Artigas declarado traidor

Posadas no siempre se mostró magnánimo. El 11 de febrero, ante el cariz que habían tomado los acontecimientos en el Uruguay, Posadas declaró a Artigas traidor, haciendo una larga enumeración de los desmanes que le atribuían al oriental. Se puso precio a su cabeza: ¡seis mil pesos!, una suma considerablemente mayor a los doscientos pesos que le habían entregado tres años antes para sublevar a la Banda Oriental. Los que ayudasen al rebelde serían fusilados en las siguientes veinticuatro horas. Y aquellos que lo entregasen vivo o muerto serían premiados con ascensos y dinero. Era menester terminar con el virus oriental, causa de todos los males que aquejan al patriarcado porteño.

Al enterarse Artigas de este decreto infamante, se convirtió en un fantasma. De allí en más nadie supo dónde andaba. Decían haberlo visto cruzando el Río Negro, otros lo habían visto en Tacuarembó rumbo al Paraguay. Hubo quien dijo que anduvo por Paysandú, algunos sostenían que se escondía en la sierra de Mahoma. Estaban los que afirmaban que Artigas andaba en tratativas con los europeos, que hablaba con los portugueses que tenían trato con Vigodet, que su gente andaba degollando y asolando la campaña. Mucho se decía, pero nada se sabía con certeza.

Artigas marchaba en silencio porque bien conocía la suerte de Felipe Santiago Cardozo, el único diputado no religioso enviado por el pueblo oriental a la Asamblea. Este había sido condenado por el gobierno de Buenos Aires, acusado de mantener correspondencia “sediciosa y turbativa” de la unidad del gobierno. Como ya vimos, a instancias del caudillo, Cardozo había escrito una carta al Alto Perú incitando a las autoridades del país a sumarse a la lucha de las Américas proclamando el sistema federal de gobierno. Para los porteños, eso era sedición, una lisa y llana traición. Por proclamar el sistema federal como forma de gobierno, el juez solicitó para Cardozo la pena de muerte, pero por considerarlo un “ciego instrumento de quien se valió el verdadero autor”, su condena fue reducida a seis meses de destierro en La Rioja. ¿Esta era la intangibilidad de los representantes? De allí la cautela con la que se movía Artigas, bien sabía que de ser capturado sería ejecutado sin miramientos.

Enterado del decreto donde se lo acusaba al Jefe de los orientales de traición, Vigodet envió comisionados del conocimiento de Otorgués y Artigas ofreciéndoles cargos jerárquicos y dinero para que volviesen a las filas del Rey. Domingo Costa fue el encargado de transmitir la oferta, después de una prolija enumeración de los vejámenes de los que Artigas había sido víctima a manos de los representantes de Buenos Aires. Todo fue en vano. Artigas rechazó el ofrecimiento y despidiendo a Costa con urbanidad, le dijo, “con los porteños tendré siempre tiempo de arreglarme, pero con los españoles nunca…Yo no soy vendible”. Y sin más se despidió.

Por esa época San Martín escribió una carta donde refiere haber recibido noticias de los seguidores “de Don Quijote”. Para el General, Artigas era un iluso que peleaba contra molinos de viento… pero peleaba.

Artigas continuó en movimiento. Hoy aquí, mañana allá, pasado ¿quién sabe? Esa era su arma secreta. Cruzó el Río Uruguay levantando a la campaña entrerriana. A lo largo del tiempo que el Jefe de los Orientales estuvo a orillas del Ayuí, supo granjearse el aprecio de los locales. Ahora volvía como el caudillo de los pueblos, el señor del federalismo, el alma republicana. Fue él, y no otro, el primer caudillo argentino, fue Artigas quien alzó el Litoral contra el centralismo, fue él quien sembró las ideas de autonomía e independencia. Al cruzar el río Uruguay, Artigas dejaba atrás las peleas locales para convertirse en el líder de una nación que trascendía las márgenes de la Mesopotamia y la Banda Oriental. Ahora Artigas amenazaba el corazón de las Provincias Unidas. Ya no era un peligro lejano, su presencia se percibía a pocos kilómetros de Buenos Aires y su prestigio crecía día a día. Paraná, Espinillo, Nuestra Señora de Rosario cedían a su mando sin ofrecer resistencia. Sus subalternos se dispersaban por la Mesopotamia como una tormenta libertadora. Allí estaban Blas Basualdo y Baltasar Ojeda, Hereñu y el leal Otorgués. Corrientes se pronunció por su sistema y Juan Bautista Méndez, un artiguista, asumió el cargo de gobernador en marzo. Artigas ya no solo era el jefe de los orientales, era el Protector de los Pueblos Libres.

