André Malraux y el templo de la perdición

André Malraux es un personaje cuya biografía, a primera vista, impacta. Fue un jovencito autodidacta que, armado casi únicamente de su curiosidad, se comprometió con las causas más importantes de su tiempo llegando a ser uno de los políticos e intelectuales más importantes de la Francia del siglo pasado. Su perfil parece ser el de alguien que siempre supo estar del lado “correcto” de la historia y gran parte de su trayectoria lo encontró expresándose en contra del colonialismo y de la opresión de todo tipo, ejerciendo un rol activo a favor de los republicanos en la Guerra Civil española y como parte de la resistencia durante la ocupación alemana. Todo este fervor se vio recompensado en cargos concretos y llegó a ser uno de los ministros gaullistas más icónicos, destacándose su fuerte defensa de la importancia de la preservación y difusión de la cultura. Es lógico, con una carrera tan vasta y con una imagen a veces tan intachable, que la mayoría de los biógrafos oficiales de Malraux no se hayan detenido demasiado en las circunstancias de su primera gran aventura. Casi en contraposición con lo que luego predicaría, cuando apenas era conocido y recién empezaba a publicar, Malraux viajó a Camboya (entonces parte de Indochina) con el solo objetivo de robar objetos del patrimonio artístico y arqueológico del lugar. Para entender de dónde sale esta historia, hay que remontarse a inicios del siglo XX, al año 1923, cuando Malraux sólo era un joven de 22. Dos años antes se había casado con Clara Goldschmit y, aunque inicialmente habían gozado de un buen pasar que les permitía sostener un estilo de vida bohemio, rápidamente empezaron a sentir las carencias. Buscando multiplicar su fortuna fácilmente, invirtieron su dinero en un emprendimiento atractivo que terminó fracasando. Desesperados y demasiado abocados a la vida del ocio como para considerar la posibilidad de trabajar, la pareja empezó a estudiar opciones para salir de la estrechez económica.

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André Malraux y Clara.
André Malraux y Clara.

 

La solución terminó llegando por caminos insospechados. Malraux, ávido lector que ya tenía un gran interés por los saberes orientales y trabajaba para un coleccionista de ediciones raras, leyó en un boletín de 1919 de la Escuela Francesa de Extremo Oriente (EFEO) la descripción de un templo del siglo X en Banteay Srey, Camboya, hecha por su descubridor Henri Parmentier. Intrigado por saber más, descubrió que este templo no se encontraba en el inventario oficial de ruinas hecho en 1911, ya que Parmentier lo había hallado en 1914, lo que condujo a Malraux a suponer que este hallazgo estaba, de algún modo, fuera del mapa. Este estatus especial le dio a Malraux una idea: munido por su amplio conocimiento sobre el tema, partiría a Camboya junto con Clara, y ambos viajarían hacia Banteay Srey a extraer artefactos khmer del templo. Estos luego serían vendidos a varios anticuarios de Paris, con los que Malraux ya tenía un contacto fluido, y las sumas obtenidas les asegurarían a la pareja un par de años de estabilidad económica. Elaborado el plan, Malraux y su esposa partieron a Camboya en octubre de 1923, acompañados de Luis Chevasson, amigo de la infancia que accedió a ayudarlos en su empresa. Tras una breve parada en Hanoi, dónde Malraux se registró como arqueólogo amateur y el gobierno francés le otorgó un permiso para entrar como enviado especial de la EFEO (previa advertencia de que no se llevara nada de lo que hallara), llegaron a Phnom Penh a inicios de diciembre. Allí fueron recibidos por Henri Parmentier, designado por la EFEO para acompañar a Malraux en su viaje, pero en Siem Riep, pueblo cercano al templo que planeaban saquear, la pareja y Chevasson lograron desembarazar de él, aduciendo que querían recorrer el país solos. Sin intromisiones de las autoridades y luego de consultar con los locales acerca de la mejor forma de llegar al Banteay Srey sin llamar la atención, emprendieron un viaje hacia el norte a caballo. Tras dos días, aparentemente bastante tranquilos, el grupo llegó al templo. Allí, las cosas fueron muy sencillas (quizás demasiado) y según se estimó, Malraux y sus socios extrajeron cerca de una tonelada de piedras grabadas y cuatro grandes trozos de bajo relieves. Con varios bueyes cargados de tesoros, emprendieron la vuelta a Siem Riep y arribaron alrededor del 20 de diciembre, habiendo arreglado ya el embarque de las piezas robadas hacia Phnom Penh, de donde zarparían hacia Occidente. El plan, sin embargo, estaba destinado a fracasar. Las autoridades ya habían sido anoticiadas de la situación irregular y, antes de que Malraux, Clara y Chevasson pudieran partir, fueron detenidos en el hotel Manolis de la capital camboyana, mientras se decidía como procedería el juicio contra los acusados.

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El tiempo de espera se hizo largo y estuvieron varios meses sin que se pudiera alcanzar un veredicto. Durante todo ese tiempo Malraux escribió varias cartas a las autoridades solicitando clemencia, especialmente para su esposa, quien luego de un (según las memorias de Clara, falso) intento de suicidio y una huelga de hambre que la llevó a pesar 36 kg, parecía demostrar físicamente los problemas que le traía el encierro. Para julio de 1924, el tribunal se pronunció y, buscando dar una condena ejemplificadora, le dieron 3 años de cárcel a Malraux y 18 meses de encierro a Chevasson. Clara terminó siendo exonerada gracias, irónicamente, al machismo del código napoleónico, que consideraba que una mujer no era responsable de sí misma en presencia de su marido y que meramente “lo había seguido”. Habiendo adquirido su libertad, ella se esforzó por obtener la de su marido y, de vuelta en Francia, se dedicó a buscar y organizar el apoyo de varios intelectuales importantes del momento como André Gide, André Breton y Gaston Gallimard. Esta presión, combinada con una defensa basada en la ambigüedad en la catalogación de Banteay Srey como sitio protegido, logró que para fines de octubre de 1924 la corte de apelaciones de Saigón liberara a André Malraux. La experiencia, aunque probablemente traumática, se podría decir que tuvo un saldo positivo. No sólo se volvió el tema de la primera gran novela de Malraux, La vía real, sino también que, extrañamente, esta experiencia acrecentó la fascinación del francés con Oriente. En los siguientes años volvió varias veces a la región, ya no con el objeto de robar patrimonio, sino con la idea de establecer lazos con las comunidades locales y, probablemente sin dejarse amedrentar por la hipocresía, denunciar los abusos del colonialismo.

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