Charles Darwin y el viaje del Beagle

En su juventud Charles Darwin estaba muy lejos de parecer un científico prometedor. Primero intentó estudiar la carrera de Medicina siguiendo los pasos de su padre, Robert Darwin, un respetado médico rural. Así que, en 1825, partió junto con su hermano mayor a la Universidad de Edimburgo. Allí permaneció dos años. Las disecciones anatómicas, la sangre y el sufrimiento humano no resultaron tolerables para su sensibilidad. Asistió a dos operaciones muy graves, pero fue incapaz de mantener la calma y salió huyendo antes de que concluyeran. Robert Darwin comprendió que Charles nunca terminaría Medicina, de modo que le instó a que se ordenara clérigo de la Iglesia anglicana. La idea parecía aceptable, el joven Darwin podría llevar una vida tranquila y visitar a los feligreses recorriendo los campos mientras disfrutaba del contacto con la naturaleza. Pero para ser clérigo se imponía la necesidad de asistir a la universidad y graduarse, por lo que ingresó en la de Cambridge. Sin embargo, una vez en ella, Darwin prefirió el jolgorio y la buena compañía de sus amigos a asistir a las tediosas clases de teología y filosofía. Mostró gran pasión por el tiro, la caza y montar a caballo, todas actividades al aire libre que reflejan un espíritu algo indómito y aventurero. Tampoco desdeñaba las delicias de las artes. Se aficionó a las pinturas y los buenos grabados, la música y la lectura de Shakespeare. También se entregó vivamente a coleccionar escarabajos y tenía todo tipo de cajas entomológicas esparcidas por su habitación de estudiante.

A pesar de su relajada vida universitaria, Darwin mostraba una aguda inteligencia que llamó la atención de algunos de los mejores profesores de Cambridge, aunque él mismo no fuera consciente de su talento potencial. John Henslow, clérigo y catedrático de Botánica, le invitaba a sus famosas tertulias y a acompañarle en sus excursiones botánicas o en sus salidas en barca a lo largo del río Cam. Durante su último año académico, Charles Darwin llegó a ser conocido como “el hombre que pasea con Henslow”. El amable clérigo sería la persona más influyente en su carrera de naturalista. Por aquellas fechas también asistió a las clases del catedrático de Geología Adam Sedgwick.

A comienzos de 1831 Darwin había aprobado el examen final, pero aún debía pasar dos trimestres en la universidad. Para aprovechar el tiempo, Henslow sugirió a Sedgwick que Charles le acompañara como ayudante, así tendría la oportunidad de practicar geología de campo junto a uno de los más grandes especialistas ingleses en la materia. Sedgwick aceptó, y Darwin pasó con él una semana en el norte de Gales cartografiando y estudiando estructuras rocosas.

Tras la vuelta de su periplo, a Darwin le esperaba una importante carta de Henslow que cambiaría su vida. Una serie de circunstancias fortuitas llevaron la misiva a sus manos. El teniente de navío de la Armada Robert FitzRoy había comandado un bergantín corbeta llamado Beagle por las gélidas y desoladas costas de la Sudamérica austral. Ahora FitzRoy estaba preparando una segunda expedición aún más ambiciosa, consistente en delinear mapas de navegación de la costa de la Patagonia y la Tierra del Fuego para realizar después una serie de medidas cronométricas por todo el mundo. FitzRoy pidió al Almirantazgo que se uniera a la expedición un geólogo que pudiese estudiar los extraños terrenos de la Tierra del Fuego. El encargado de buscarlo fue George Peacock, matemático y astrónomo de Cambridge. Peacock escribió a Henslow y le propuso que el puesto fuese cubierto por Leonard Jenyns, un clérigo naturalista que era cuñado de Henslow. Jenyns, sin embargo, rechazó la oferta, pues no quería separarse de sus feligreses. El propio Henslow se ofreció para el cargo, ya que desde su infancia ansiaba visitar tierras lejanas. Pero al final tuvo que renunciar porque su esposa no estaba dispuesta a que abandonara el hogar en pos de locuras. El tiempo apremiaba y Peacock aún no tenía candidato para el Beagle. Entonces Henslow pensó en Darwin y le escribió, urgiéndole a unirse a la expedición naval.

