Alemania ayuda a Lenin

En Suiza, durante la primavera de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, un hombre de mediana edad con una curiosa barba y un grupo de seguidores elevó un pedido al gobierno alemán. Era ruso y quería volver a su país, que estaba sumido en una gran agitación política, pero la guerra hacía casi imposible viajar por Europa. La mejor opción para volver a Rusia era dirigirse al norte desde Suiza y atravesar Alemania, pero para eso el hombre necesitaba permiso de los alemanes.

Al gobierno alemán no le entusiasmaban sus ideas políticas, pero la jugada parecía sencilla y sin mucho costo. Después de todo, los alemanes y el sujeto de la barbita tenían un enemigo en común: el gobierno ruso, que aquel hombre estaba empeñado en derrocar. El alto mando alemán, en plena guerra con varios frentes abiertos, pensó que cualquier asunto que pudiera desviar recursos o atención de los rusos resultaría favorable a los intereses alemanes.

Así que estuvieron de acuerdo en ayudar al hombre. El caso es que aquel tipo era Vladimir Ilich Ulianov, Lenin.

El secretario del Partido Socialdemócrata suizo, Fritz Patten, logró un acuerdo con el kaiser Guillermo II para que Lenin y sus compañeros pudieran atravesar Alemania. Lo metieron a él, a su esposa y sus treinta compatriotas en un tren con destino a un puerto del norte desde donde seguiría camino a través de Suecia y Finlandia. Sin embargo, la sugerencia de “viajar abiertamente” a través de Alemania fue modificada por sugerencia de Lenin, quien pensaba que ello podría ser interpretado como que él era colaboracionista de los alemanes. Para evitar esa mirada surgió la idea del “tren sellado”: un vagón con un status de extraterritorialidad similar al de una embajada extranjera, en el que él y los otros exiliados podrían viajar a través de Alemania (territorio enemigo de Rusia) sin contacto con los alemanes.

Lenin y sus acompañantes partieron de Zurich hacia Berlín por ferrocarril y luego hasta Sassnitz, en la costa báltica; allí se embarcaron en un ferry hasta Malmö y desde allí a Estocolmo. Los permisos para entrar en Suecia fueron fácilmente conseguidos por diplomáticos alemanes y finalmente, el 16 de abril de 1917 Lenin y su gente llegaron a la estación de Petrogrado (San Petersburgo). Lenin fue recibido por una multitud que lo aclamaba y una banda de música que entonó los acordes de La Marsellesa, que en aquel momento era también el himno de los socialistas rusos.

Las autoridades alemanas hasta le habían dado dinero a Lenin, como para que tuviera unos mangos encima por si necesitaba. Probablemente supusieron que el hombre armaría un poco de lío en Rusia, les quitaría a los rusos de encima durante un tiempo y luego la tensión se iría desvaneciendo mientras la política interna rusa se reacomodaba. Los mandos en Berlín estaban convencidos de que una forma de ganar la guerra era desestabilizar a sus oponentes; para sustentar esa idea venían apoyando, sin mucho éxito, los movimientos independentistas en otros lugares (Irlanda, India, Egipto, etc).

En algún sentido y en el corto plazo, el plan funcionó. Poco más de seis meses después, el gobierno provisional de Rusia había caído, Lenin había tomado el poder y se había establecido el Estado Soviético. Los alemanes obtuvieron un “alto el fuego” que en abril, cuando despacharon a Lenin en tren, no habían soñado. Alemania estaba encantada. Un agente germano en Estocolmo escribía a las autoridades de Berlín: “éxito completo de la llegada de Lenin a Rusia. Se está comportando exactamente como deseamos”. La llegada de Lenin a Petrogrado tras la abdicación de Nicolás II propiciaría la segunda revolución rusa en menos de ocho meses. El líder del partido bolchevique había regresado de su exilio de más de diez años con la firme determinación de acabar con el Gobierno Provisional de corte democrático y burgués que había sustituido al Zar tras la Revolución de Febrero y que se mostraba partidario de continuar la guerra al lado de los aliados. Pero los bolcheviques, de hecho, hicieron algo más que incordiar al gobierno ruso; produjeron una revolución que quedaría como un hito en la historia contemporánea.

Así que el supuesto “éxito” alemán fue efímero ya que, a largo plazo, el plan no resultó. El alto el fuego en el frente oriental no ayudó mucho a mejorar la posición alemana y la relación con el nuevo y expansionista gobierno soviético se deterioró rápidamente. Y si miramos más allá… un par de décadas y otra guerra mundial después, la mitad de una dividida Alemania estaría bajo dominio soviético.

Los alemanes habían caído en la vieja trampa de creer que el enemigo de su enemigo sería su amigo. Esa ilusión de hacer buenas migas con el enemigo del enemigo está presente en un elevado número de las peores decisiones de la historia.

“No lo vimos venir”, sería el resumen…

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