Aquel abrazo entre Perón y Balbín

Domingo 19 de noviembre de 1972. Uno estaba de regreso tras 17 largos años de ausencia, el otro vivió de cerca los avatares de la política argentina durante todo ese tiempo. El encuentro de aquel día fue el remate del descongelamiento de una relación otrora desapacible y tensa.

Juan Domingo Perón -el recién llegado- hacía 48 horas que había vuelto a pisar suelo argentino; el tiempo apenas suficiente para, luego de pasar algunas horas en el Hotel Internacional de Ezeiza, trasladarse hasta la casona de Vicente López que le procuró su partido, desempacar y descansar un poco. El otro, Ricardo Balbín, aguardaba el momento de entrevistarse con su antiguo adversario y dejar atrás las cuitas del pasado.

Con casi 10 años de diferencia de edad -Perón, el mayor de los dos, tenía 77 años-, eran contemporáneos de la política: uno, fundador del movimiento peronista y dos veces presidente de la Nación; el otro, conductor de la Unión Cívica Radical, la otra fuerza política de raigambre popular.

La relación entre ambos no había sido la mejor, tanto que Balbín sufrió cárcel durante las presidencias de Perón. Antes, en 1946, el radicalismo había formado parte de la llamada Unión Democrática, la coalición antiperonista que no pudo frenar el ascenso al poder del entonces coronel. Después, en 1955, el radicalismo apoyó sin tapujos a la Revolución Libertadora que derrocó a Perón.

Más tarde, mientras el expresidente peregrinaba por distintos países latinoamericanos, Balbín encabezaba una de las dos corrientes en que se dividió la Unión Cívica Radical. La brecha se ensanchó aún más cuando, en 1958, el jefe peronista mandó votar por Arturo Frondizi, líder de la otra corriente. Desde entonces, los caminos de ambos fueron divergentes, hasta fines de 1970, cuando decidieron unirse para crear La Hora del Pueblo, un acuerdo multipartidario que reclamaba elecciones libres a la dictadura que asolaba el país desde 1966.

La hora de la unidad

Pragmáticos, ambos entendieron que era necesario dejar de lado viejas antinomias y cerrar filas para abortar el llamado Gran Acuerdo Nacional (GAN), una salida electoral concebida por el presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse y por Arturo Mor Roig, su ministro del Interior.

Durante esos meses calientes de tiras y aflojas, Perón movía sus piezas desde su residencia madrileña, donde había recalado en 1960, siempre a través de personeros y terceros que obraban en su nombre, siguiendo sus directivas. El último de ellos, Héctor J. Cámpora, su delegado personal, hacía de nexo con la cúpula radical y las demás fuerzas políticas. Balbín, entretanto, había alcanzado la hegemonía en el seno de su partido tras vencer en las internas a Raúl Alfonsín, un referente prometedor que asomaba en las filas radicales.

La fecha de las elecciones generales había sido fijada para el 11 de marzo de 1973, y estaba vigente la cláusula pergeñada por Lanusse, según la cual quien no estuviera de cuerpo presente en el país antes del 25 de agosto no podría ser candidato. Una restricción para acorralar a Perón, quien, para no darle el gusto a Lanusse, retornaría pasada esa fecha.

Argentina estaba sumida en una espiral de violencia, sobre todo después de que los militares fusilaron a 19 rehenes en la base Almirante Zar, tras la fuga masiva del penal de Rawson. En el seno del peronismo, entretanto, dos sectores enfrentados pujaban por la conducción: el que conformaban los caciques sindicales y la vieja ortodoxia, y el que albergaba a la juventud que reivindicaba el desempeño de las organizaciones armadas.

En todo eso, en cómo componer semejante desaguisado, pensaría el ocupante de la casona de la calle Gaspar Campos 1065, mientras, aquel domingo 19 de noviembre por la mañana, le llegaban a través de la ventana de la planta alta los cánticos y el sonar de los bombos de los jóvenes militantes que ocupaban calzada y veredas de un vecindario asaz tranquilo hasta que él llegó. Perón, interesado en adelantar la cita con el jefe radical, había intentado concretar el contacto el día anterior, pero no fue posible porque este se hallaba fuera de Buenos Aires.