Charles Darwin estuvo encantado con la propuesta, pero chocó frontalmente con la negativa de su padre: el asunto le parecía arriesgado y su hijo abandonaría el propósito de ser clérigo para convertirse ahora en naturalista. Pero aún quedaba un atisbo de esperanza. Charles consiguió el apoyo de su tío Josiah Wedgwood, un famoso industrial de cerámicas, que logró convencer a Robert de la oportunidad de semejante viaje. Así, Charles Darwin, a sus 22 años, fue elegido naturalista del Beagle sin remuneración a bordo (su padre tuvo que costear todo el viaje e incluso le proporcionó un criado como ayudante). Nunca se había echado a mar abierto, no era un científico experimentado, no iba a cobrar por su trabajo y recibió el puesto tras la negativa de otros. No obstante, fue una auténtica fortuna para la historia de la ciencia.

A la Tierra del Fuego

A finales de 1831 el Beagle zarpó de Devonport (Plymouth, Inglaterra) rumbo a su nueva misión. El comienzo no fue bueno, Charles enseguida comprobó que sufría terribles mareos. Tan mal se encontraba que pasó las primeras semanas tumbado en la hamaca de su camarote, y el único alimento que toleraba eran las uvas pasas. El espacio de que disponía para trabajar era un minúsculo cuarto de mapas en la cubierta delantera de popa. La estrechez le obligaba a ser extremadamente ordenado y llevar un riguroso método para organizarse. Esto resultó, a la larga, muy positivo, y el hábito le acompañó el resto de su vida.

Su relación con el comandante FitzRoy no tardó en tornarse algo tensa. Este, que solo tenía cuatro años más que Darwin, era un oficial muy consciente de la soledad del mando. Aunque era sumamente competente, la responsabilidad le hacía padecer frecuentes accesos de melancolía. Por las mañanas estaba de especial mal humor, y era el momento en que su tripulación más temía sus enfados. Uno de los principales cometidos de Darwin era comer con el comandante y ser su ocasional compañero de tertulia. Así que pronto aprendió a ser diplomático y capear el mal genio de FitzRoy. Este intentó ser cortés con su invitado, aunque no siempre lo lograra. En todo caso, FitzRoy hizo un fundamental obsequio a Darwin. Antes de partir le regaló el primer volumen de Principios de Geología, de Charles Lyell, que acababa de publicarse. Las propuestas de aquel libro dieron inicio, de hecho, a la geología moderna. FitzRoy quería un geólogo a bordo y pensó que el regalo le sería de utilidad. No imaginaba hasta qué punto. Darwin lo devoró y asimiló su información. Así lo reconoció luego: “La mitad de mis ideas proceden del cerebro de Lyell”.

Aparte de las lecturas, Darwin no tardó mucho en sumirse en el estudio de la naturaleza. En febrero de 1832 llegaron a tierras brasileñas y desembocaron en la hermosa ciudad de Bahía (la actual Salvador de Bahía). Charles tuvo la oportunidad de visitar por primera vez un bosque tropical brasileño, experiencia que le dejó fascinado. Escribió en su diario que su contemplación era semejante “a un paisaje de Las mil y una noches”. Y fue en Bahía donde Darwin tuvo una de las peores discusiones con FitzRoy. Nada más llegar a tierra, Charles se horrorizó de estar en un país donde todavía imperaba la esclavitud. Él provenía de una familia que participaba activamente en el movimiento antiesclavista y expresó claramente su repulsa a FitzRoy. Este, aunque no la justificaba, creía que era mejor no alterar el sistema, pues tenía larga tradición y no sería eliminado con facilidad. La diferencia de pareceres acabó en disputa y FitzRoy pidió a Darwin que abandonara el camarote. Darwin, ofendido, consideró seriamente dejar el barco, pero recibió la amable invitación de los oficiales de trasladarse a sus dependencias. A FitzRoy no le duró mucho el enfado, unas horas más tarde mandó a un oficial con una nota expresando sus disculpas. Así se salvó una situación difícil que estuvo a punto de acabar con el viaje del naturalista. No obstante, el firme punto de vista de Darwin influyó en FitzRoy, que acabó mostrándose antiesclavista.