Pérez Planez, intendente-gobernador de Yapeyú, leal a Buenos Aires, declaró que “solo el terror podía servir de específico para cicatrizar las heridas”. Con ese criterio en mente reprimió duramente a las huestes artiguistas, pero sus milicias se sublevaron y Pérez Planes pagó sus excesos con su vida.

Las Misiones se declararon “pueblo libre” bajo el liderazgo del indio Domingo Manduré. La voz del oriental se extendía por las cuchillas mesopotámicas como la brisa que acariciaba sus montes.

Buenos Aires no se podía dejar intimidar por un solo hombre y envió al alemán Holmberg para atrapar al sedicioso. Quinientos hombres perseguían la sombra del caudillo. Pero nada resultó suficiente para frenar la gesta artiguista.

Ansiosos por terminar con Artigas cuanto antes, decidieron pagar con las treinta monedas a Judas. Con una buena cifra tentaron a Genaro Perrugorria y a Eusebio Hereñú. Seis mil pesos era buena plata por matar a Artigas. Perrugorria depuso a Méndez y se erigió gobernador de Corrientes; poco duró la gesta, el 24 de diciembre de 1814 fue vencido y fusilado por traidor. La orden la impartió el mismo Artigas sin dudar un instante. Hereñú se presentó al caudillo a pedirle perdón. Artigas lo recibió como a un hijo pródigo. Para entonces, el caudillo había aprendido que “el arte de gobernar es saber perdonar y saber cuándo castigar”.

La actitud de Artigas comprometía seriamente los proyectos del grupo dirigente de Buenos Aires. Los recientes acontecimientos en Europa obligaban a modificar las políticas antiespañolistas. En 1810 se actuó con la casi certeza de que España estaba condenada a quedar sojuzgada bajo el dominio napoleónico por largos años. Pero la derrota en Rusia y el apoyo de los ingleses a las fuerzas en la península Ibérica, habían cambiado el panorama. En noviembre de 1813, la Asamblea, alarmada ante la posibilidad de que Fernando VII retornase al poder, decidió pedir la mediación de Inglaterra para reconciliarse con el Reino de España. A tal fin, ¿quién fue elegido para tratar tema tan delicado frente a Lord Strangford? Pues Manuel de Sarratea. Las acusaciones formuladas contra él por Artigas habían caído en saco roto.

En Río de Janeiro, Sarratea se puso de acuerdo con Strangford y del Castillo -ministro español ante la corte lusitana- para redactar un proyecto de armisticio. Según este plan, las tropas porteñas abandonarían la Banda Oriental y cesaría el hostigamiento del Alto Perú mientras el gobierno de Buenos Aires enviaba delegados a Madrid para limar las asperezas bajo la tutela inglesa, y los habitantes de la ex colonia volvían a ser súbditos españoles, en obediencia “al único y mismo soberano, el Deseado, Fernando VII”.

Urgía arreglar ese asunto a la brevedad. Montevideo no estaba en condiciones de resistir por más tiempo. El sitio y el bloqueo tornaban la situación desesperante. Hasta los mismos refuerzos españoles que habían sido recibidos con bailes y desfiles, desertaban desesperados por el hambre, la sed y las pestes. Acuña de Figueroa bien lo expresó en estos tristes versos escritos para recibir el año 1814:

Si ha de ser el venidero

tan penoso o más,

prefiero morir ya.

