Caras y caretas: el libro del pueblo

Dentro del periodismo argentino hubo realmente pocas publicaciones tan duraderas y tan capaces de darnos a conocer un clima de época como la revista Caras y Caretas. Aparecida por primera vez el 8 de octubre de 1898, esta revista ilustrada empezó su vida como un medio sin igual en el contexto nacional, que logró cautivar audiencias de todo tipo y duró hasta octubre de 1939 posicionada como uno de los más importantes medios de actualidad. Si llegó tan lejos, triunfando dónde tantos otros habían fracasado, más que nada fue debido a la inmensa tenacidad de sus fundadores y a un espectacular olfato de quienes la manejaban para entender las proyecciones de la modernidad.

Es que, recordemos, a finales del siglo XIX Buenos Aires ya era un lugar en el mundo y la ciudad, como sus habitantes, estaba tratando de ajustarse a una serie de cambios abismales. Para entonces, las olas inmigratorias ya se sentían con intensidad, el cosmopolitismo se apoderaba de las calles porteñas, el trazado urbano se complejizaba y todas las crónicas de la época están de acuerdo en señalar que el ritmo de las cosas se aceleraba de forma vertiginosa. Este cuadro, mezclado con los rasgos de una urbe dónde lo colonial todavía era visible y la pampa empezaba a 20 cuadras del centro, puede dificultar las definiciones específicas sobre la identidad porteña del 900, pero indudablemente ya se podía “experimentar” la modernidad.

Estas transformaciones de la ciudad como espacio, desde ya, tenían su correlato en los consumos culturales de los habitantes, especialmente en lo referido al periodismo. Así, en su análisis del estado de la prensa periódica hacia 1896, Jorge Navarro Viola ya era capaz de identificar que se había producido una escisión entre un “viejo” y un “nuevo” periodismo. Aquel, él de los medios facciosos y las líneas editoriales aparejadas a la opinión de quien los manejara, lentamente estaba dejando lugar a un tipo de prensa como la que ya existía, especialmente, en Estados Unidos, más independiente y más guiada por los intereses comerciales que los políticos. Con esta lógica, el periódico ahora podía funcionar como una empresa sostenida por la venta de publicidades que, para resultar efectivas, debían poder dirigirse a la mayor cantidad de personas posibles. Algo fácil si se considera que, gracias a las reformas en el sistema educativo argentino, para entonces el público lector se había diversificado y expandido considerablemente, demandando cada vez más, según Navarro Viola, “brevedad, actualidad y variedad”.

En este contexto, una serie de hombres modernos, curtidos después de años en el periodismo, ya olfateaba las oportunidades que los nuevos tiempos podían ofrecer. El primero de ellos, Eustaquio Pellicer – inmigrante español que cruzó el río desde Montevideo en 1892 – estaba tan a tono con la modernidad que fue el encargado de abrir la primera sala de cine porteña en Corrientes y Esmeralda. Para finales de la década del noventa, se encontraba también trabajando para La Nación cuando decidió aumentar sus ingresos haciendo una versión porteña de una revista ilustrada llamada Caras y Caretas que ya había ensayado con éxito en Uruguay algunos años antes. Para hacerlo, Pellicer no anduvo con rodeos y consiguió asociarse con otros inmensos hombres del periodismo como Bartolomé Mitre y Vedia, hijo del fundador de La Nación y ex director del diario, y Manuel Mayol, dibujante experimentado que venía del Don Quijote de Eduardo Sojo. Este equipo, anunciado en una circular de agosto de 1898, logró despertar interés inmediatamente en el proyecto, si bien Mitre y Vedia – aparentemente por cuestiones familiares – abandonó la revista antes de que saliera el primer número.

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Eustaquio Pellicer.
Eustaquio Pellicer.

 

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Manuel Mayol.
Manuel Mayol.

 

 

 

Caras y Caretas –

 

Caras y Caretas - cricular de agosto 1898 que anuncia la salida de la revista.
Caras y Caretas – cricular de agosto 1898 que anuncia la salida de la revista.

 

En su lugar, por esas cuestiones fortuitas de la vida, entró José S. Álvarez, alias “Fray Mocho”. Conocido fabulero, cuyo derrotero profesional, según la investigadora Geraldine Rogers, había estado “puntuado por la expulsión de cada uno de los diarios en que trabajaba y su ingreso en el siguiente a causa del incontenible desborde imaginativo”, él era inesperadamente el director perfecto para una revista que se definía como un “semanario festivo, literario, artístico y de actualidades”. Es que Álvarez, según nos cuentan sus biógrafos, siempre había estado a la caza de un negocio que le permitiera – a la manera de los self-made men estadounidenses – encontrar una veta exitosa y hacerse rico. Hasta entonces, lo había intentado en el periodismo y, al parecer, hasta había pensado en montar una empresa de recolección y clasificación de desechos. Caras y Caretas, aunque suene extraño, le permitiría mezclar estas dos ideas.