El Beagle no pudo mantenerse al margen de la turbulenta política sudamericana. En agosto, en la ciudad uruguaya de Montevideo, un ministro del gobierno subió a bordo pidiendo ayuda para contener una insurrección de tropas de negros al mando del gobernador militar Juan Antonio Lavalleja. FitzRoy dirigió en persona un grupo de 52 hombres armados con mosquetes y chafarotes para tomar posesión de la plaza fuerte. El propio Darwin iba en la comitiva. Por suerte no ocurrió nada, porque los rebeldes habían desaparecido. Pasaron la noche en la plaza tras dar buena cuenta de unos bistecs y a la mañana siguiente la tripulación regresó tranquilamente al barco.

Darwin tuvo ocasión de demostrar sus conocimientos geológicos al mes siguiente, cuando el Beagle alcanzó la costa argentina de Punta Alta. Allí, en un pequeño terraplén de unos seis metros de altura, desenterró fósiles de mamíferos extintos. Entre ellos, restos de perezosos y armadillos gigantes. Fue meticuloso al anotar la localización exacta del yacimiento e intuyó con acierto que los fósiles eran relativamente recientes. Al margen de sus estudios naturales, Charles Darwin seguía siendo un extraordinario cazador, y aprovechaba las mañanas para derribar piezas que iban a parar a la cocina del Beagle. Su pericia en la caza y su afabilidad le hicieron muy popular entre los marineros. Sin embargo, el estudio de los ejemplares que iba acumulando en su camarote le absorbía mucho tiempo. Tanto, que al final abandonaría la caza y le regalaría la escopeta a su criado.

Los meses pasaban y el viaje de Darwin continuaba en condiciones de gran dureza. FitzRoy sabía que cartografiar la costa sudamericana en medio de tormentas incesantes resultaba imposible para un solo barco. En marzo de 1833 decidió pagar de su propio bolsillo la compra de un buque de 170 toneladas destinado a la caza de focas, confiando en que el Almirantazgo británico cubriría luego el pago. Tuvo que desembolsar casi 1.300 libras, reacondicionarlo y contratar nuevos marineros. Lo rebautizó con el nombre de Adventure en honor del velero británico que había inspeccionado la Patagonia junto al Beagle años antes. Por su parte, Darwin ya podía considerarse un experimentado naturalista, y disfrutaba especialmente haciendo geología en aquellas tierras desconocidas. En verano realizó un largo viaje de reconocimiento por el interior argentino. Partió desde el puesto costero de El Carmen hasta llegar a Buenos Aires. Desde allí llegó a Montevideo a finales de año para reincorporarse al viaje del Beagle. Durante la extensa ruta, Darwin cabalgó infatigable junto a los duros gauchos por la desierta Pampa. Conoció también al siniestro general Juan Manuel Rosas, que llegaría a ser dictador de Argentina y que en aquel momento libraba una guerra de exterminio contra los indios rebeldes.

El secreto de las Galápagos

Tras la ardua labor cartográfica, el Beagle abandonó los estrechos de Tierra del Fuego y partió hacia aguas del Pacífico. En 1834 atracó en Valparaíso y Darwin aprovechó para realizar otro largo viaje de exploración por los Andes. Durante la expedición contrajo una enfermedad grave y tardó un mes en recuperarse. Cuando regresó al Beagle, el ambiente estaba crispado. FiztRoy había recibido una carta del Almirantazgo negándose a pagar el precio del Adventure y se ordenaba su venta inmediata. FitzRoy sintió mucho tener que desprenderse de aquel barco que había acondicionado con toda dedicación. De todos modos, el Almirantazgo decidió compensarle y le comunicó que había sido ascendido de teniente de navío a capitán.