Mientras esto tramaban en Río de Janeiro, Artigas se afianzaba en tierra entrerriana. El barón Holmberg fue a su encuentro al frente de quinientos hombres bien pertrechados, pero lo que Buenos Aires estimaba sería un paseo, se convirtió en una pesadilla. La población local los hostigaba, nadie sabía dónde estaban los rebeldes, nadie colaboraba con el ejército. Las tropas porteñas vagaban desconcertadas. Estaban abandonados. Cerca de Gualeguay, sobre el arroyo Espinillo, los hombres de Otorgués sorprendieron al alemán y destruyeron a sus fuerzas.

El 22 de febrero, el barón Holberg, en una carta dirigida al gobierno porteño, debió dar explicaciones de porqué había perdido cuatrocientos hombres, más de trescientas armas y dos cañones. A eso debía agregarle diez mil cartuchos y una importante suma de dinero. Cautivo de las fuerzas artiguistas, le preguntaba a sus superiores por qué lo han dejado solo, sin apoyo de los vecinos armados que se sumaban a los revoltosos. ¿Por qué no le habían comunicado que su tarea era tan impopular? Contaba que debió entregar al mayor Pintos a las fuerzas enemigas, acusado éste de violar a dos mujeres y perpetrar robos y desmanes en Gualeguay. Los artiguistas se lo habían pedido buenamente, mostrándole pruebas y testigos. Los oficiales de Holmberg decidieron entregarlo, por considerar justo lo que pedían. Terminaba Holmberg su carta anunciando que los rebeldes lo estaban tratando bien, pero le recriminaba a Posadas: “que lo había mandado a sacrificar inútilmente porque Artigas tiene razón”. Sí, Artigas tenía razón.

Los orientales retuvieron al alemán y a los suyos, los trataron con benevolencia y los guardaron como moneda de cambio. Holmberg jamás se quejó del trato recibido, bien sabía que otra hubiese sido la suerte de Artigas de haber caído en sus manos. Sus órdenes habían sido claras, debía matarlo y remitir su cadáver a Buenos Aires para ser vejado.

Cuando Rondeau recibió el bando contra el jefe de los orientales -ayer hombre de consulta, hoy traidor, meditó largamente sobre el texto que descalificaba al caudillo que tanto había dado por su tierra. Estaba rodeado de gente que lo adoraba, que lo había proclamado su jefe, que lo había seguido en las batallas y el exilio. Gente que había dado todo por él. Bien sabía Rondeau que Artigas no era un traidor. El general del ejército de las Provincias Unidas guardó el pliego y esperó el momento oportuno para mostrarlo. En el ínterin, solo se refirió al ausente como aquel “de conducta horrorosa”.

Derrotado Holmberg, los porteños debieron recurrir a la diplomacia para salvar la situación. Estaba visto que con la traición y las armas no podían vencer al caudillo oriental. A través de Antonio Candiotti y Mariano Amaro buscaron llegar a un acuerdo con este hombre que tenía a Buenos Aires a mal traer..

También Vigodet exigió la presencia de Artigas cuando abrió las negociaciones con los porteños. Sabía muy bien que no podía llegar a un arreglo perdurable sin la aprobación de este hombre que dominaba la campaña. Desde la fuga de Hilarión De la Quintana y la rendición de las tropas del barón Holmberg, Artigas no podía ser ignorado. Era el señor de Misiones, Corrientes y Entre Ríos, sus tropas cubrían las cuchillas orientales. Santa Fe y Córdoba reclamaban su presencia.

El poder de Artigas crecía minuto a minuto, se rumoreaba que ya contaba con tres mil hombres en tierras mesopotámicas y que en cualquier momento atacaría Buenos Aires. Sus tropas izaban la bandera de Belgrano atravesada por una banda roja, por la sangre que había sido derramada.

“Sepa toda la humanidad

que en el Plata los orientales

hemos roto con equidad

las cadenas de los males.”

“¡Bandera de los pueblos libres

Con tu nube y tu rojo en el mar

A los hombres tendrás que decirles

Los ideales que Artigas sabe amar!”

En cambio el Directorio aún enarbolaba la enseña española sobre la entrada de fuerte de Buenos Aires.

