadelfia para formarse y renunció al gran amor de su vida, un chico llamado Edney, con el que perdió la virginidad. Años después, convertida ya en cantante profesional, quiso volver a recuperarlo, pero fue imposible. Le rechazó, pero ella nunca le olvidó. Desde entonces, siempre tuvo un elevado concepto del amor, aunque sus relaciones con los hombres que más amó fueron naufragios en aguas turbulentas. Relata un duro suceso de maltrato de su marido Andy, quien la llegó a atar y pegar durante horas con un cinturón debido a un brote psicótico puntual. Ella le perdonó y luego terminó por convertirse en su manager. Sin embargo, le gustaba tanto el dinero que nunca entendió la necesidad de descanso de su famosa esposa y acabaron separándose. También fue amante del primer ministro de Barbados, que estaba casado, y por amor llegó a jugarse la vida en la agitada Liberia. “He tenido amantes en muchos puertos y me he enamorado de naciones enteras”, escribe.

Por alcanzar una carrera profesional, también dejó atrás a su madre, una pastora religiosa que nunca aceptó la música “mundana” a la que se dedicó su hija cuando, rechazada en los conservatorios por el color de su piel, tocó en garitos de Atlantic City. “Mamá era una fanática”, sentencia Simone, a quien le persiguió la muerte de su padre enfermo, del que nunca se despidió tras una discusión.

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En su mundo también existía un compromiso inquebrantable con sus valores. Pasó de cantante de desamores a líder musical de la lucha contra la discriminación racial, encabezando la Marcha de Selma, en marzo de 1965. La inspiró el activista Stokely Carmichael, del que se enamoró, pero un suceso anterior fue determinante: la muerte de cuatro niñas negras en 1963, en un atentado con bomba en una escuela de Birmingham (Alabama). El odio la invadió. “Quería salir a la calle y matar a alguien. No sabía a quién, pero a alguien que se opusiera a que mi pueblo obtuviera justicia por primera vez en tres siglos”. Llegó a coger una pistola, pero al final escribió Mississippi Goddam, cuya letra reza: “No estáis obligados a vivir a mi lado, pero dadme solamente la igualdad”.

Con virulencia similar con la que renegaba de su país y simpatizaba con la lucha armada, se quejaba de la industria musical desde que la estafaron con su primer contrato. No supo combatir “el mundo deshonesto y cruel” del negocio, pero lo intentó buscando independencia ante las grandes compañías. Para cuando estaba viviendo en Francia, sabiendo que EE UU ya no era su hogar, escribió: “Yo sostenía lo mismo que defendía antaño: que la industria de la música está llena de ladrones, que EE UU es un país racista y que 20 años más tarde seguía castigando a los ciudadanos negros que se habían involucrado en el movimiento”. El mundo de Nina Simone siempre fue un mundo en lucha. Un combate constante, también contra sí misma.

NINA SIMONE

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