El año siguiente el Beagle llegó al archipiélago volcánico de las Galápagos y comenzó con una rápida inspección de la pequeña isla La Española. Las Galápagos no eran exuberantes y bellas como la legendaria Tahití del capitán Cook, y entonces se encontraban lejos de las rutas marítimas habituales. Sin embargo, resultaban muy famosas entre los viajeros por ser muy extrañas. A ojo de los ingleses no parecían terrenales, sino un lugar ominoso e infernal. El Beagle navegó durante un mes por las Galápagos y, siempre que había ocasión, desplazaba una barcaza de hombres a explorar. A Charles Darwin le llamaron especialmente la atención sus singulares reptiles. Las tortugas eran de gran tamaño y, aunque terrestres, les gustaba frecuentar el agua y chapotear en el barro. Tragaban grandes cantidades de agua en cuestión de minutos y los lugareños, cuando estaban acuciados por la sed, sacrificaban una y bebían el contenido de su vejiga de gran capacidad. Darwin lo probó y anotó que era ligeramente amargo. Resultaban tan dóciles que eran fáciles de matar o transportar por los marineros, que abastecían con decenas de ejemplares las bodegas de los barcos y aprovechaban su abundante carne. Un inglés llamado Nicholas Lawson, a quien el gobierno ecuatoriano había nombrado gobernador de las islas, hizo a Darwin una importante observación sobre ellas. Lawson afirmó saber de qué isla procedía una tortuga con solo mirar la forma de su caparazón. Es decir, había algunas diferencias morfológicas entre tortugas de la misma especie que vivían en las distintas islas. Al principio este importante aspecto no llamó la atención de Darwin, pero nueve meses más tarde lo tuvo muy en cuenta al reflexionar sobre la fauna de las Galápagos.

Las iguanas también asombraron al naturalista, aunque su aspecto le resultaba desagradable. Tomó, además, abundantes apuntes sobre los pájaros isleños, entre los que abundaban sinsontes y pinzones, que formaban apretadas bandadas. No hubo tiempo para mucho más. Al cabo de un mes volvían a zarpar y así acababa el viaje de Darwin a las Galápagos.

Repasando apuntes

Tras las Galápagos, el Beagle añoraba el retorno al hogar. Pero aún tenía que completar una serie de registros cronométricos alrededor del mundo. Visitó Tahití, Nueva Zelanda, Australia, Tasmania y las islas Cocos. Darwin comenzó a escribir unas importantes notas ornitológicas probablemente cuando partieron de estas últimas, en julio de 1836. Había tenido mucho tiempo para meditar sobre lo que había visto en las Galápagos e intentó hacer un esbozo de su abigarrada variedad de pájaros. Le sorprendió enormemente que en tres de las cuatro islas que visitó, los sinsontes eran claramente diferentes y cada variedad estaba restringida a su propia isla. Además, los sinsontes de las Galápagos parecían estar emparentados con formas sudamericanas que había visto en Chile y Argentina. También recordó la observación que le habían hecho sobre las distintas formas de los caparazones de tortuga, cada una de ellas propia de una isla. Y, por primera vez, por la mente de Darwin cruzó la idea de que todo ello podría deberse a que las especies no eran inmutables. Como él mismo escribió: “Si existe el más mínimo fundamento en estos comentarios, bien valdría la pena examinar la zoología de los archipiélagos, porque hechos así minarían la estabilidad de las especies”.

El viaje de Darwin a las Galápagos fue una experiencia decisiva. Aquel extraño archipiélago volcánico en medio del océano resultaba una prueba viviente de que las especies podían evolucionar. Los sinsontes y tortugas de las Galápagos presentaban variedades locales, cada una restringida a su propia isla, y este aislamiento geográfico era el que parecía favorecer la variabilidad. Además, era posible seguir la pista de la procedencia de algunas especies. En el caso de los sinsontes, le parecía que podían tener un antepasado proveniente del continente sudamericano.

Tras las islas Cocos, el Beagle continuó hasta Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Pero luego no puso rumbo a Inglaterra, sino que volvió a recorrer las costas de Sudamérica. Finalmente, en octubre, alcanzó el puerto inglés de Falmouth. Al pisar tierra, Darwin era un naturalista prestigioso. Las cartas enviadas a lo largo de los años a Henslow, en las que incluía detalladas descripciones de la geología y los especímenes que había recolectado, causaron tanta sensación que algunas fueron leídas e impresas en la Philosophical Society de Cambridge.

Sin embargo, el aspecto más trascendental fue que el viaje había comenzado a cambiar su manera de pensar. Charles Darwin ya no era un creacionista totalmente convencido. Los viajes de Darwin generaron la sombra de una duda: tal vez las especies no eran creaciones particulares de un acto divino, sino el resultado de la evolución. Cómo se producía esa evolución era algo que aún no podía imaginar. Sin embargo, en las siguientes décadas trabajaría denodadamente para desvelar el misterio del origen de las especies. Gracias a sus fundamentales descubrimientos, ya nada en biología volvería a tener sentido si no era a la luz de la teoría de la evolución de Darwin.

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