José S. Álvarez – Fray Mocho.

 

José S. Álvarez - Fray Mocho.
José S. Álvarez – Fray Mocho.

 

Recordemos que el medio en sí era extremadamente autoconsciente del rol que venía a ocupar en el periodismo argentino. Tanto en la circular como, más explícitamente, en un análisis elaborado en 1899 por el primer año de vida de la revista, Caras y Caretas definía su especificidad, en primer lugar, en tanto negocio. Sí, la revista se iba a mantener vendiendo espacios para publicidad que eran de los más caros del mercado, pero iba a terminar siendo redituable porque su contenido extremadamente diversificado la haría irresistible para los lectores.

Alejadísima de la prensa política que todavía circulaba por el ámbito argentino, Caras y Caretas dejaba muy en claro que su única lealtad era con el lector. Pero este, a su vez, era un sujeto extremadamente plural y, por ende, indefinible. Por un lado, era un individuo que estaba al tanto de las últimas novedades – algo visible en las tapas de Mayol, hoy indescifrables, pero entonces arraigadas en la más profunda actualidad -, pero que no podía correr el riesgo de ser ofendido. De este modo, la crítica mordaz y los compromisos políticos dejaban paso a una narrativa ácida, plural y popular, pero de tono jocoso – hasta tibia, se podría decir – ejercida por muchísimos redactores y dibujantes famosos de las más diversas orientaciones. El único propósito ahora, reconocían, era entretener.

Con esta estrategia, el siguiente paso era el de lograr que, ya que estaba abierta para todo el mundo, Caras y Caretas debía ofrecer algo para todos los que se acercaran a ella y la disfrutaran. Naturalmente, en primer lugar, estaban las fotografías, algo que representaba una novedad absoluta – especialmente en el contexto previo a 1903, donde la tecnología aún no permitía que los diarios publicaran este material. Con páginas enteras repletas de imágenes, la revista podía ir un paso más allá y mostrar a los lectores todo tipo de cuestiones del ámbito nacional o internacional en cuestión de una semana.

Esta diversidad en lo visual, frecuentemente, venía acompañado de una variedad en lo textual. Recordemos que, como parte del espíritu de “reciclador” de Álvarez, uno de los propósitos de Caras y Caretas era lograr que cada ejemplar fuera leído par múltiples personas para sacarle el mayor rédito a los avisos publicados. Así, pensado como miscelánea, la revista abandonaba la jerarquización y se parecía más a un moderno portal online que a un diario de la época. Ejemplo de esto es que, dentro de un mismo ejemplar, convivieran cuentos de Quiroga, fotos de familias reales europeas, escenas de protestas anarquistas en Buenos Aires y relatos sensacionalistas como el descubrimiento de un hombre-chancho en Barracas.

Con una red tan amplia, desde ya, se pescaban muchísimos peces. El éxito de la publicación aumentó el interés de las marcas y se tradujo en mayores ganancias. Así, las tiradas se fueron volviendo cada vez más grandes, la cantidad de lectores se amplió exponencialmente, el precio de la revista bajó a 20 centavos (una ganga para la época) y, además, Caras y Caretas, como indicó Jorge Rivera, pudo darse el lujo de ser uno de los primeros medios que pudo pagar las contribuciones a sus redactores.

La revista, sin dudas, se había vuelto un actor clave en el proceso de la democratización de la cultura. Un verdadero “libro del pueblo”, como Navarro Viola llamó a la prensa popular, resulta interesante ir un poco más allá y pensarlo, tal como la calificó Rogers, más como “una suerte de enciclopedia barata, entretenida, fácil de transportar y coleccionable para quienes no solían frecuentar librerías ni bibliotecas”.

Así, Caras y Caretas definió un nuevo modo de hacer periodismo en los primeros años del siglo XX. La revista, con éxito y de forma muy digna, llegó a existir hasta el año 1939, pero para muchos, sus mejores años ya habían quedado bastante atrás. Se suele decir que con la muerte de Álvarez y el alejamiento de Pellicer en 1904 – año en que pasó a fundar la revista PBT – el proyecto perdió su rumbo y, ya entonces, se transformó en otra cosa. Los folletines empezaron a reemplazar a las fotos – especialmente desde que se volvieron algo más común en los medios – y la competencia que surgió rebajó el estatus único que Caras y Caretas había disfrutado sus años de esplendor.

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