Al final de cuentas lo que Artigas sospechaba se volvió realidad, la Asamblea no declaró la independencia ni firmó Constitución alguna, solo exacerbó el centralismo porteño y sus inclinaciones monárquicas; hasta la Marcha Patriótica de López y Planes contenía proclamas realistas como ser: “ved en trono a la noble igualdad”, o “Sobre alas de gloria alza el pueblo, trono digno a su Gran Majestad”. Aún cantamos: “ya su trono dignísimo alzaron, las Provincias Unidas del Sud”. ¿Trono alzado sobre las Provincias Unidas? ¿Majestad? La reiteración mecánica del himno nos hace extraviar las connotaciones que encerraba en su concepción.

Tras las murallas de Montevideo las opiniones en cuanto al armisticio estaban divididas. Vigodet apoyaba la idea de un pacto honroso y conciliado. En cambio, el Cabildo hacía ostentación del más acendrado monarquismo. El apego a España de los cabildantes se alimentaba en la incierta esperanza de que un buen día la armada del Rey acudiría a salvarlos. En realidad, hecha la excepción de los cabildantes, pocos habitantes de la ciudad creían que esto fuera posible.

Gracias al bloqueo la flota española había quedado dividida, y el hambre llegaba a límites intolerables entre los sitiados. “Flacos, sarnosos y tristes, los godos acorralados”, cantaban una y otra vez las tropas criollas a los pies de la muralla. Las deserciones estaban a la orden del día. Hasta los mismos centinelas aprovechaban la noche para fugarse.

Era menester dar el golpe de gracia, Montevideo estaba a punto de caer de una vez por todas… Pero para eso era necesario negociar primero con Artigas, no fuera a ser que al desguarnecer Buenos Aires éste avanzase para tomar la capital de las Provincias Unidas. Esta posibilidad le quitaba el sueño a la conducción porteña.

Para fortuna del Directorio, Candiotti y Amaro enseguida entraron en razones con Artigas. Habría una retractación y el “ciudadano Artigas indignamente infamado y vejado” recuperaría su buen concepto y honor. Sería proclamado universalmente como Protector de los Orientales y la Banda Oriental sería declarada independiente considerando que Buenos Aires y los orientales se proporcionarían mutuamente los auxilios que les fueran posibles. En forma conjunta asumirían la continuación de la guerra hasta que, concluida esta, habrían de ligarse entre sí constitucionalmente con todas las demás provincias.

Lo hablado parecía lógico, pero esta era una guerra de desconfianza. Mientras se confirmaba este pacto, los porteños mantuvieron diálogos con los españoles de Montevideo, comprometiéndose a enviar ochocientos hombres para actuar contra Artigas, en caso que este no aceptase el armisticio.

En esta guerra de dobleces, la gente de Montevideo tampoco perdió la oportunidad de negociar con los orientales. Los enviados españoles, Costa y Larrobla, le propusieron a Artigas unirse a las fuerzas españolas sitiadas en Montevideo para atacar Buenos Aires.

“Abramos los ojos”, le escribió Artigas a su primo Otorgués, hostigado de los manejos porteñistas y dispuesto a atacar a la gente de Buenos Aires. Montevideo solo buscaba fomentar inquina entre las partes para tentar oportunidades.

Firmado el acuerdo con Buenos Aires, las tropas artiguistas se reincorporaron a la línea de sitio, Otorgués al frente de las mismas. Las naves porteñas continuaron el bloqueo y el gobierno de Buenos Aires se comprometió a aportar cañones y artilleros para continuar el hostigamiento. Artigas devolvió las tropas de Holmberg a Buenos Aires, que agradecieron el buen trato recibido durante el cautiverio. El honor estaba salvado y la patria protegida. Ahora Montevideo debía caer.

Allanadas las diferencias, Posadas le escribió a Artigas una carta que comenzaba con tono conciliatorio: “Mi amigo y apreciable paisano” (vale aclarar que se refería a Artigas) “no olvide que nosotros no tenemos otros enemigos que los españoles…” Al parecer, había llegado el tiempo de hablar claro, pero poco duró la cordura.

Texto extraído del libro Artigas: un héroe de las dos orillas (Ed. El Ateneo)

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