El domingo por la tarde, Balbín, acompañado por Juan Carlos Pugliese, Enrique Vanoli y Luis León, se dirigió a Vicente López, pero, cerca de la residencia, comprobaron que sería imposible sortear el acampe juvenil que bloqueaba la puerta principal. No les quedó más remedio, entonces, que rodear la manzana e ingresar por los fondos de una casa lindera, para lo cual saltaron la tapia valiéndose de la escalera que proveyó un vecino.

Cuando, sorteado el obstáculo, el visitante ingresó a la sala donde aguardaba Perón, se produjo el esperado el encuentro, sellado por un abrazo afectuoso con sabor a reconciliación. En ese primer contacto, según se dijo, no se habló de candidaturas, aunque en los círculos políticos se sabía que Perón abrigaba la idea de una fórmula integrada por un peronista y Balbín. De prosperar esa jugada, hubiera quedado blindado el frente civil y despojados de todo punto de apoyo los planes de Lanusse y la camarilla militar, en quienes Perón no confiaba en absoluto. Sin embargo, Balbín declinó suscribir cualquier pacto electoral, decidido a encabezar la boleta de la Unión Cívica Radical.

Durante el encuentro se acordó la agenda de trabajo para la reunión multipartidaria del día siguiente, en el restaurante Nino, con representantes de las demás fuerzas políticas. Y hubo, todavía, una reunión privada el martes 30, donde los dos jefes ratificaron los acuerdos alcanzados.

Una amistad sincera

Los contactos continuaron después del triunfo electoral del peronismo y el retorno definitivo de Perón a la Argentina. El último de ellos fue durante la tercera presidencia de Perón, tras la renuncia de Cámpora, poco antes de la muerte de aquel.

La relación amistosa entre ambos líderes se afianzó tras aquel histórico abrazo de Gaspar Campos y Balbín se granjeó la confianza de Perón. Incluso, fue consultado -directa o indirectamente- en varias ocasiones a la hora de tomar ciertas decisiones de gobierno. Joseph Page, en su libro Perón (segunda parte) , consignó: “Tal vez, debido a que su desconfianza en quienes lo rodeaban se iba acentuando, el conductor, en adelante, iba a recurrir mucho más frecuentemente a Balbín en busca de consejo y un hombro amigo sobre el cual apoyarse”.

Gustavo Caraballo, quien se desempeñó como secretario técnico de la Presidencia y acompañó a Perón durante sus últimos días, afirmó que, consciente de su inminente deceso, Perón le encargó modificar la Ley de Acefalía para que Balbín pudiera asumir la presidencia. Si fue así realmente, ese deseo no llegó a concretarse. La misma fuente agrega que, tras la renuncia de Cámpora, Perón quería que Balbín fuera su compañero de fórmula, algo que tampoco se concretó, ya que la vicepresidencia -y ulterior presidencia- quedaría para María Estela Martínez.

Más allá del anecdotario y de las distintas versiones acerca de lo hablado durante el primer encuentro, del que se cumplen 43 años, lo cierto es que aquel abrazo de alto valor simbólico marcó a fuego su tiempo histórico y abrió una nueva perspectiva a los argentinos, que, azorados, fueron testigos de un hecho inédito de la política criolla: la reconciliación de los máximos exponentes de dos bandos enfrentados, quienes, en aras del interés nacional, fueron capaces de soslayar rencillas pasadas y tirar juntos para el mismo lado. Una semilla que, desafortunadamente, no germinó en los años que siguieron, plagados de violencia, horror y muerte.

Probablemente, los protagonistas no tuvieron, a su tiempo, conciencia plena de la dimensión histórica de ese día, ni tampoco ninguno de los dos imaginó que, 19 meses más tarde, uno de ellos partiría de este mundo y el otro, el supérstite, posando su mano sobre el féretro, pronunciaría aquellas palabras que quedarían para siempre en la historia: “Este viejo adversario despide a un amigo”.

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