El comienzo del fin de Versalles

Después de la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles puso a los territorios de la cuenca del río Sarre (que habían sido parte de Alemania, en el límite con Francia) bajo la administración de la Sociedad de las Naciones durante un período de 15 años. Como compensación por la destrucción alemana de las minas de carbón en el norte de Francia y como parte de las reparaciones que Alemania debía pagar por la guerra, Francia recibió el control de las minas de la región del Sarre durante este período. La administración del territorio fue confiada a una comisión reguladora compuesta por cinco miembros elegidos por el Consejo de la Sociedad de Naciones: un representante de Francia, un alemán nativo habitante del Sarre y tres representantes de países que no fueran ni Francia ni Alemania.

En 1933, muchos oponentes políticos al nazismo huyeron hacia esa región, ya que era la única parte de Alemania fuera del control del Tercer Reich. Estos grupos anti-nazi defendían la posición de que Sarre permaneciera bajo control de la Sociedad de las Naciones.

Al cabo de los 15 años de esta administración, debía celebrarse un plebiscito para determinar la situación definitiva del Sarre. Esta votación tuvo lugar el 13 de enero de 1935, y más del 90 % de los votantes se declararon en favor de la reintegración inmediata del Sarre a Alemania, lo que se concretó el 1 de marzo de 1935. Una fuerza policial internacional, compuesta por soldados de Gran Bretaña, los Países Bajos, Italia y Suecia, se desplegó para mantener el orden en el día del plebiscito.

El 17 de enero de 1935 la reunificación de ese territorio con Alemania fue aprobada por el Consejo de la Sociedad de Naciones. La Alemania nazi tomó el control de la región y asignó a Josef Bürckel como “Comisionado Nacional para la reunión del Sarre”. Dos meses más tarde, las tropas de Hitler entraron en la ciudad de Saarbrücken, capital del territorio.

Antes de eso, en enero de 1934 Hitler había firmado un pacto de no agresión con Polonia que, declararon, duraría diez años (ja); ese tratado “adormeció” a los polacos, algo que les terminaría costando caro cinco años después, y permitió a Hitler garantizar la paz mientras anunciaba que Alemania había empezado a rearmarse, que iba a reinstaurar el reclutamiento para ampliar su ejército y que comenzaría a fabricar material de guerra. En junio de ese año el Führer anunció que Alemania ya no seguiría haciendo los pagos reparadores a los aliados estipulados en el Tratado. Todas estas acciones se oponían al Tratado; mientras tanto, en Berlín, los diarios proclamaban eufóricos “¡el fin de Versalles!”

La Sociedad de las Naciones protestó, pero los dirigentes europeos, reticentes a irritar a Hitler, no elevaron demasiado la voz. Políticos de Francia, Gran Bretaña e Italia se reunieron en Stresa, Italia, y acordaron oponerse a nuevas violaciones del tratado que pudieran “poner en riesgo la paz en Europa”. Gran Bretaña se conformó con un acuerdo que limitara el poder naval de Alemania, y por su parte la URSS firmó pactos de defensa mutua con Francia y Checoeslovaquia, aunque sin comprometerse demasiado (de hecho, en 1939 la URSS firmó el pacto Molotov-Von Ribbentrop con Alemania). Todo muy light, digamos.

Sobre llovido mojado, quien mostró la actitud más conciliadora hacia Hitler fue el francés Pierre Laval, por entonces presidente del Consejo de Ministros de la III República Francesa, que luego gobernaría Francia bajo la ocupación alemana. Laval, antiguo socialista independiente que en aquel momento era de extrema derecha (se ve que el hombre no terminaba de decidir su perfil político), revocó la política anti-alemana del ministro de relaciones exteriores Louis Barthou. Laval aceptó la palabra de Hitler de que no tenía intención de apropiarse de ningún territorio francés. Ja.

Según Laval, se imponía “un acercamiento directo, honrado y efectivo a Alemania”. La debilidad de su política exterior contribuyó enormemente al fortalecimiento de Hitler y Mussolini, por entonces los muchachos bravos de la región.

Una vez seguro, y habiendo mostrado los dientes, Hitler empezó a construir el eje Roma-Berlín. El terreno estaba allanado.

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